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– ¡Corre! -me gritó.

Durante un espantoso segundo dudé entre pararme y echar a correr.

– ¡Corre! -voceó Odette de nuevo.

No había nada que pudiera hacer para ayudarla. Lo mejor era tratar de salvar a la pequeña Simone. Darle la espalda a Odette me partió el corazón por la mitad como una hoja de papel, pero me puse a la niña a la espalda, me quité los zapatos de un golpe y me dispuse a correr hasta las últimas fuerzas que me quedaran en el cuerpo.

– Maman! Maman! -gritó la pequeña Simone y forcejeó, pero la agarré con firmeza.

Oí a los alemanes a mi espalda gritándome que me detuviera o si no me dispararían. Pero sabía que ni siquiera ellos harían una cosa así en mitad de la estación. La entrada se encontraba a unos metros delante de mí. Sentí que iba a desmayarme, pero estaba decidida a escapar. No había ningún alemán delante de mí.

«¡Vamos a conseguirlo! -les dije a mis temblorosos miembros-. ¡Lo vamos a lograr!».

Un torbellino azul cruzó delante de mis ojos. Un policía francés al que no había visto arremetió contra mí. Chocó contra mi cadera y me hizo caer al suelo. La pequeña Simone se vino abajo hacia delante. Un soldado alemán nos alcanzó y la cogió por el cuello de su abrigo. Pateó y le mordió, pero él la agarró con fuerza. Llegué hasta ella, pero el policía me golpeó con su porra en la nuca. Me caí de rodillas, con el dolor descendiéndome por la columna vertebral, pero logré ponerme en pie de nuevo y tambalearme hacia delante. El policía me propinó otro golpe, pero esta vez por encima de la oreja. Llamé a la pequeña Simone, pero el policía me golpeó una y otra vez en los hombros y la espalda hasta que perdí el conocimiento.

Cuando abrí los ojos, todo estaba oscuro. Me latía la cabeza y sentí un dolor punzante en el hombro. Comprendí que estaba bocabajo sobre algo duro y frío. Una peste a vegetación podrida me llenó la nariz. Desde algún lugar a mis espaldas, percibí el sonido de una gota de agua cayendo al suelo. Traté de sentarme, pero el dolor me abrasó la espalda. Me cedieron los brazos. Volví a perder el conocimiento de nuevo.

Debieron de pasar varias horas hasta que me desperté. Los destellos de las primeras luces de la mañana se me reflejaron sobre el brazo. Levanté la mirada y vi que la luz provenía de una ventana con barrotes. Estaba tumbada sobre un suelo de piedra que se me clavaba en las caderas y las rodillas. No se oía nada más aparte del agua que corría por una de las paredes.

Desafié a la agonía y me levanté sobre los codos, estremeciéndome del dolor que sentía en la espalda y las costillas. Había un colchón de paja frente a la puerta. Por pura fuerza de voluntad, logré ponerme en pie. La cabeza comenzó a darme vueltas y se me nubló la vista. Me tambaleé hacia el camastro y me derrumbé sobre él, cayendo en un profundo sueño.

La tercera vez que me desperté, vi que el sol había desaparecido de la ventana. Sin embargo, podía ver un cuadrado de cielo azul y el aire en la celda era más cálido. Adiviné que ya había llegado la tarde. No tenía apetito, pero notaba la garganta tan seca que me dolía al tragar saliva. No había ningún grifo en la celda. Ni siquiera una jarra de agua. Solo un cubo que despedía un olor pútrido en una esquina. Presioné el rostro contra el colchón enmohecido y lloré por Odette y la pequeña Simone. ¿Estarían aquí también o se las habrían llevado?

La reja de la puerta de la celda se abrió y se asomó un guardia. Un instante después le oí meter la llave en la cerradura. La puerta chirrió al abrirse y golpeó con estruendo la pared.

– ¡Ponte de pie! -me gritó.

Comprendí que protestar no me serviría de nada. Me obligué a ponerme en pie, pero me cedieron las piernas. Tenía tan hinchada la rodilla derecha que no podía juntarlas. En comparación con el resto de dolores que sentía por todo el cuerpo, apenas me había dado cuenta hasta ese momento. El guardia se colocó detrás de mí y me agarró por debajo de los brazos. Otro guardia entró en la celda y me sujetó unas cadenas alrededor de los tobillos.

– ¡Camina! -me ordenó el primer guardia, empujándome hacia delante.

Con todo el peso del cuerpo sobre una sola rodilla y la carga extra de las cadenas, caminar me provocaba un dolor insoportable. Cojeé unos pasos y me caí. El guardia que me había encadenado avanzó hacia mí. Instintivamente me cubrí la cabeza, esperando el golpe de su porra, pero en su lugar me agarró de los hombros y tiró de mí. El otro guardia puso su brazo bajo el mío y me sujetó. Caminé arrastrando los pies junto a él por un corredor oscuro. La única luz provenía de las ventanas con barrotes que había junto al techo. Escuché un grito y después una explosión resonó con estruendo en el aire. Hubo un silencio durante un momento antes de que aquel sonido detonara en el aire de nuevo. Nunca antes lo había oído, pero supe instintivamente qué era: un pelotón de fusilamiento. ¿Eso era lo que iba a suceder? ¿Me iban a fusilar?

– ¿Dónde estoy? -le pregunté al guardia que andaba delante.

– ¡Cállate! ¡No hables!

Me llevaron por otro corredor que terminaba en un tramo de escaleras. Los guardias tuvieron que llevarme en volandas. Al final, me arrastraron hasta una habitación con una única silla y una bombilla que colgaba del techo. El guardia que me estaba sosteniendo me empujó para que me sentara en la silla y me esposó las manos a la espalda. Después, ambos se marcharon sin pronunciar ni una palabra.

– Es una pena ver a una mujer hermosa en tal estado.

Aquella voz cargada de maldad me provocó un escalofrío por todo el cuerpo. Sabía que era el coronel Von Loringhoven, pero no podía verle. Salió de la oscuridad a la luz. Se me paró el corazón durante un instante. Pensé que así era como debían de sentirse los buscadores de perlas cuando vislumbraran una aleta y una cola emergiendo de las oscuras profundidades marinas.

Von Loringhoven se paseó en círculo alrededor de mi silla, estudiándome desde todos los ángulos posibles.

– ¿Puedo ofrecerle algo? -preguntó-. ¿Café? ¿Un cigarrillo? ¿Un poco de hielo para su rodilla?

Miré hacia abajo. Tenía la falda rasgada y se me veía la rodilla, manchada y deforme. Negué con la cabeza. No quería absolutamente nada de Von Loringhoven.

Desapareció en la oscuridad y reapareció con una silla. Arrastró las patas por el suelo y la colocó frente a mí.

– La primera vez que la vi fue en 1930 en París -me dijo, sentándose y sacando una cigarrera de plata del bolsillo-. En el Folies Bergère. «¡Qué voz! -pensé-. ¡Qué voz tan extraordinaria!». Y, por supuesto, era usted tan hermosa…

Se detuvo para sacar un cigarrillo y exhaló una larga nube de humo. La peste a tabaco me irritó la garganta. Hice lo que pude por no toser. Tomara la dirección que tomara aquel interrogatorio, tenía que andarme con cuidado. Era posible que Odette y la pequeña Simone no hubieran sido identificadas como judías y que me hubieran arrestado a mí por alguna otra razón. Después de todo, Roger me había advertido que la Gestapo estaba empezando a sospechar de mis actividades.

Von Loringhoven me dedicó una mirada larga y pensativa, como si estuviera esperando que yo hablara. Roger me había insistido en que lo más importante era mantener el silencio durante al menos veinticuatro horas. Eso daría tiempo a los miembros de la red para enterarse de la detención y esconderse. Estaba decidida a permanecer en silencio todo el tiempo que pudiera.

Una sombra apareció en la luz. Era un hombre que llevaba un abrigo de cuero. Dio un paso adelante como si fuera a saludarme, pero en su lugar me golpeó en la mejilla tan fuerte que me crujió el cuello y vi las estrellas.

– ¡En la cara no! -gruñó Von Loringhoven.