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«Si no viene ayuda de fuera, entonces debemos ayudarnos nosotros mismos», murmuré.

– Odette, ¿tú y la pequeña Simone tenéis papeles falsos o solo los verdaderos? -le pregunté, cuando le puse la taza de café delante.

– Se suponía que el passeur nos iba a proporcionar los papeles falsos -me explicó-. Solo tengo los verdaderos, en los que figura el sello en el que pone «judío».

– ¿Cómo conseguiste llegar a París?

– Me quedaba únicamente el dinero suficiente para un billete para mí y la pequeña -explicó-. Me monté en el tren con nuestros papeles judíos y nadie nos detuvo. -Emitió una risa estridente y nerviosa-. Quizá se imaginaron que si los alemanes no nos habían dado caza en Burdeos nos detendrían en París de todos modos.

Comencé a pensar más despacio. Solamente había recogido papeles falsos de manos de otros miembros de la red, nunca directamente de un falsificador. Los buenos falsificadores eran demasiado preciados para la red como para que los comprometiéramos, así que el contacto con ellos estaba restringido. Durante años, me había limitado a acatar órdenes. No tenía ni la menor idea de cómo lograr por mis propios medios que Odette y su hija cruzaran la línea de demarcación. Pensé en Roger. No había modo de que pudiera ponerme en contacto con él en esos momentos para preguntarle qué podía hacer.

Él había cortado sus lazos con la red. Cuando no apareciera al día siguiente, probablemente se imaginaría que me habían detenido. Esperaba que aquello no le impidiera marcharse. Traté de no pensar en lo decepcionante que sería no poder verle; me sentía demasiado preocupada por monsieur Etienne y Joseph, y me preguntaba qué suerte correrían. Si me hubiera parado a pensarlo, seguramente me habría desmoronado. Tenía que hacer como Roger cuando planeaba una misión. Me convencí de que era una máquina, moviéndome sin parar con un único objetivo en mente: sacar a Odette y a la pequeña Simone del país.

A la mañana siguiente concerté una cita para entregar el código que Roger me había dado. Me senté en un banco de los Jardines de Luxemburgo, cosa que era peligrosa, porque algunas personas me reconocieron y me pidieron un autógrafo. Y lo que fue peor, un oficial alemán intentó flirtear conmigo. Pensé que no se iba a marchar nunca, hasta que le expliqué en alemán que estaba esperando a «mi hombre».

Cuando llegó el contacto, me alegré de que el oficial no se hubiera quedado merodeando para verle. «Mi hombre» tenía tres papadas y una barriga sobre la que se cerraban a presión todos los botones de su camisa. Le di el código. Lo repitió solamente una vez, a la perfección. Estaba a punto de ponerse en pie y marcharse cuando le puse la mano sobre el brazo.

– Necesito papeles -le dije-. Para una mujer y una niña.

– ¿Judías?

Asentí con la cabeza.

– ¿Tiene usted fotografías? ¿Y dinero? -me preguntó.

Le entregué un sobre con los honorarios del falsificador y las fotografías que había recortado de los papeles reales de Odette y la pequeña Simone.

Se lo metió todo inmediatamente en el bolsillo.

– Vuelva aquí dentro de tres días -me indicó.

Durante los tres días siguientes, Odette, la pequeña Simone y yo nos quedamos dentro del apartamento. Odette se dedicaba a dibujar para calmar los nervios mientras yo mantenía a la niña ocupada.

Nunca antes había tenido la oportunidad de conocer a mi tocaya y disfruté tanto como ella haciéndole muñecas de papel y jugando al pilla-pilla por la alfombra. Hacía años, un admirador me había regalado una muñeca de porcelana. Era holandesa y se le abrían y cerraban los ojos. Como no me gustaban especialmente las muñecas, la había guardado dentro de un armario. Ahora fui a buscarla.

– Me gustaría que te la quedaras tú -le dije a la pequeña Simone, entregándole la muñeca, que todavía estaba dentro de su caja.

La niña cogió la muñeca, con el ceño fruncido.

– Tiene que salir de la caja -me informó-. Las niñas pequeñas necesitan aire.

Durante el resto de la tarde, la pequeña Simone solo tuvo ojos para su nueva muñeca, a la que llamó Marie. Odette y yo jugamos a las cartas.

– Simone no ha tenido una infancia muy normal -me susurró Odette-. Temo que crezca pensando que esconderse es lo habitual.

Por la noche, Odette y yo dormimos en mi cama, con la niña apretada entre nosotras. La pequeña cogió la costumbre de agarrarse a mí con su bracito rechoncho. Escuché su suave respiración y me atenazó un sentimiento de tristeza, porque quizá yo nunca llegaría a tener hijos.

La segunda noche, la pequeña Simone preguntó por su padre y por su tío. Esperé a ver qué le contestaba Odette.

– Están en el trabajo, cariño mío -le contestó-. Mientras tanto, tú y yo tenemos que encontrar otro sitio donde vivir, para que ellos se nos puedan unir después.

Odette parecía tan tranquila que casi me imaginé a monsieur Etienne tras la mesa de su despacho, llamando a los teatros, y a Joseph en su tienda. ¿Dónde estarían mis viejos amigos ahora? ¿Qué atroces torturas estarían padeciendo?

Fiel a su palabra, el contacto al que le había comunicado el código me estaba esperando en el mismo banco de los Jardines de Luxemburgo tres días más tarde.

– Estos papeles no son perfectos -me explicó con total naturalidad-. Los alemanes no hacen más que cambiar los requisitos para pillar a la gente. Hay muchos judíos tratando de huir de la ciudad. A la mujer la he convertido en su prima. Pero si las detienen y comprueban sus certificados de nacimiento, estarán acabadas.

– No tengo otra opción -respondí-. Tengo que salvarlas a ella y a la niña.

Me contempló fijamente y asintió. Aunque su actitud era brusca, podía percibir compasión en sus ojos. Me animó poder mirar a la cara de otra persona que aún no había perdido su humanidad.

Dado lo que el contacto me había dicho, me pregunté si no sería más razonable mantener a Odette y a su hija en París, escondiéndolas en mi apartamento o llevándolas a uno de los pisos francos de la red. Me paré en un café para descansar los pies y cavilar sobre el asunto. Como si de un escalofriante presagio se tratara, nada más sentarme escuché la conversación de dos hombres que estaban sentados detrás de mí.

– Están ofreciendo recompensas a cualquiera que denuncie judíos o revele quién los oculta.

– ¿Qué tipo de recompensas? -le preguntó su acompañante.

– Puedes quedarte con sus apartamentos y sus muebles.

Traté de terminarme mi café lo más tranquilamente que pude, pero el corazón me latía con fuerza en el pecho. ¿Era en esto en lo que se habían convertido los seres humanos? ¿Gente codiciosa que denunciaría a una familia para poder sentarse en su sofá y admirar las vistas desde su apartamento? Hice lo que pude por pensar con claridad. Mucha gente del mundo del espectáculo en París conocía a Odette. Cruzar con ella y la pequeña toda la ciudad con papeles falsos sería tan peligroso como tratar de introducirlas en un tren con destino al sur. Pero el último empujón que necesitaba para decidirme a sacarlas de París me lo dio madame Goux cuando llegué a casa.

– Lo han echado por debajo de la puerta -me dijo, dándome un sobre con mi nombre escrito en él.

Lo abrí y encontré un panfleto dentro. Era una notificación de los alemanes sobre la deportación de judíos. La frase: «Aquellos que ayuden a los judíos sufrirán el mismo destino que ellos» había sido rodeada con un círculo rojo.

– ¿Esto es una amenaza? -pregunté-. ¿Nos están espiando?

Cuando pensé sobre ello con detenimiento, me di cuenta de que probablemente provenía de uno de los miembros de la red. Alguien estaba tratando de advertirme.

Odette y yo no tardamos ni un minuto en hacer las maletas y marcharnos directamente a la Gare de Lyon para coger un tren hacia el sur. Por suerte, la estación no estaba más llena que otras veces que había viajado de agentes y soldados. Parecía que el éxodo en masa de los judíos con papeles falsos tratando de escapar de París no tenía lugar esa noche. Aunque no habíamos reservado asientos, logré conseguir plazas en primera clase.