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– Puedes combinar ambos paseos -me sugirió.

«En realidad no», pensé yo, sabiendo que no podría ir hasta el despacho de su abogado en la Rue Paradis y después dirigirme al teatro.

Al día siguiente, mientras estaba ajustándole la correa a Bonbon para nuestro paseo, tía Augustine me llamó para decirme que quería que le llevara una carta al farmacéutico. Esperaba que no fuera a hacer una costumbre de aquellos paseos que eran una combinación entre sacar a la perrita y hacerle sus recados. Después de dejar la carta en la farmacia, corrí hasta llegar a Le Chat Espiègle. Cuando alcancé el callejón, me dio un salto de alegría el corazón al ver que mi cajón estaba preparado para mí, junto con una jarra de agua para Bonbon. Tomé asiento y me eché un poco de agua en la palma de la mano para que Bonbon la lamiera. Sin embargo, después de esperar un cuarto de hora, nadie había llegado aún. Me apoyé contra el muro, tratando de contener la decepción. Me había presentado treinta minutos más tarde de la hora a la que había llegado las dos primeras noches y me los había perdido a todos. Cuando estaba a punto de levantarme y marcharme, la puerta de artistas se abrió de un golpe y me habló desde el interior una voz familiar:

– Pensé que no iba usted a venir.

Levanté la mirada y vi al portero sonriéndome.

– ¿Me los he perdido?

Asintió y me dio un vuelco el corazón.

– Siendo así, mademoiselle -me dijo-, le sugiero que pase usted adentro y contemple el espectáculo entre bastidores.

Pegué un salto, incapaz de creer lo que estaba oyendo. Me temblaron tanto las piernas que apenas pude moverme.

– ¡Vamos! -me animó el portero entre risas.

No necesitaba más invitación que aquella. Corrí escaleras arriba me interné a través de la puerta por donde había visto pasar a los demás antes que yo. Al principio, me sentí aturdida por el contraste entre la luminosidad exterior y la oscuridad del interior, pero tras unos segundos se me acostumbraron los ojos y vi que estaba en el hueco de una escalera atestado de sillones y paneles pintados con decorados de un baño turco.

– Me llamo Albert -me dijo el portero-. ¿Y usted es…?

– Simone. Y esta es Bonbon -le respondí, levantando a Bonbon delante de él.

– Encantado de conocerlas a las dos -me contestó, haciéndome un gesto para que le siguiera escaleras arriba y a través de un estrecho pasillo-. Pues ahora, Simone y Bonbon, es muy importante que ambas se estén muy calladas, porque si no la dirección del teatro se enfadará.

Apartó una cortina y me señaló un taburete situado bajo unas escaleras. Avancé entre más paneles de decorados, una lámpara de araña que se encontraba sobre un sofá roto y un cubo de arena, y después me acomodé en el espacio que había y coloqué a Bonbon sobre mi regazo. Me picaba la nariz por el olor a polvo y pintura, pero no me importó. Albert se presionó el dedo índice contra los labios y yo asentí, dándole a entender que mantendría mi promesa de estar callada. Él sonrió y desapareció.

Eché un vistazo a través de una rendija de la cortina y tuve que entrecerrar los ojos a causa de las deslumbrantes luces que brillaban como cuatro soles hacia mí. Descubrí que estaba en las cajas más cercanas al telón de fondo, que se trataba de una imagen de una estampida de búfalos a través de una llanura. En la distancia, un vagón de tren serpenteaba paralelo a un río. Desde donde me encontraba, también veía el escenario y el foso de la orquesta, y, más allá, las tres primeras filas de asientos. En el centro del escenario había un imponente tótem de madera que tenía unos primitivos rostros esculpidos a ambos lados. La orquesta estaba afinando los instrumentos y un hombre de piernas larguiruchas y un bigote con las puntas engominadas en forma de caracolillo se movía rápidamente de un lado para otro, gritándole a alguien que se encontraba en los bastidores frontales que cerrara el telón.

– ¡El público está a punto de entrar! -chilló, pasándose los dedos por su engominado cabello-. ¿Qué quieres decir con que la cuerda está enredada?

Como respuesta, se escucharon varios gruñidos y un sonido de desgarro. Ambas partes del telón fueron saliendo bruscamente desde los bastidores, pero se detuvieron súbitamente dejando un metro de distancia entre ambas. Se oyeron más gruñidos desde el bastidor frontal, seguidos por una ristra de palabrotas.

El hombre alto contempló un punto fijo en el telón de fondo durante un instante antes de exclamar entre suspiros:

– ¿Qué quieres decir con que no se cierran más? Te dije que debías comprobarlas durante el ensayo. Ahora es demasiado tarde como para engrasar los raíles.

Se oyó un ruido sordo y el decorado se tambaleó. Bonbon aulló, pero por suerte el ruido había sido tan fuerte que su eco ahogó el aullido. Le acaricié el lomo y miré por la rendija. El tótem se había caído hacia un lado. Dos hombres que llevaban monos de trabajo y martillos en los bolsillos traseros se apresuraron a salir al escenario para enderezarlo, fijando una sujeción en la base. Al hombre del bigote con florituras se le salieron los ojos de las órbitas y apretó los puños a ambos lados del cuerpo. Parecía a punto de explotar, pero cuando el tótem estuvo bien sujeto y los dos tramoyistas volvieron a los bastidores, dejó escapar una exhalación lenta y sibilante, levantó los brazos en el aire y gritó:

– ¡El espectáculo debe continuar!

El escenario se quedó a oscuras y yo me pregunté qué pasaría a continuación. Distinguí una fila de luces alrededor del foso de la orquesta y un círculo de luz producido por un foco que se encontraba en el bastidor frontal.

Después de un rato se oyeron unas voces. El sonido fue creciendo en intensidad. Moví la nariz intranquila. Observé a través de la rendija más allá del telón y percibí las siluetas de una fila de gente que se movía por los pasillos del patio de butacas e iba ocupando sus asientos. Unos minutos más tarde, una voz masculina resonó por toda la sala y el murmullo de las conversaciones se detuvo bruscamente.

– Señoras y caballeros, bienvenidos a Le Chat Espiègle…

Me recorrió un escalofrío por toda la columna vertebral hasta el final de las piernas. Bonbon se apretó contra mí y levantó las orejas. Un foco de luz se encendió en el escenario, delante del telón. El público aplaudió. La vibración del aplauso sacudió las tablas del suelo bajo mis pies e hizo que la lámpara de araña tintineara. La orquesta arrancó con una melodía romántica y un hombre ataviado con una camisa de rayas y una boina se metió bajo el foco. Se volvió y pude ver su perfil. Llevaba el rostro cubierto de maquillaje blanco, y los ojos y la boca pintados de negro. Levantó la mano y simuló que estaba oliendo una flor. Tras contemplarla con admiración, se la ofreció a unos transeúntes imaginarios. Ya había visto antes mimos en la feria de Sault, pero este era más convincente. Cada vez que recibía una negativa al ofrecimiento de su flor, dejaba caer los hombros e inclinaba la cabeza de tal manera que me transmitía perfectamente su desilusión. No podía ver sus expresiones faciales, pero el público estallaba en carcajadas y pateaba el suelo por su actuación, que terminó cuando uno de los transeúntes invisibles aceptó la flor y el mimo se fue dando saltitos hacia el patio de butacas.

Los instrumentos de percusión iniciaron una explosión de tambores y cascabeles. El telón se abrió por completo y la luz inundó el escenario. Oí una estampida por la escalera que se encontraba sobre mi cabeza y el escenario se llenó de coristas vestidas como indias americanas. Llevaban medias de color tostado que resplandecían bajo las luces y el pelo peinado en largas trenzas, que oscilaban a ambos lados de sus rostros mientras saltaban y hacían cabriolas alrededor del tótem, entonando un grito de guerra. El público se puso en pie y las vitoreó. Algunos silbaron y otros las abuchearon. Gracias a que las luces ahora eran más potentes, podía ver mejor que antes al público. Casi todos eran hombres embutidos en trajes y sombreros oscuros o marineros, pero también había alguna que otra vistosa mujer vestida de lentejuelas y plumas, y media docena de hombres que parecían bastante fuera de lugar, ataviados como monsieur Gosling. En el escenario, el baile se volvió más frenético. Los guerreros indios llegaron en canoa, pero las indias les superaban en número y los derribaron para robarles los mocasines.