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Me senté erguida y le miré fijamente.

– ¿En la Provenza? ¿O te refieres a Francia?

– Aquí, en la finca -respondió Roger, contemplando el cielo-. Es tan hermoso que no puedo imaginar que nadie pueda querer vivir en otro lugar. Yo sería feliz cultivando lavanda con tu familia y criando a nuestros hijos aquí. Ejercer de abogado me parece algo totalmente patético después de todo lo que he visto. El derecho se basa en el orden. Y yo todo lo que he visto ha sido caos.

Yo adoraba Pays de Sault y también a mi familia, pero nunca me había imaginado volviendo a vivir allí.

– No estoy demasiado hecha para las tareas agrícolas -repliqué-. No tengo remedio.

– ¿Quién ha dicho que tú tengas que dedicarte a la agricultura? -preguntó-. Tú eres artista. Si quieres ir a París o a Marsella, yo te llevaré en avión hasta allí.

Las lágrimas me escocieron en los ojos. Aquel sueño era tan hermoso que no lograba imaginarme siendo tan feliz. Tenía miedo de que, si lo hacía, me arrebataran la felicidad, como había sucedido con André.

Roger acercó sus labios a los míos y me besó de nuevo. Me apreté contra él y tiró de mí hacia el suelo calcáreo.

– No le pongas barreras a la felicidad, Simone -me dijo acariciándome la cara-. Después de que superemos todo esto, estoy seguro de que podremos con cualquier cosa.

La mano de Roger se deslizó por la abertura de mi camisa y describió una curva sobre mis pechos. Cerré los ojos, temblando de deseo.

– Tenaz, terca, pero muy, muy dulce -susurró.

Cuando llegó el amanecer, me deslicé fuera del abrazo de Roger, me puse apresuradamente la ropa y corrí atravesando el patio a casa de mi tía. Mi madre estaba en la cocina, colocando los platos para el desayuno, cuando entré bruscamente por la puerta. Ella pegó un respingo hacia atrás, tirando los cuchillos y los tenedores al suelo con gran estrépito.

– Lo siento -me disculpé.

Con la tensión de las circunstancias, no era demasiado amable sorprender a la gente. Pero mi madre no se molestó.

– Roger me ha pedido que me case con él -anuncié-. Ha prometido que volverá a buscarme cuando termine la guerra.

Mi madre sonrió pero no respondió. Mantuvo sus ojos fijos en mí.

Me acerqué a ella.

– ¿Tú crees que está bien prometerle algo así a una persona en mitad de una guerra? -le pregunté-. Él tiene que volver a Londres. Puede que no volvamos a vernos nunca más.

Mi madre dejó el último plato que tenía entre las manos y me cogió las mías.

– Todavía estamos vivos, Simone. Debemos comportarnos como seres vivos. Prométele que te casarás con él. Él te ama.

La rodeé entre mis brazos y la abracé más fuerte de lo que la había abrazado en muchos años. Mi madre era menuda de estatura, pero vigorosa. Podía sentir la dureza de sus huesos moviéndose bajo los músculos. Me apartó un momento y me miró a los ojos.

– Pero ¿es eso lo que realmente te asusta? ¿La guerra? -me preguntó-. ¿O hay algo más?

Bajo su mirada escrutadora, sentí como si volviera a tener catorce años otra vez. No necesitaba decirle lo que albergaba en mi corazón.

– ¿André? -preguntó, arqueando las cejas.

Asentí. Lo que había sentido cuando lo volví a ver en Lyon había perdurado en mi interior. Aunque estaba casado y con hijos, y ambos estábamos dedicados a la causa, había percibido una sensación de algo inacabado entre nosotros. ¿Podía entregarle honradamente todo mi corazón a Roger si todavía me sentía así?

La mirada de mi madre se dulcificó y me besó la coronilla.

– Os he visto a Roger y a ti juntos -me dijo-. Os habéis enamorado a prueba de fuego. Lo que hay entre vosotros es fuerte. Este hombre nunca te abandonará. Puede que se marche de momento, pero si promete que volverá a por ti, sin duda lo hará.

– ¿Y qué pasa si su familia no me aprueba?

Era poco probable que la familia de Roger perteneciera a una élite similar a la de los Blanchard, pero si su tío era amigo de Churchill, estaba claro que eran gente importante en la sociedad.

Mi madre meneó la cabeza.

– Estoy segura de que se sentirán orgullosos de saber que Roger quiere casarse con alguien tan valiente y honrado. Si tu padre pudiera ver la mujer en que te has convertido, te diría exactamente lo mismo que yo te estoy diciendo. Los dones que tienes los has heredado de él.

Los pasos de tía Yvette sonaron por las escaleras. Ambas nos volvimos para verla entrar en la cocina, atándose un pañuelo a sus cabellos de ángel. Se quedó quieta en el sitio cuando nos vio, adoptando una expresión de sorpresa.

– Roger y Simone van a casarse -le anunció mi madre-. Él volverá a buscarla después de la guerra.

El rostro de tía Yvette se relajó mostrando una amplia sonrisa.

Capítulo 32

La mañana que Roger y yo anunciamos nuestro compromiso, todos nos sentamos a tomar el desayuno más feliz que habíamos disfrutado desde hacía años. Incluso los niños a nuestro cuidado parecieron más animados que el día anterior. Mi madre apoyó la mano sobre el brazo de Roger con tanto cariño como si fuera su propio hijo. Me prometí a mí misma que la próxima vez que ella y yo estuviéramos un tiempo a solas, le iba a preguntar por mis abuelos y si era cierto que su madre era italiana. Quería estar tan orgullosa de mis antepasados como lo estaba de aquella reunión de parientes, amigos e invitados. Tía Yvette y Bernard rememoraron todas y cada una de las historias de mi infancia que se les ocurrieron, tratando de avergonzarme delante de Roger, e incluso le contaron que mi mote solía ser el Flamenco por mis largas piernas. Pero no me importó. Me contentaba con saber que, a pesar de la situación en la que estábamos inmersos, podíamos animarnos simplemente pensando en un futuro mejor.

Tenía una última tarea pendiente en París antes de mudarme al sur permanentemente. Roger necesitaba enviar un código a un miembro de la red. Yo lo memoricé para que, si me registraban, no pudieran encontrarlo. El plan consistía en que me quedaría una noche en París y después cogería el primer tren de vuelta al sur. A Roger y a mí nos quedaría una última noche juntos en la finca antes de que él tuviera que abandonar Francia.

Mientras estaba haciendo la maleta, mi madre me entregó una bolsita de trapo.

– No la abras -me indicó-. Ya sabes lo que es.Noté un objeto puntiagudo y supuse que era un amuleto: una pata de conejo.

– La necesitarás -me dijo-. No puedo cuidar de ti eternamente.

Hacía tiempo que me había deshecho de mis supersticiones provenzales, pero me metí la bolsita en el bolsillo con respeto. Mi madre y yo teníamos diferentes armas, pero luchábamos en el mismo bando.

– La llevaré encima siempre -le dije, besándole las mejillas.

Cuando estaba lista para marcharme, abracé a mi madre y a mi tía, a Minot y a su madre, a Bernard y a cada uno de los niños, y acaricié a los perros y a las gatas antes de salir con Roger por la puerta a la luz del sol. Kira nos acompañó hasta el muro de piedra y después contempló como Roger y yo nos dirigíamos a través de los campos hacia la aldea, donde yo cogería el autobús para volver a la estación de tren.

Cuando llegamos al ayuntamiento del pueblo, Roger y yo nos besamos mientras el conductor tocaba la bocina bondadosamente.

– ¡Vamos, ustedes dos! ¡Que el autobús ahora va con el horario de Vichy!

– Te amo, Simone Fleurier -me dijo Roger, colocándome una ramita de lavanda silvestre en el ojal del vestido.

Desde la parte trasera del autobús le dije adiós con la mano a Roger. Una noche en París, y regresaría con él y mi familia. Ese era el plan. Pero era algo que no se materializó. Jamás tuvo lugar.