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– Disfrute de su viaje -me deseó el vendedor de billetes.

– Estoy segura de que así lo haré -le contesté.

Le sonreí, a pesar de que el corazón me latía a mil por hora.

Este sería mi último viaje de París al sur. En todos los demás viajes que había hecho, había tenido éxito al cruzar la frontera con mis «paquetes». Odette y la pequeña Simone tenían un aspecto menos sospechoso que los hombres que me habían acompañado anteriormente. Recé por que lográramos llegar a Lyon sin percances. André podría ayudarnos una vez que llegáramos allí.

Odette y su hija estaban sentadas en un banco esperándome. Les mostré los billetes. Admiraba a Odette por la tranquilidad con la que se había embarcado en mi plan. Tenía una labor de costura sobre el regazo y se afanaba en ella como si no le importara nada más en el mundo.

– Vámonos -les anuncié.

La pequeña Simone deslizó su mano en el interior de la mía y me dijo:

– Te quiero, tía Simone.

– Yo también te quiero -le respondí, parándome un momento para besarla en las mejillas.

El revisor nos recibió sin sospechas cuando subimos a bordo del tren. Un oficial alemán comprobó nuestros papeles en el pasillo. Miró los míos rápidamente, pero se leyó los de Odette cuidadosamente y comprobó la fotografía.

– ¿Es usted del sur? -le preguntó, observando la ropa de Odette.

Llevaba un traje de color azul marino con solapas blancas que yo le había dado de mi armario. Tenía un aspecto muy parisino, pero esa era precisamente la idea.

– Sí -respondió ella-. Pero he vivido en París la mayor parte de mi vida.

La pequeña Simone le enseñó su muñeca Marie al alemán. Para mi sorpresa, él le sonrió. Le devolvió los papeles a Odette y nos hizo una señal con la mano para que avanzáramos.

Odette y yo tomamos asiento en el compartimento, colocando a la niña junto a la ventana. Estábamos tan aterrorizadas que no nos atrevíamos ni a hablar. Tomé de la mano a Odette y se la apreté. Tenía la piel congelada como el hielo. Cogió su labor y continuó tejiendo aunque le temblaban los dedos. Miré el reloj. Quedaban siete minutos para que el tren partiera. Habría más controles durante el viaje, pero estaba segura de que si lográbamos salir de París todo acabaría por ir bien.

Subieron más pasajeros a bordo del tren. Cada vez que alguien pasaba por el pasillo me daba un vuelco el corazón. Cerré los ojos y me recliné hacia atrás en el asiento, tratando de relajarme. Podía oír el silbido de la locomotora. Ya no faltaba mucho. La puerta de nuestro compartimento se abrió con un repiqueteo. Cuatro oficiales alemanes miraron hacia el interior y entonces se dieron cuenta de que se habían equivocado con los números de sus asientos. Se disculparon y continuaron su camino. Yo apenas me atreví a respirar. Hubiera sido más sencillo viajar en tercera clase, pero debido a mi reputación resultaba imposible. Recé con toda mi alma para que no termináramos rodeadas de alemanes. Me revolví el bolsillo en busca de la pata de conejo que mi madre me había dado, pero me di cuenta de que, con las prisas por salir del apartamento, la había dejado sobre mi cama. Miré el reloj. Solo faltaban cuatro minutos.

Contemplé el andén. Estaba casi vacío. Con un poco de suerte, quizá incluso tendríamos el compartimento para nosotras solas. Me relajé y me levanté para sacar un libro de mi bolsa de viaje que estaba en el portaequipajes sobre mi cabeza. En ese momento se abrió la puerta. Una sombra fría me recorrió la espalda. Me di la vuelta. Al principio pensé que mi aterrorizada mente me había producido una alucinación, pero cuanto más miraba, más reales se hacían aquel pelo negro y aquellos dientes puntiagudos. El coronel Von Loringhoven.

– ¡Mademoiselle Fleurier! -exclamó-. ¡Qué sorpresa! Pensé que iba a tener el compartimento para mí solo.

Sonrió a Odette y a la pequeña Simone. Su sonrisa parecía estirarle la piel del rostro, como si hubiera otra persona debajo tratando de salir. Me sentí orgullosa de la niña porque no gritó, pues esa habría sido mi reacción si hubiera tenido su edad.

– ¿De verdad? -le respondí, recuperándome lo más rápido que pude-. No deseamos importunarle. Podemos cambiarnos si necesita estar usted solo.

Tuve cuidado de imprimir a mis palabras un tono de generosidad más que de condescendencia. Las estrellas nunca cedían sus compartimentos; de hecho, nunca cedíamos nada. Pero en aquellas circunstancias hubiera sido un alivio sentarse en la carbonera en lugar de viajar con Von Loringhoven.

– Eso no será necesario -me contestó-. De hecho, esta es una coincidencia maravillosa. Siempre he deseado que pudiéramos llegar a conocernos mejor.

Paseó su mirada de mi rostro al de Odette y al de su hija; había algo traicionero en aquellos ojos que no me gustó nada. Hice un esfuerzo por simular una sonrisa de satisfacción, y le presenté a Odette y a la pequeña Simone. Le habíamos dicho a la pequeña que si alguien se sentaba con nosotros en el tren tenía que quedarse muy callada y quietecita. Se me enterneció el corazón cuando vi que fruncía los labios firmemente.

– Encantado de conocerla -le dijo el coronel Von Loringhoven a Odette-. No sabía que mademoiselle Fleurier tuviera parientes en París.

Odette no cayó en la trampa.

– Somos parientes lejanas y siempre nos hemos considerado más bien amigas. Solía ir a ver cantar a Simone cuando comenzó su carrera.

Los dedos de Odette ya no temblaban, pero se le formaron gotas de sudor en el nacimiento del pelo. ¿Se daría cuenta Von Loringhoven?

Miré otra vez el reloj. Solo quedaban dos minutos. Una vez que estuviéramos en marcha, podía inventarme cualquier excusa para tomar una cena temprana en el coche restaurante y después podíamos simular que dormíamos. El tren dejó escapar un silbido de vapor.

– Perdónenme un momento -se disculpó el coronel Von Loringhoven, poniéndose en pie.

No proporcionó ninguna explicación sobre adónde iba, pero tan pronto como salió, Odette me miró fijamente. ¿Había averiguado algo el coronel Von Loringhoven? Pero si nos bajábamos del tren en ese momento resultaría sospechoso.

– ¡Mira! -exclamó la pequeña Simone, presionando su carita contra la ventanilla-. Ahí está ese hombre.

Miré por la ventana y vi al coronel hablando con dos soldados alemanes y señalando en nuestra dirección. El silbato sonó y el tren comenzó a avanzar.

– ¡Gracias a Dios! -exclamé y casi me eché a reír.

El coronel Von Loringhoven iba a perder el tren. Sin embargo, uno de los soldados alemanes gritó algo, y el tren se detuvo abruptamente y las ruedas chirriaron sobre las vías.

– ¡Lo sabe! -exclamó Odette entrecortadamente.

– ¡Vamos! -grité, cogiendo en brazos a la niña y saliendo a todo correr por la portezuela del compartimento.

Había maletas en el pasillo, pero me esforcé en sortearlas, arañándome las piernas y rasgándome las medias. Odette se abrió paso detrás de mí. El revisor nos vio venir. Durante un instante pensé que nos iba a bloquear el paso, sin embargo nos dijo:

– No salgan por esta puerta. Vayan por segunda clase.

Corrimos delante de los pasajeros de aspecto sorprendido y saltamos del tren al andén.

– ¡Vamos! -le grité a Odette por encima del hombro-. ¡Corramos hasta la entrada de la estación!

Empujamos al controlador de billetes, que se quedó demasiado sorprendido como para reaccionar. Podía ver la entrada de la estación delante de mí. Odette dejó escapar un chillido. Me volví para verla forcejear con un soldado alemán, que la tiró al suelo.