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Tras una semana, se me pasó la hinchazón alrededor de la rodilla y recuperé un poco las fuerzas. Me di cuenta de que, si iba a actuar para «satisfacer» las expectativas de Von Loringhoven, necesitaba ensayar. Le envié una nota al director artístico del Adriana para decirle que tenía un piano en mi apartamento y que comenzaría a ensayar tan pronto como él me contratara a un pianista. Como no me tenía que probar ningún vestuario y preferí actuar sola, no me veía obligada a presentarme en el teatro hasta el ensayo final. Recibí su respuesta esa misma tarde, junto con un ramo de rosas tan enorme que el agente de la Gestapo tuvo dificultad para meterlo por la puerta. La nota decía:

Querida mademoiselle Fleurier:

Será un enorme placer que cante en el Adriana para celebrar la

unión entre Francia y Alemania en la Nueva Europa.

Máxime Gaveau

Rompí la nota por la mitad. Yo había trabajado con Martin Meyer, Michel Gyarmathy y Erté. ¿Quién era aquel advenedizo llamado Máxime Gaveau? Eché las flores en el fregadero de la cocina y después recordé que el agente de la Gestapo podría volver a mi apartamento, así que, en su lugar, las metí en un cubo.

La verdad era que la nota de Gaveau me había demostrado la gravedad de lo que estaba a punto de hacer. No podía desairarle cuando yo también había accedido a colaborar con los alemanes. Puede que él estuviera colaborando por su propia ambición egoísta, pero yo estaba prestando mi nombre público y mi rostro para legitimar el Tercer Reich. Y lo que era aún peor, como posdata a la nota, Gaveau me informaba de que mi actuación iba a ser retransmitida por Radio France, así que no solo se enterarían de mi traición los miembros de la Resistencia de París, sino los de todo el país.

Más tarde, aquel mismo día, madame Goux me llamó desde la planta de abajo para decirme que André estaba subiendo las escaleras para verme. Me dio un salto el corazón al pensar que podía traerme buenas noticias sobre Roger. Cojeé hasta la puerta y la abrí de un golpe. Sin embargo, la sombría expresión de André me golpeó como un puñetazo en el estómago.

– Será mejor que te sientes -me dijo-. Te serviré algo de beber.

Durante un segundo no pude moverme.

– No me tengas sobre ascuas -le dije.

André me agarró de los hombros.

– Roger Delpierre fue detenido en Marsella. Pero no habló. Así que lo fusilaron.

Miré a André fijamente. Como mucho, estaba esperando escuchar que Roger había sido detenido. Nunca había considerado la posibilidad de que pudiera estar muerto. Se me doblaron las rodillas. André me ayudó a llegar hasta el sofá. ¿Roger? ¿Fusilado? El aroma de la lavanda me envolvió durante un instante; sentí las caricias de Roger en mis muslos. «No le pongas barreras a la felicidad, Simone.»

André me cogió las manos. Sentí como si estuviera cayendo por un oscuro túnel. Recordé el primer viaje que Roger y yo habíamos hecho al sur junto con Ratón, el Juez y los demás. Todos nosotros habíamos estado juntos en aquella peligrosa misión, pero cada uno se había enfrentado a sus propios terrores personales a ser atrapados y ejecutados. Esa era la soledad que estaba sintiendo en aquel instante. André podía sostenerme todo lo firmemente que quisiera, pero no podría salvarme de que me hundiera en aquella pesadilla.

– Lo siento -me dijo, con los ojos llenos de lágrimas.

Sabía que, a pesar de la punzada de celos que había sentido la semana anterior, estaba siendo sincero.

– ¿Ha podido haber algún error? -le pregunté.

– Roger Delpierre era el responsable de la red -me respondió-. He comprobado la historia con dos contactos diferentes. A juzgar por lo que todo el mundo sabe, la noticia es cierta.

Pensé en Roger dormido, con los brazos cruzados sobre el pecho como las alas de un ángel, y traté de recuperar el control de mí misma. Roger era un verdadero militar, me habría dicho que todavía había una guerra que luchar y que era mi deber ser fuerte, independientemente del sacrificio. Me volví hacia André.

– ¿Y los niños y los soldados aliados que iban con Roger? ¿También los han atrapado?

André negó con la cabeza.

– Lo detuvieron a él solo. En un bar. Parece ser que actuó como señuelo para que los demás pudieran escapar.

Me sequé los ojos, pero fui incapaz de contener las lágrimas. Esto era lo que hacía la guerra. Nos arrebataba a las buenas personas. Uno de los pilotos a los que había acompañado para cruzar la línea me contó que había perdido a tantos amigos que no quería sentir cariño por nadie nunca más.

André me sirvió una bebida y después llamó a madame Goux, que estaba en el piso de abajo.

– Simone -me dijo, inclinándose para darme un beso en la mejilla-. Ahora tengo que irme, pero volveré a verte mañana. Lo mejor que puedo hacer para honrar la memoria de Delpierre es acabar lo que él empezó. Derrotar a los alemanes y ganar esta guerra.

Durante los días siguientes yací en mi dormitorio escuchando el sonido de mis pulmones, que luchaban por conseguir aire. André había dicho que la mejor manera de honrar la memoria de Roger era acabar lo que él había empezado. Pero yo había accedido a cantar para el alto mando de las SS. ¿Podía ser peor mi traición a Roger? En algún lugar entre el público estaría el hombre que había dado la orden de su ejecución. ¿De qué servía ganar esta guerra si yo había perdido a Roger? Había abierto unas puertas de mi corazón que yo creía cerradas para siempre. Después de amarle y perderle, ¿qué tipo de vida me quedaría por vivir? Miré fijamente el techo, las paredes, los muebles… Pero ninguno de ellos tenía respuestas para mí.

– Maman! -grité en mitad de la noche.

Dado que yo me encontraba bajo arresto domiciliario, le pedí a André que le contara a mi familia lo que había sucedido. Le rogué que les indicara, por su propia seguridad y por la de los agentes a su cargo, que no se pusieran en contacto conmigo.

– Diles a mi madre, a tía Yvette, a Bernard, a madame Ibert y a los Meyer que no pasa ni un solo día sin que piense en ellos.

Yo era un barco naufragando, haciendo aguas. Esta vez no había ninguna posibilidad de retirarme a la finca en busca de consuelo. Tenía que seguir navegando. Tenía que cantar por las vidas de Odette y la pequeña Simone.

Cuando madame Goux anunció que había llegado el pianista del Adriana para el ensayo, me quedé totalmente estupefacta al ver aparecer a monsieur Dargent por la puerta de la sala de estar.

No había cambiado ni lo más mínimo desde la última vez que lo vi en Le Chat Espiègle, hacía dieciséis años. Llevaba un traje blanco con un clavel rosa en el ojal y su bigotillo curvilíneo tan rígido y negro como siempre.

– ¡Monsieur Dargent!

– ¡Mire en lo que se ha convertido usted! -exclamó, alzando las manos-. ¡La muchacha extraña que bailaba como una salvaje!

– Traté de ponerme en contacto con usted un par de veces -le dije-, para agradecerle que me diera mi primera oportunidad. Pero nunca he logrado seguirle la pista.

Profirió una de sus risas estertóreas.

– He estado viajando -me explicó, tapándose la boca con la mano-, ¡huyendo de los acreedores!

Algo en sus maneras me hizo sentir incómoda. Le conduje hasta la sala de estar.

– ¿Así que es usted el pianista que me acompañará en los ensayos?

– No -replicó-. Soy el nuevo director del Adriana. Ahora me hago llamar Máxime Gaveau.

Se inclinó en una reverencia mientras hacía una floritura con la mano.

Se me hundió el alma a los pies. Era un vulgar colaboracionista. El titular legítimo de aquel cargo era Minot y aún podría ocuparlo de no ser por los nazis. Pero me recordé a mí misma que no le haría ningún favor a la Resistencia si demostraba mi ira.