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Levanté la mirada a tiempo de ver al hombre golpeándome con el puño de nuevo. Sus nudillos se me clavaron en el pecho. La silla se bamboleó hacia atrás y caí al suelo, aterrizando sobre el hombro dolorido. Aullé de dolor y me retorcí hacia atrás. Traté de convencerme a mí misma de que aquella situación no era real e intenté pensar deprisa. Pero la violencia de aquel matón no formaba parte de nada que yo hubiera conocido o imaginado antes. Corrió hacia mí. Traté de hacerme un ovillo, pero no podía defenderme con los tobillos encadenados y las manos esposadas a la espalda. Estrelló el pie contra mi estómago. Emití un grito sofocado y jadeé para respirar, sintiendo como si la pelvis se me hubiera roto en mil pedazos. Volvió a separar el pie, dispuesto a golpearme de nuevo. Cerré los ojos, segura de que el siguiente golpe me mataría.

– ¡Es suficiente! -ordenó Von Loringhoven.

El torturador puso en pie mi silla conmigo encima y abandonó la habitación.

– Es usted una mujer muy insensata, mademoiselle Fleurier -comentó Von Loringhoven-. Los alemanes y los franceses pueden trabajar tan bien juntos… Y usted podría haber continuado con su vida como de costumbre. Pero quizá ha sido por culpa de las malas compañías que ha estado frecuentando…

Apenas podía oírle porque me pitaban los oídos. El aire dentro de mi garganta producía un sonido desesperado y áspero.

– Ahora -dijo Von Loringhoven-, dígame todo lo que sepa sobre Yves Fichot.

– No conozco a ningún Yves Fichot -jadeé luchando contra el dolor.

– ¿Y sabe algo de Murielle Martin?

Negué con la cabeza.

Von Loringhoven se detuvo. Durante un angustioso momento pensé que iba a volver a llamar al matón de nuevo. Pero le estaba diciendo la verdad: no sabía quiénes eran aquellas personas. No conocía los nombres de la gente precisamente con ese fin. Levanté la cabeza. Era la primera vez que miraba realmente a los ojos al coronel Von Loringhoven. Eran oscuros, pequeños y brillantes. Como los de una serpiente.

Chasqueó la lengua.

– ¿Y qué pasa con su querido amigo, Roger Delpierre?

Se me secó la boca y tragué saliva. En el rostro de Von Loringhoven apareció una sonrisa. Se sentía complacido por haber conseguido una reacción por mi parte.

– ¿Ve usted lo que le digo sobre su insensatez a la hora de elegir amigos? ¿Por qué una mujer glamurosa y con talento como usted se mezclaría con un tipejo como ese? -comentó.

Von Loringhoven se puso en pie y paseó alrededor del círculo de luz. Se detuvo a mi lado derecho y alargó la mano hacia mí, como si me fuera a acariciar la cara. Pero el lateral de mi mejilla estaba manchado de sangre por la caída. Debió de pensárselo dos veces, porque apartó la mano y se la metió en el bolsillo.

– ¿Le dijo a usted Roger Delpierre que la amaba? -me preguntó, soltando una ligera risita-. Les ha dicho lo mismo a todas las mujeres con las que se ha acostado. La ha utilizado para sus propios objetivos. Lo detuvimos hace tres días tratando de escapar de Marsella. Únicamente tuvimos que amenazarle con cortarle las pelotas para que cantara todo lo que sabía sobre usted y sobre la red.

Noté un sabor metálico en la garganta. Tosí y un dolor atroz se me instaló en las costillas. ¿Roger? ¿Roger me había utilizado? La paliza me había insensibilizado. Me obligué a poner un pensamiento detrás de otro, pero el esfuerzo era como uno de esos sueños en los que uno corre y corre pero no llega a ninguna parte.

Von Loringhoven regresó a su asiento, con la petulancia que le otorgaba la certeza de haber logrado que me desmoronara. Algo en su precipitación me hizo sospechar. A medida que me repetía el nombre de Roger en mi interior, me inundaron las imágenes del trabajo que habíamos llevado a cabo juntos. Roger nunca traicionaría a la red por la que había trabajado con tanto esmero, ni siquiera bajo tortura. En una ocasión, me había mostrado la pastilla de cianuro que guardaba en el bolsillo por si lo atrapaban y se sentía en peligro de «revelar secretos de vital importancia». Además, si Von Loringhoven lo había descubierto «todo», ¿por qué no había empleado el verdadero apellido de Roger?

«Está mintiendo -pensé-. Está suponiendo que si pienso que todo está perdido para la red, le diré todo lo que sé». Aquella idea me proporcionó a lo que aferrarme a pesar del dolor abrasador. Tenía que burlar a Von Loringhoven en su propio juego. Traté de emular a Roger cuando se encontraba bajo presión: ralenticé la respiración, tranquilicé mis emociones, traté de centrarme en lo esencial.

– ¿Entonces lo sabe todo sobre Bruno y Kira? -gimoteé-. Los operadores de radio que llevé a Burdeos.

Los ojillos de Von Loringhoven bailotearon sobre mí.

– Sí -respondió-. Delpierre nos lo contó todo sobre ellos.

A pesar de lo atroz de mi situación, sentí ganas de echarme a reír. Lo oculté escondiendo la cabeza contra el hombro y simulando que sollozaba. El gran danés y mi gata tenían muchos talentos, pero hacer funcionar un aparato de radio no era uno de ellos. Y hacía años que yo no había puesto los pies en Burdeos.

Von Loringhoven alargó la mano y me dio unas palmaditas en el brazo.

– Quizá su visita aquí la anime a hacer elecciones más sensatas en el futuro -me dijo.

La voz del coronel me produjo picor en la piel. No me cabía la menor duda de que estaba en presencia del hombre más malvado que había conocido nunca, pero su tono casi era paternal.

Von Loringhoven llamó a los guardias, que me arrastraron de vuelta a mi celda. Más tarde, me dieron un poco de sopa aguada y unos trozos de pan duro. De nuevo a solas, tuve tiempo de pensar en lo que había sucedido. Von Loringhoven no me había hecho demasiadas preguntas sobre la red y ninguna sobre Odette y la pequeña Simone. Ni siquiera las había mencionado. Era cierto que me habían pegado, pero había oído que la Gestapo le quemaba los pies a la gente, les cortaba los dedos de las manos o de los pies y les sacaban los ojos. En comparación con aquellas torturas, yo me había librado con poco. Me pregunté si eso sería una buena señal o si me retendrían hasta que encontraran al agente Bruno y a la agente Kira en Burdeos… Podía entender por qué incluso los más valientes acababan por hablar en los interrogatorios. La incertidumbre y la espera debilitaban tanto o más que las palizas.

Cuando escuché al guardia abriendo la puerta de la celda a la mañana siguiente, el temor me inundó. ¿La paliza de hoy sería peor que la que había recibido ayer?

Levanté la mirada y vi a Camille Casal contemplándome. El guardia trajo una silla y le limpió el polvo con un pañuelo antes de permitir que Camille se sentara en ella. Se alisó la falda de seda sobre las piernas y le hizo un gesto con la cabeza al guardia para indicarle que podía marcharse. Tardé un momento en recuperarme de la sorpresa que me produjo su presencia allí. Sin embargo, adiviné por qué la habían enviado. Esperaban que, como ella era una «vieja amiga», pudiera sonsacarme más información.

– Estás perdiendo el tiempo, Camille -le advertí-. No sé nada sobre la red. Nunca me contaron nada.

Aquello no era estrictamente cierto; después de todo, conocía a madame Ibert y a madame Goux, a los médicos, a André y a mi familia en Pays de Sault. Pero estaba lista para morir antes que delatar a ninguno de ellos.

Camille se revolvió en su asiento y se echó su chaqueta sobre los hombros, como si acabara de darse cuenta del frío que hacía en mi celda. Yo estaba tan entumecida que apenas podía sentir nada.

– Tu actitud hacia los alemanes es lo que te ha traído hasta aquí, Simone -me dijo-. Ya saben que tú no eres más que un vínculo menor del movimiento de la Resistencia. Se han aprovechado de ti porque tú te has enamorado.

Su afirmación me dejó atónita. Me senté en el camastro de paja y me apoyé contra la pared. ¿Era posible que los nazis realmente desconocieran el alcance de mi implicación en la red? Quizá el doble agente había estado jugando con ellos, protegiendo su apuesta por ambos bandos.