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Monsieur Dargent se enderezó de nuevo y me entregó unas partituras.

– Estas son las canciones de sus espectáculos anteriores. He pensado que podríamos hacer una retrospectiva. Además, también he encargado que le escriban algunos números nuevos; tienen que ser aprobados primero por la Propagandastaffel. Eso nos proporcionará unos días para ensayarlos antes del espectáculo.

No me alegré al oír aquello. Ya era bastante humillante tener que actuar para el alto mando enemigo, pero nunca había tenido la intención de cantar propaganda alemana.

Cuando el paquete de canciones llegó varios días más tarde, lo abrí con sombría aprensión. Leí detenidamente las letras de cada canción. Para mi alivio, parecían bastante inofensivas. Sin embargo, una de ellas me llamó la atención porque era muy misteriosa:

Cuando mi amor se enfríe

te dejaré por el calor de África.

Mirarás hacia el este y también hacia el centro,

pero no me encontrarás en la oscuridad de África,

a menos que me traigas la luz de tu antorcha

Con el paso de los años había aprendido a leer música, por lo que toqué la melodía en el piano con un solo dedo. Era una tonadilla suave. Los alemanes no permitían nada de jazz, lo llamaban «música de negros». Los versos me resultaban evocadores. Traté de cantarla, intentando averiguar dónde debía poner más énfasis y dónde debía mantener el tono. Cogí una pluma y cambié el verso que decía: «A menos que me traigas la luz de tu antorcha» por «A menos que me traigas tu luz».

Monsieur Dargent vino a ensayar conmigo al día siguiente. Hojeó las partituras y frunció el ceño cuando vio la canción sobre África.

– Mademoiselle Fleurier, ¿no le dije que no cambiara ni una sola letra?

– No.

– ¿No le dije que la Propagandastaffel las había aprobado?

No lograba entender por qué se estaba poniendo tan frenético. Nada de lo que yo había alterado representaba ninguna diferencia en el significado de la canción. No recordaba que monsieur Dargent fuera tan puntilloso.

– Seguramente, la Propagandastaffel no podrá oponerse a estos pequeños cambios, ¿verdad? -le dije-. He cambiado la letra para que corresponda con la manera en la que quiero cantar la canción.

La expresión de su rostro se ensombreció. No logré interpretar aquello, pero parecía más de preocupación que de enfado. No añadió nada más, pero cuando se marchó tras el ensayo apenas le oí despedirse.

La reacción de monsieur Dargent me perturbó tanto que ensayé las canciones esa misma noche por mi cuenta, asegurándome de que no cambiaba ni una coma. Con el concierto a la vuelta de la esquina, y con las vidas de Odette y la pequeña Simone pendiendo de un hilo, no tenía ni la menor intención de oponerme a los nazis o, en su defecto, a los colaboracionistas.

Mi último ensayo en el Adriana tuvo lugar uno de esos lúgubres días en los que el cielo de París se cubre de nubes y lo tiñe todo de un fúnebre gris. Recorrí con la mirada el aterciopelado telón y el mobiliario art decó, los espejos y las puertas metálicas. La primera vez que canté allí, había temblado de pies a cabeza por los nervios. Entonces pensaba que lo más importante en el mundo era ser una estrella. Ahora no podía concentrarme en nada excepto en cuánto deseaba que se terminara la tortura de aquella noche lo más rápido posible. Y si me hubiera preguntado a mí misma si me sentía satisfecha por haberme hecho famosa, me habría contestado que hubiera deseado ser cualquier otra persona antes que Simone Fleurier, «la mujer más sensacional del mundo». Mi estrellato era un arma que los alemanes iban a utilizar contra Francia.

Me quedé en el teatro el tiempo justo para ensayar mis canciones. Monsieur Dargent me mostró el programa, pero no me interesaba qué iban a hacer los artistas en el resto de los números. Había unos trapecistas austríacos, «de fama mundial», según monsieur Dargent; una cantante de ópera, «la mejor de Alemania»; y una tropa de cantantes y bailarines de cabaré provenientes de Berlín. Era irónico que yo, con mi bronceado aspecto mediterráneo, fuera a protagonizar un espectáculo entre tantos perfectos especímenes de raza aria. Sin embargo, aquella era la incongruencia de la fama en Europa: yo era más conocida -y más venerada- que cualquiera de ellos.

Antes de la actuación de aquella noche me senté en el camerino para escuchar el crujido de los suelos de la oficina de monsieur Dargent, que se encontraba en la planta de arriba, y el ruido de la orquesta, que estaba afinando abajo. No había ninguna Kira para hacer las veces de mi amuleto de buena suerte, ni tampoco había ningún Minot para enviarme una botella de champán. Estaba sola. Sentarme en el camerino de la estrella protagonista me trajo recuerdos de Bonjour, Paris! C'est moi! Había sido el espectáculo más deslumbrante jamás visto en París. Los escenarios y el vestuario eran suntuosos y todas las coristas eran rubias, para que yo, tal y como Minot lo había formulado, «destacara entre ellas como una magnífica perla negra». Ahora, la perla negra actuaría delante de la bandera nazi. Apoyé la cabeza entre los brazos y me pregunté dónde estarían Odette y la pequeña Simone. ¿Sabrían que mañana iban a ser libres? Guardaría para siempre el recuerdo de los ojos verdes de Roger y de su determinación inquebrantable en lo más hondo de mi corazón. Pero esta noche tenía que procurar mantener su recuerdo en la esquina más recóndita de mi mente para poder pasar por lo que estaba a punto de hacer.

Sonó un golpe en mi puerta. Sabía que no se trataba de la ayudante de vestuario: solo iba a ponerme un vestido negro, así que no me hacía falta ayuda.

– ¿Quién es?

– Soy yo, Gaveau -respondió monsieur Dargent-. Necesito hablar con usted.

Todavía no me había puesto el vestido ni me había peinado. Me envolví un kimono sobre la ropa interior y abrí la puerta. Monsieur Dargent me empujó para abrirse paso y se sentó en el taburete de mi mesa de maquillaje. Le temblaban las manos y tenía el semblante pálido. Me pregunté por qué estaría tan agitado. No podía ser porque hubiera algo incorrecto en mi actuación, excepto porque a los alemanes pudiera no gustarles. Solamente había unas pocas canciones nuevas, no iba a bailar, no habría cambios de escenario, de atrezo o de vestuario. Ni siquiera iba a hacer mi entrada como de costumbre, descendiendo una escalinata, ni tendría que mantener el equilibrio sosteniendo sobre el cuello un complejo tocado. Y si la grabación de Radio France salía mal, aquello no era responsabilidad ni mía ni suya.

– ¿Qué sucede? -le pregunté, sirviéndole un vaso de agua de una jarra que tenía sobre mi mesa.

¿Quizá monsieur Dargent sentía que aquello le venía grande? Esa era su primera gran producción en el teatro desde hacía años y, por mucho que le tuviera cariño, sabía que no era ningún Minot.

– El otro día no tenía permiso para explicarle la situación -me dijo, bebiendo un sorbo de agua-. Pero ahora sí. Cantó usted las canciones perfectamente durante el ensayo, pero estoy preocupado por que se le ocurra cambiar algo durante la representación. Tengo que repetirle que debe cantar la canción de África tal y como está escrita.

Me incliné sobre el tocador. Estaba dándole demasiada importancia a la precisión de la letra, que en mi opinión no era tan importante como la música para cualquiera salvo para el letrista. Además, iba a cantar yo sola, así que tampoco corría el riesgo de retrasar a los cantantes que me acompañaran si cambiaba alguna palabra aquí o allá.

Monsieur Dargent se percató de que yo había fruncido el ceño y dejó escapar un suspiro.

– Podría usted arruinarlo todo -continuó-. Por eso, hemos decidido que es mejor contarle qué sucede. Las letras de esa canción son de vital importancia para el esfuerzo bélico.