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– Llamaré a un conductor para que la lleve a casa -me anunció, poniéndose en pie delante de su mesa-. Pero déjeme que le haga una última advertencia: debe usted fingir que va a cantar por voluntad propia. Si le dice a alguien que ha hecho usted un trato conmigo, sus amigas morirán. Y lo haré al estilo Vichy. Decapitaremos a la madre delante de la niña. Y después, la mataré también a ella.

No tuvo que añadir nada más. Puede que lo hubiera considerado un estúpido, pero, aunque lo fuera, también era peligroso. Cuando lo miré, vi que se había transformado en una bestia, un ser antinatural, sin la lógica o la circunspección normales. Me di cuenta de que sería perfectamente capaz de llevar a cabo su amenaza.

Me llevaron de vuelta a mi bloque de apartamentos en un BMW negro. El agente de la Gestapo que hizo las veces de chófer se pasó todo el viaje bostezando, apestando el ambiente del interior del coche con su aliento a tabaco rancio. Me pregunté si habría estado en pie toda la noche, moliendo a palos a alguien hasta matarlo.

Cuando detuvo el automóvil delante de mi apartamento, me abrió la portezuela del coche, me entregó un bastón y me arrastró hasta la puerta principal.

– Me voy a quedar aquí mismo -me advirtió, señalando el suelo de la acera-. La estaré vigilando. Veré quién entra y quién sale.

– Observó mi rodilla, dejó escapar una carcajada y me echó de nuevo su repugnante aliento en la cara-. ¡Pero usted no va a ir a ninguna parte con esa rodilla así!

Abrió el pestillo de la puerta y me empujó hacia el interior. El portal estaba a oscuras. Encendí la luz.

– ¿Madame Goux? -la llamé suavemente, pero no recibí respuesta.

Empujé la puerta del apartamento de monsieur Copeau. La secretaria y los médicos no estaban allí. Los muebles estaban vueltos del revés y había papeles esparcidos por todo el suelo.

– ¿Quién anda ahí? -preguntó una voz a mis espaldas.

Me volví para ver a madame Goux. Tenía los ojos amoratados y la nariz rota e hinchada.

– ¿Qué le han hecho? -Cojeé hacia ella y la agarré de los hombros. Tenía quemaduras de cigarrillo en la cara y en el cuello.

Se encogió de hombros.

– ¿Qué es lo que le han hecho a usted? Tiene un aspecto terrible.

Le conté el interrogatorio al que me habían sometido y le pregunté por los demás, aunque me daba miedo saber si todavía estaban vivos o si los habían matado.

– Los médicos se marcharon a tiempo. Madame Ibert recibió un aviso y se fue al sur, a la finca de su familia. Trató de enviarme un mensaje, pero yo caí directamente en la trampa. No obstante, no me han sacado ni una palabra. Simulé que era una anciana imbécil.

Tenía una quemadura cerca del ojo, que le estaba llorando. Le pasé el brazo por los hombros. No se me escapó la ironía de que antes de la guerra no soportaba a madame Goux. Y, ahora, me hubiera sentido desolada si algo le hubiera pasado.

– Necesitarán algo más que esto para acabar conmigo -me aseguró, ayudándome a montarme en el ascensor, que, por algún tipo de milagro, había vuelto a funcionar.

Unos días después de regresar a mi apartamento, escuché la voz apagada de un hombre hablando con madame Goux en el vestíbulo. La portera me había ordenado que no me pusiera en pie hasta que mi rodilla estuviera mejor, por lo que me encontraba tumbada en el sofá con la pierna apoyada sobre unos cojines. Traté de aguzar el oído para escuchar, intentando distinguir quién era aquel hombre.

– Solo vengo para quedarme un momento -dijo-. No quiero importunar. Les he dicho que yo iba a representarla para el espectáculo.

El concierto de las SS era una gran noticia por todo París. La Propagandastaffel no había perdido ni un minuto en hacer carteles publicitarios: «La luz más brillante de la ciudad canta para el Nuevo París». Lo que yo aún ignoraba, y posteriormente agradecí que madame Goux no me hubiera contado, era que extendida detrás de mi fotografía había una enorme bandera con la esvástica.

– Suba -le indicó madame Goux al visitante-. Necesita que alguien le levante un poco el ánimo.

Todavía tardé un instante en comprender que aquella voz era la de André. Nuestro trabajo en la Resistencia apenas nos había puesto en contacto directo más que en unas pocas ocasiones. La mayor parte de las veces nos comunicábamos a través de mensajeros. Si nos hubieran visto juntos, habrían comenzado los rumores que quizá habrían levantado las sospechas de Guillemette. El sonido de los pasos de André se fue acercando. Me alisé el cabello y me recoloqué el camisón. La puerta de mi apartamento estaba entornada por si acaso necesitaba llamar a madame Goux, pero André llamó de todos modos.

– Pasa -le dije.

– ¡Simone! -exclamó, apresurándose hacia mí-. Me alegra ver que estás viva. ¡He envejecido diez años de golpe preocupándome por ti!

Me quedé perpleja al verle aparecer. Con aquel traje verde azulado y la corbata roja, estaba muy guapo y elegante. Su cabello había adquirido un tono ligeramente más gris que la última vez que nos habíamos visto. Le aseguré que cada día tenía mejor aspecto. Me contempló con una mirada escrutadora y supe que estaba buscando una explicación de por qué había accedido a cantar para los nazis. Me dolía el corazón al imaginarme qué pensaría la gente de la red al enterarse de que los iba a traicionar. No me atrevía a pensar en cómo se sentiría Roger si lo descubría. Podía confiarle a André mi vida, pero el lema de nuestra red era: «Cuanto menos sepan los demás, mejor». Ninguno de nosotros podía asegurar al cien por cien lo que revelaría o no bajo tortura. Y después de la amenaza de Von Loringhoven sobre que iba a decapitar a Odette y a la pequeña Simone no podía correr el riesgo de confiarle a nadie mis razones.

– Sírvete algo de beber -le ofrecí, señalándole el mueble bar-. Y sírveme a mí un agua con gas.

Como yo pretendía, André me dio la espalda para dirigirse al mueble bar y coger los vasos del armario. Me alivió no tener que continuar mirándole a los ojos, teniendo en cuenta que me estaba sintiendo tan mancillada. Podía verle mientras preparaba las bebidas en el espejo que había colgado en la pared opuesta. Contemplar la línea de sus hombros y sus erguidas y anchas espaldas me provocó un dolor nostálgico que me sorprendió. Ahora que estaba prometida a Roger, había supuesto que aquellas sensaciones no volverían a producirse.

– ¿Cómo están tu esposa y tus hijas? -le pregunté, atónita por haber sacado el tema con tanta naturalidad.

Amaba a Roger con todo mi corazón y nunca lo traicionaría. ¿Por qué sentía la misma culpabilidad que experimentaría una esposa que estaba siéndole infiel a su marido?

– Todas están bien, gracias por preguntar -me respondió André, entregándome el agua y volviendo a su asiento-. Y ahora dime, ¿puedo hacer algo por ti?

– ¿Puedes averiguar qué ha sucedido con Roger Delpierre? -le pregunté-. Quiero saber si es verdad que lo han detenido.

André me observó fijamente pero no dijo nada.

– Sabes el hombre al que me refiero, ¿verdad? El primero que entró en contacto contigo cuando te uniste a la red.

– Sí -respondió André-, lo recuerdo.

Miró fijamente su bebida durante tanto tiempo que yo recordé la noche en el hotel Adlon cuando me contó su relación con su padre. En un momento dado André y yo habíamos bromeado sobre mis clases de idiomas y al momento siguiente se había puesto de un humor muy lóbrego. André levantó la mirada. Volvía a observarme con ojos escrutadores, pero esta vez la pregunta que bailaba en ellos era diferente. Paseó la mirada por mi cuello y mi silueta. Me desconcerté al ver entonces lo que no había presenciado en todos aquellos años desde que se casó con la princesa de Letellier. Un relámpago me atravesó el corazón. André Blanchard todavía me amaba.