Выбрать главу

Llegué a París entrada la noche y cogí el métro hasta los Campos Elíseos. Incluso para el poco tiempo que había estado fuera, me percaté de que el ánimo de la gente se había hundido aún más que antes de que me marchara, aunque todavía no podía entender la razón. Quizá me sentía demasiado cansada como para darme cuenta de que los dos últimos vagones del tren estaban vacíos.

Madame Goux me abrió la puerta. Tan pronto como entré, se desahogó contándome su historia.

– Se han dedicado a detener a los judíos -me informó-. Ya no solo a los extranjeros, sino a los franceses también. Están enviándolos a campos en Polonia.

– ¿Quién los está deteniendo? -le pregunté, hundiéndome en una silla de la portería.

– La policía de París.

– ¿Así que los nazis están consiguiendo que les hagamos el trabajo sucio? -comenté, echando hacia atrás la cabeza para apoyarla contra la pared.

Para mí, aquella era la noticia más desalentadora de todas. Los alemanes no tenían por qué preocuparse de perder fuerza durante su expansión cuando tenían a tantos franceses actuando como sus esbirros.

Madame Goux chasqueó la lengua.

– Una docena de policías se han unido a nuestra red. Están indignados por lo que ha sucedido en el Vélodrome d'Hiver.

Levanté la vista para mirarla.

– ¿Qué ha pasado?

Madame Goux inhaló aire por la nariz.

– Vi los autobuses dirigiéndose hacia el velódromo cuando iba de paseo. Me uní a una multitud de gente que se reunió cerca de la entrada, para enterarnos de qué estaba pasando. Algunos policías estaban desgarrándoles la ropa a las mujeres, registrándolas en busca de dinero y joyas. Separaron a los hombres de las mujeres y los niños, y después se llevaron a los hombres. Dejaron allí a las mujeres y a los niños sin darles ni comida ni agua durante tres días.

Me cubrí los ojos con la mano.

– ¿Qué pasó después de eso?

– Uno de los policías que se ha unido a nuestra causa ha estado aquí antes -continuó madame Goux-. Nos ha dicho que los alemanes han dado orden de que solo querían a niños lo bastante mayores como para que pudieran trabajar. Así que la policía separó por la fuerza a los niños de sus madres con las culatas de los rifles y con mangueras de agua a presión. Nos ha contado que recordará los gritos de esos niños mientras viva.

Me quité la mano de los ojos. ¿Cómo podía alguien hacer una cosa así? Pensé en los policías que había visto durante los días en los que París se había quedado como ciudad abierta. Lo último que les habían encargado fue que tenían que mantener el orden. Y, sin embargo, ¿no era aquel un buen momento como para cuestionar las instrucciones que hubieran recibido?

– ¿Dónde están esos niños ahora? -pregunté.

– A algunos los ha rescatado la red, pero la mayoría de ellos se han quedado solos para valerse por sí mismos -me explicó-. El policía cree que pronto volverán a perseguirlos.

– Como a animales acorralados -murmuré.

– Se ha enviado una petición a Alemania para que todos los niños acompañen a sus padres en el futuro. Es más humano -dijo madame Goux.

– ¡Más humano! -exclamé yo-. ¡Esa gente está siendo enviada a la muerte!

Cuando en un primer momento se persiguió y se deportó a los judíos extranjeros, la mayoría de nosotros no sabíamos nada sobre los campos de exterminio y los nazis hicieron un buen trabajo de propaganda proyectando documentales en los que los judíos se asentaban en el este. La gente que no era judía incluso recibió postales de sus amigos judíos en las que les aseguraban que todo iba bien. Pero los sistemas de inteligencia de la Resistencia habían logrado recomponer una imagen totalmente diferente. Roger me había contado las presuntas atrocidades que se estaban cometiendo, pero cuando las publicaciones clandestinas como J'accuse y Fraternité sacaron a la luz informes que hablaban sobre un genocidio, la gente los rechazó porque eran demasiado horribles como para creerlos o los consideraron propaganda aliada.

Pensé en los cinco niños que Bernard había salvado en Marsella y los problemas que Roger tendría que superar para ponerlos a salvo. ¿Cómo iba a salvar la Resistencia en París a miles de niños, sin hablar de sus padres? Necesitábamos ayuda. Necesitábamos que los parisinos dejaran de esconderse detrás de la entelequia de que la vida era normal bajo la ocupación nazi.

– ¿Cree usted que podríamos ocultar niños aquí? -le pregunté.

Era una pregunta desgarradora para mí. Me había comprometido a ayudar a los agentes aliados. Si ocultar niños ponía en peligro la seguridad de esos agentes, la red me prohibiría hacerlo.

La expresión de madame Goux cambió.

– Ya tiene usted dos visitantes esperándola arriba. La mujer no ha querido decir quiénes eran, pero creo que necesitan su ayuda.

Suponía que aquellos visitantes eran agentes, así que me sorprendí cuando encontré a una mujer sentada ante mi mesa del comedor con una niña pequeña agarrada entre sus brazos. La mujer se giró cuando me oyó entrar por la puerta. Tenía los mismos ojos aterrorizados que había visto en los niños de la finca. Pero la reconocí al instante.

– ¡Odette! -exclamé.

Se puso en pie y corrió hacia mí. La rodeé entre mis brazos y acaricié la cabeza de la pequeña Simone. La niña era tan bonita como su madre, con una coqueta naricilla y la piel luminosa. Pero agachó la mirada con gesto de cansancio.

– Acostémosla en mi cama -le propuse a Odette-. Después podremos hablar.

La niña bostezó y se quedó dormida en cuanto apoyó la cabeza sobre la almohada.

– Dejemos la puerta abierta -dijo Odette, cuando vio que estaba a punto de cerrarla.

Su voz sonaba como si temiera que si perdía de vista a su hija durante un instante se la arrebatarían.

Nos sentamos juntas en el sofá y nos cogimos de las manos.

– ¿Por qué estás en París? -inquirí.

Una mirada enloquecida brilló en los ojos de Odette.

– Tendría que haberte escuchado, Simone. Se han llevado al tío y a Joseph. Y también a mis padres. Han hecho una redada de los judíos en Burdeos. Pensábamos que estábamos a salvo porque el tío encontró un passeur dispuesto a ayudarnos a cruzar la frontera. Se suponía que teníamos que escondernos en la parte trasera de una camioneta de ropa. Pero nunca apareció. Se llevó prácticamente todo nuestro dinero, pero no llegó a presentarse.

Los ojos se le llenaron de lágrimas y sacudió la cabeza, como si no pudiera creer que hubiera gente capaz de robarles de ese modo a los que están desesperados.

– Al día siguiente detuvieron a todo el mundo -prosiguió-. Simone y yo nos salvamos porque habíamos ido a visitar a una vecina católica. Ella nos escondió en su sótano hasta que terminó la redada. Cuando regresé a nuestra casa habían puesto todo patas arriba y se habían llevado a todo el mundo.

Enterré la cara entre las manos. Durante los dos últimos años había cedido todos los recursos y el tiempo que tenía disponibles a salvar soldados aliados y a esconder agentes británicos. Hacía meses que nos habían asegurado que los estadounidenses terminarían rápidamente la guerra. ¿Dónde estaban todos ellos ahora? ¿Acaso no veían que la situación estaba empeorando?

Fui a la cocina a prepararle a Odette un poco de café de verdad que tenía escondido. Tuve que admitir que mi verdadera decepción no era con los Aliados, sino con el pueblo francés. Passeurs que les robaban el dinero a los judíos desesperados… Policías que pegaban a los niños hasta que se soltaban de las faldas de sus madres…