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Le hablé sobre los niños que Bernard había escondido en la planta de arriba de la casa.

– Lo sé -me dijo Roger, mirando al cielo iluminado por la luna-. Me habló sobre ellos en Marsella.

– ¿Podemos sacarlos de aquí?

Roger se inclinó sobre el costado de la casa.

– Llevamos ya un tiempo consiguiendo que varios refugiados judíos crucen la frontera. Pero esos niños no lograrán cruzar los Pirineos con un solo guía. -Se quedó en silencio durante un momento, dándole vueltas en la cabeza al asunto-. Dentro de unos días vendrá un barco para recoger a los hombres que están en Marsella -me dijo-; será peligroso, pero es la única manera que se me ocurre de que podamos sacar a esos niños del país. -Se volvió hacia mí y su aliento me rozó la mejilla-. Yo iré con ellos, Simone. Tengo que abandonar Francia.

Se me cayó el alma a los pies. Roger se marchaba.

– ¿Por qué? -le pregunté.

– Un doble agente me ha descubierto y debo romper mi relación con la red para no conducirle hasta más gente.

Una sensación de frío me agarrotó las entrañas. ¿Cómo podía ser yo tan egoísta? Si Roger había sido descubierto, entonces se encontraba en grave peligro. No tenía otra opción que marcharse. Durante un momento consideré la posibilidad de preguntarle si podía ir con él, pero yo misma descarté esa idea. Francia me necesitaba y mi familia y amigos se habían expuesto al riesgo porque yo les había persuadido. Tenía que quedarme en el país independientemente de cuáles fueran mis sentimientos personales.

– Te echaré de menos, Simone -me dijo Roger, alargando la mano y pasándomela por el cabello.

Me volví para que no pudiera ver las lágrimas que brillaban en mis mejillas.

Al amanecer de la mañana siguiente, Roger y yo llevamos a los dos agentes para que se reunieran con los maquis locales con los que tendrían que colaborar.

Cuando llegamos al campamento, las primeras personas a las que vimos fueron Jean Grimaud, el amigo de mi padre, y Jules Fournier, el cuñado del alcalde. Solo logré reconocerles por su postura y su mirada, pues a ambos les habían crecido sendas barbas lanosas y sus ropas estaban salpicadas de barro y cubiertas de agujas de pino. Aquella vida durmiendo al raso allá donde pudieran les había dado un aspecto demacrado, pero nos saludaron de buen humor y nos invitaron a compartir su comida compuesta por tortillas de champiñones. Roger y yo rehusamos la invitación; sabíamos que los maquis tenían muchas dificultades a la hora de conseguir alimentos y que sus esposas e hijas corrían muchos riesgos para llevárselos.

Mientras estaban sirviendo la comida, un joven con los ojos como lagos oscuros le entregó un mensaje a Jean proveniente de un grupo de maquis vecino. El chico me resultaba familiar, pero no recordaba de qué lo conocía. Se dio cuenta de mi expresión sorprendida y sonrió.

– ¡Ah, eres tú! -me dijo, con un acento que no era francés-. Nunca he olvidado lo amable que fuiste conmigo. -Se metió la mano en la chaqueta y sacó una bolsita de lavanda, mugrienta y estropeada por el paso de los años y el manoseo-. Ha sido mi amuleto de buena suerte durante todos estos años.

Fue entonces cuando caí en la cuenta de quién era. Goya, el muchacho que había venido con su familia el primer año que habíamos cosechado lavanda. Me dijo que su nombre verdadero era Juan y charlamos brevemente sobre nuestras vidas durante los años que no nos habíamos visto.

– Mi madre siempre bromeaba con que tú no eras una chica hecha para el trabajo agrícola -me dijo-. Y mira: su predicción era cierta.

Nos quedamos con los maquis la mayor parte del día. Roger intercambió información con ellos y los agentes planearon estrategias para las distribuciones de armas y tomas de contacto con los Aliados. Observé a la operadora mientras montaba su aparato de radio. Roger me había contado que cada operador tenía un código especial para comunicarse con Gran Bretaña e indicar si alguno de los mensajes que estaban transmitiendo era falso. La operadora lo necesitaría si en algún momento se encontraba con el cañón de una pistola alemana apretado contra su cabeza.

«Probablemente también tiene un amante y una familia en su casa», pensé, contemplando la férrea determinación con la que la joven se aplicaba en su tarea. Si ella era tan decidida, yo debía serlo también.

A última hora de la tarde, Roger y yo les deseamos buena suerte a la operadora de radio y al instructor de armas, y les dijimos adiós a los maquis. Llegamos al borde de los campos de mi familia justo cuando el sol se estaba poniendo. Las plantas que cultivaban entonces eran lavandín, el híbrido comercial, pero Bernard había conservado una zona de lavanda silvestre en el campo más cercano a la casa en señal de respeto a mi padre. La suave luz titilaba sobre las florecillas de las plantas. La tristeza que sentía por la inminente partida de Roger me atravesó el corazón como una piedra afilada.

– ¿Podemos sentarnos aquí un momento? -me preguntó Roger.

Asentí y nos sentamos juntos sobre una roca que todavía estaba cálida por la luz del sol. Ambos teníamos las piernas largas y las extendimos ante nosotros sobre el polvo calcáreo.

– Ese era tu nombre en código en la red -me dijo Roger-. «Lavanda silvestre.»

– No sabía que tenía un nombre en código. Nunca lo he utilizado.

Sonrió.

– Bueno, así es como siempre he pensado en ti: tenaz y terca, pero también bastante dulce.

Estaba a punto de decirle que no me gustaba demasiado aquella descripción cuando posó su mano sobre mi hombro.

– Cuando esta guerra termine, Simone, ¿podré volver a por ti?

Me apretaba con la mano suavemente, pero la energía fluía de ella como si fuera una antorcha. Recordé cómo me había sostenido la noche que bailamos el tango y me acerqué más a él.

– Ni siquiera sé si Roger es tu nombre verdadero -repliqué, recorriendo su pico de viuda con la punta del dedo.

Roger deslizó su brazo alrededor de mi cintura.

– Sí que lo es -dijo-. Roger es tan inglés como francés. Pero mi apellido es Clifton, no Delpierre.

Exageró tanto al pronunciar las erres de su apellido falso que me hizo reír. Presioné mi mejilla contra la suya. El sol todavía estaba allí, en el calor de su piel. Aspiré su maravilloso olor, como el del tomillo hirviendo a fuego lento.

– Y cuando vuelva a por ti, Simone, ¿te casarás conmigo?

Se me paró un instante el corazón. ¿Aquello era un sueño o la realidad?

– ¡Sí! -le respondí, sorprendida de lo rápido que había aceptado su proposición de matrimonio.

No necesitaba pensarlo. Me resultaba natural estar con Roger, como si fuéramos dos piezas de un puzle que encajaban entre sí.

Roger me pasó la mano por la espalda. Cuando me tocó, me di cuenta de lo mucho que la guerra me había estropeado el cuerpo, de lo cansada y pesada que me sentía. Pero con cada una de sus caricias mi piel parecía volver a la vida.

– ¿Quién podía imaginárselo? -comentó Roger, echándose a reír-. La mayor estrella de Francia y un aburrido abogado de Tasmania. Solamente la guerra podía formar una pareja tan improbable.

Recordé cómo bailaba el tango y cantaba en español.

– Tú eres todo menos aburrido -repuse-. Además, eres un héroe. Y rezo para que esta guerra no dure para siempre.

– Bueno, tenemos que creer que ya no durará, ahora que vamos a casarnos -me dijo, besándome.

La suavidad de sus labios era divina. Besarle era como presionar la boca contra un melocotón. Podría haber perdido el sentido para siempre entre sus besos, pero me aparté un momento para preguntarle:

– ¿Dónde viviremos? ¿En Londres o en París? ¿O pretendes llevarme a Tasmania?

– Podemos ir a Tasmania en nuestra luna de miel. Pero cuando regresemos quiero vivir aquí.