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Me puse rígida. Ahora todo tenía sentido. Recordé la letra, tratando de descifrar qué querría decir. No era lo suficientemente específica para ser ningún tipo de propaganda. Cuando me concentré en ella, me sonó a algo parecido a una descripción de ubicaciones estratégicas. O quizá un código.

– ¿El esfuerzo bélico de quién? -le pregunté-. No tengo intención de ayudar a los alemanes de ningún modo.

A monsieur Dargent le brillaron los ojos.

– ¿De qué habla? -susurró-. Usted y yo estamos en el mismo bando. Cuando cante la letra de la canción de África, estará informando a la Resistencia de que los Aliados y la Francia Libre de De Gaulle están a punto de atacar. La Resistencia debe estar preparada, porque cuando los Aliados ataquen, los alemanes ocuparán también el sur de Francia. A través de Radio France, se transmitirá el mensaje mediante los operadores de radio a los maquis.

Le contemplé con recelo. Él era un colaboracionista. Me resultaba más fácil creer que cualquier mensaje que la canción contuviera lo hubieran introducido en ella los alemanes para confundir a la Resistencia, no para ayudarla.

– Me está usted utilizando -le espeté.

– Mon Dieu! ¿Por quién me toma? -maldijo monsieur Dargent, poniéndose en pie-. Usted y yo trabajamos para la misma red. -Se terminó el agua de un trago y negó con la cabeza con expresión de indignación-. Clifton ya me advirtió que me lo pondría usted difícil.

Me recorrió un escalofrío por la espalda. Al principio, no estaba segura de haberle oído correctamente.

– ¿Quién? ¿Quién ha dicho eso? -le pregunté ansiosamente.

Traté de mantenerme tranquila, pero no funcionó. Me temblaron las manos. Quizá Clifton era un apellido británico muy común.

Monsieur Dargent tragó saliva tan bruscamente que su nuez de Adán se le deslizó abajo y arriba.

– Se suponía que no debía decírselo. Se me ha escapado.

Corrí hacia monsieur Dargent y lo agarré por los brazos.

– ¿El capitán Roger Clifton? ¿Nombre código: Delpierre?

Monsieur Dargent cerró los ojos con fuerza. Yo le clavé los dedos en la piel.

– ¿El capitán Roger Clifton? ¿Nombre código: Delpierre? -repetí con voz aguda.

Monsieur Dargent me apartó de un empujón.

– Él me dijo que sería usted muy terca, mademoiselle Fleurier. Y tenía razón. Pero tanto para su propia seguridad como para la de él, será mejor que no le diga nada más.

Sentí una comezón bajo la piel. Durante toda mi vida no había habido más que una sola persona que se había referido a mí como «terca». Repentinamente, salí de un golpe de las tinieblas a la luz del sol. Me eché sobre monsieur Dargent de nuevo.

– ¡Roger está vivo! -exclamé-. ¿Cómo? ¿Dónde? ¿Cómo logró escapar de los nazis?

– Nunca le llegaron a atrapar -concedió monsieur Dargent-. Se enteró de que la habían capturado y volvió a París a por usted. El agente doble difundió el rumor de su detención y ejecución para confundir a la red.

– ¿Todavía está en París?

Monsieur Dargent negó con la cabeza.

– Se marcha esta noche a Londres en avión.

El director de escena alemán llamó a la puerta.

– ¡Diez minutos para la llamada a escena!

¿Solo diez minutos? No me había puesto el vestido ni me había peinado. Pero Roger era más importante que la actuación en ese momento. Estaba a punto de preguntarle a monsieur Dargent si podía hacerle llegar un mensaje a Roger antes de que se marchara de París, pero él levanto una mano.

– Ya está bien, mademoiselle Fleurier. Dese prisa y vístase. Que disguste usted a los alemanes no nos llevará a ninguna parte.

Me volví hacia el espejo. La felicidad bulló en mi interior. ¡Roger estaba vivo! Absorbí todas las sensaciones de mi cuerpo, desde el cosquilleo de los dedos de los pies hasta la sangre que corría veloz por mis venas. Deseaba levantar los brazos bien alto y pregonar las buenas noticias a todo aquel que quisiera escucharlas, aunque, por supuesto, no podía hacer tal cosa. Roger estaba vivo y me había hecho un regalo: ¡iba a ayudar a la Resistencia, no a traicionarla!

– Bonjour, Paris! -entoné y saludé con la mano, introduciéndome en el escenario por uno de los bastidores.

Los alemanes aplaudieron. Más allá de los focos, podía ver las filas de negros uniformes de las SS que se expandían por todos lados hasta los palcos, como cientos de arañas que esperaban en sus agujeros. Pero por muy repulsivo que fuera mi público y a pesar de lo que representaran, no podía contener la luz que brillaba en mi interior. Me recorría las piernas y la columna vertebral. La alegría que me producía era tan cálida que pensé que en cualquier momento acabaría por arder.

«¡Soy yo! Esta noche, de entre todas las noches, las estrellas saldrán y brillarán. Brillarán para que las vea todo París.»

El técnico de grabación de Radio France estaba sentado en el foso de la orquesta. Le dediqué una sonrisa, la más amplia que le había dedicado nunca a un colaboracionista. Él y yo éramos camaradas esa noche. Él no lo sabía, pero ambos les estábamos cantando las buenas noticias a la Resistencia.

A los alemanes les estaba gustando tanto lo que veían que volvieron a aplaudir. A pesar del dolor que aún sentía en las costillas por la paliza de la Gestapo, mi voz nunca había sonado tan potente. Mi alma cantaba junto a ella. Aquella era la cumbre de mi vida; uno de esos momentos en los que el telón se abre y uno de repente sabe que lo que está haciendo es para lo que ha nacido, que está cumpliendo su objetivo en este mundo. En ese momento, sí que me sentí feliz por ser Simone Fleurier y me emocionó que los Aliados pudieran hacer uso de mí.

El coronel Von Loringhoven estaba sentado en un palco junto a Karl Oberg y Camille. La orquesta comenzó a tocar La bouteille est vide y yo dirigí mi voz hacia ellos.

Cuanto más consigues,

más quieres;

quieres más y más,

y luego todo se va

Karl Oberg sonrió y profirió una carcajada autosuficiente. Von Loringhoven le miró de reojo y luego volvió a mirarme a mí. Se acomodó en su asiento, satisfecho consigo mismo. «Sonreíd, sonreíd mientras podáis -pensé-. Muy pronto se os terminará la suerte».

¡La! ¡La! ¡Bum! Aquí viene Jean

en su nuevo Voisin.

¡La! ¡La! ¡Bum! Y pregunta: «¿Qué haces?».

¿Qué le puedo decir?

¡La! ¡La! ¡Bum! ¿Que estoy tendiendo la ropa?

Tenía ganas de echarme a reír por la comicidad de todo el asunto. Durante la canción del Voisin me sentí tan aturdida que tuve que recordarme a mí misma que no debía parecer tan complacida porque quizá eso levantaría las sospechas de Von Loringhoven. Canté mis canciones de tango con toda la carga trágica y la congoja que se merecían, pero la única manera en la que pude sonar auténtica fue pensando en lo que había ocasionado principalmente que comenzara mi trabajo en la red: la masacre de los niños belgas.

Sin embargo, el gran final fue el momento más importante de todos.

Cuando mi amor se enfríe

te dejaré por el calor de África.

Mirarás hacia el este y también hacia el centro,

pero no me encontrarás en la oscuridad de África,

a menos que me traigas la luz de tu antorcha

Canté aquellas palabras con todo mi corazón. Los encandilados soldados de las SS que me contemplaban boquiabiertos debían de estar convencidos de que la estaba interpretando para ellos, pero cuando miré hacia el público ni siquiera los vi. Estaba cantando para Roger, para Odette y la pequeña Simone, para mi familia, para monsieur Etienne y Joseph, para el general De Gaulle, para Minot y Ratón y el Juez, para André y todos los miembros de la Resistencia. Cantaba por mi padre y por Francia. No me permití a mí misma pensar en los hombres que tenía delante, muchos de los cuales habían torturado y ejecutado a miembros de la Resistencia.