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– Primero te negaste a actuar en París -continuó Camille y su voz resonó por toda la celda-. Te mostraste difícil con la Propagandastaffel, desairaste la hospitalidad del coronel Von Loringhoven en Maxim's y después te negaste a compartir con él un compartimento de tren.

Mi lenta, hambrienta y sedienta mente trató de seguirle el ritmo a la luz de los nuevos acontecimientos. ¿Estaba en prisión porque había herido los sentimientos de un nazi?

– ¿Por qué estoy aquí? -le pregunté.

– Para que te enfrentes a tus propias responsabilidades -me respondió Camille, como si le estuviera reprendiendo a un niño rebelde-. Eres una artista muy famosa.

Percibí que estaba hablando tan alto para que la oyera el guardia del corredor. Pero ya había confirmado lo que yo estaba pensando: no me habían encarcelado por mi implicación con la red ni porque hubiera tratado de sacar a escondidas a dos judías de París. Eso no hizo que su afirmación me sorprendiera menos.

– ¿Qué es lo que quieres, Camille?

Camille bajó la voz.

– Quiero ayudarte. Al coronel Von Loringhoven le gustaría hacer algo especial para contentar al general Oberg y que coincida con los desfiles de la victoria a finales de este mes. Ha sugerido que celebrar un concierto de la esquiva Simone Fleurier sería muy adecuado. «Cuando el mundo piensa en París, se imaginan la Torre Eiffel, la gastronomía, el amor y a Simone Fleurier», dijo. Te necesitan para poner de su parte a la gente.

Se me hizo un nudo en el estómago. Querían utilizarme del mismo modo que habían utilizado a Pétain, para hacerle más agradable al pueblo francés sus despreciables políticas. Karl Oberg era el responsable de las SS en París. Bajo su mando estaba Theodor Danneker, el oficial de las SS que supervisaba la deportación de los judíos. Yo me había negado a cantar para los alemanes desde que ocuparon París y no tenía intención de hacerlo ahora. Oberg y Danneker eran tan diabólicos como los pilotos que habían masacrado a aquellos niños belgas. Eran asesinos despiadados. ¿Qué mensaje estaría enviando si cantara para ellos?

– ¡¡¡No!!! -exclamé.

Podían torturarme para sacarme nombres, pero de ninguna manera iban a obligarme a cantar.

Los ojos de Camille se estrecharon y me agarró con fuerza del brazo.

– Ya te lo he dicho, estoy intentando ayudarte. No pareces entender la situación, Simone. Si te niegas, te fusilarán.

– Entonces tendrán que fusilarme -le respondí.

El tono de convicción de mi voz me sorprendió tanto como a Camille. No era valentía lo que me hizo decir aquello. Era el pensamiento de vivir habiendo hecho algo tan cobarde sin ninguna buena razón excepto la de salvar mi propio pellejo.

Camille se levantó de la silla y se paseó por la habitación.

– Oh, ¡ya estás otra vez! ¡Eres tan santurrona, Simone! Siempre lo has sido. Mírate, ahí sentada con el pelo enredado y la ropa sucia. Mira en lo que te has convertido. ¡Mira adónde te ha llevado tu mojigatería!

– Pues mírate tú, Camille Casal -le recriminé-. Mira en lo que te has convertido tú: ¡eres una puta de los nazis!

Nos miramos fijamente la una a la otra. Se me ocurrió que era extraño que Camille y yo hubiéramos llegado hasta ese punto: dos rivales con lealtades opuestas enfrentándose en una celda de una prisión. ¿Quién habría predicho tal cosa en la época en la que se nos consideraba solamente rivales sobre el escenario? No obstante, ya nada era normal.

Camille apretó los puños, pero le temblaron las manos.

– Quizá no me juzgarías tan duramente si te dijera que el padre de mi hija era judío -susurró-. Y, de momento, nadie lo sabe.

A medida que escuchaba a Camille, me di cuenta de algo. Los alemanes no podían fusilarme. Si estaban perdiendo el apoyo del pueblo francés, ¿de qué les serviría ejecutar a un respetado icono nacional como yo? Aunque Maurice Chevalier estaba actuando en París, había evitado actuar en Alemania, a pesar de las repetidas veces que se lo habían pedido. Y, además, su esposa era judía. Empecé a comprender la fuerza de mi poder de negociación.

Me puse en pie lo mejor que pude, cojeé hasta la silla de Camille y me senté en ella.

– La mujer y la niña que detuvieron conmigo…

– Han sido enviadas a Drancy. Las deportarán a Polonia.

Se me cayó el alma a los pies. Así que habían descubierto a Odette y a la pequeña Simone. Drancy era un campo de detención francés que tenía muy mala reputación por su crueldad. Rememoré el agónico instante en el que atraparon a Odette en la estación. Tuve que decidir si debía dejarla a su suerte o si podía servir a otra causa. Eso ya lo había hecho una vez. ¿Podía abandonarla de nuevo? Cerré los ojos. Me encontraba de pie junto al borde del abismo. Tenía la posibilidad de salvar a mi amiga y a su hija, pero eso supondría traicionar a mi país para ello.

– ¿Pueden salvarse? -le pregunté a Camille.

– No -respondió, cruzándose de brazos-. Las órdenes vienen directamente de Alemania.

Abrí los ojos y la miré.

– ¿Pueden salvarse si accedo a cantar?

Camille me sostuvo la mirada durante el tiempo suficiente como para que yo supiera que ahora sí nos estábamos entendiendo.

Capítulo 33

Al día siguiente de la visita de Camille una guardia me trajo un cuenco de sopa acuosa, una toalla y un vestido limpio. Más tarde, vino un médico a mi celda. Me lavó los cortes y diagnosticó que tenía varias costillas contusionadas y la rodilla dislocada. Me la colocó con un chasquido en su sitio, infligiéndome tanto dolor que si hubiera sido un agente de la Gestapo estaba segura de que le habría confesado lo que me hubiera pedido. Cuando el médico se marchó, los guardias me llevaron ante el coronel Von Loringhoven.

– Ya me he enterado de que ha entrado usted en razón -comentó.

– He hecho un trato -le recordé.

Puede que me hubiera convencido para cantar, pero quería que tuviera presente que no lo hacía por voluntad propia.

Ignoró mi comentario y leyó una lista de condiciones. Iba a cantar en el Adriana, que, por lo que sabía, ahora lo dirigía un colaboracionista francés. Tenía que ponerme un vestido de noche negro y no podía bailar ni cantar nada «subido de tono». Aunque hubiera aceptado bailar, cosa que no había hecho, me habría sido imposible con la rodilla herida. Para mi sorpresa, me dejó escoger mis propias canciones, aunque tendría que autorizármelas la Propagandastaffel.

– Pueden acompañarla artistas de cabaré, pero no puede aparecer ninguna corista desnuda ni humoristas -concluyó Von Loringhoven.

Por lo que parecía, Karl Oberg carecía de sentido del humor.

– ¿Y mis amigas?

– Hemos sacado a la mujer y la niña de Drancy. Las mantendremos en otro lugar hasta que usted haya finalizado su actuación a mi entera satisfacción.

– Quiero que las libere antes de que yo cante -insistí.

– No está usted en posición de negociar -me contestó Von Loringhoven, adquiriendo un tono de voz más agudo-. Después de su actuación, las llevarán a Marsella y las embarcarán hacia Sudamérica. Francamente, para mí no representa ninguna diferencia, mademoiselle Fleurier. Muy pronto, Alemania dominará el mundo. Así que solamente les está dando un poco de tiempo a sus amigas.

Von Loringhoven tenía la misma actitud que los alemanes que habían permitido a Odette y la pequeña Simone viajar desde Burdeos hasta París. Pero yo ya había decidido que un poco de tiempo era suficiente por ahora.