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Aunque odiaba a aquellos hombres de las SS con todo mi ser, ellos me adoraban. Cuando terminé la canción, el público se puso en pie para aplaudirme. Hice una elegante reverencia y me deslicé entre bastidores.

– ¡Bravo! -gritaban-. ¡Otra! ¡Otra!

Monsieur Dargent estaba de pie entre bambalinas. Intercambiamos una sonrisa. El público jaleó y aplaudió con más fuerza.

– ¡Vamos! -me animó monsieur Dargent-. Es usted la artista. Dele a su público lo que desea.

Corrí de vuelta al escenario y me detuve frente al fondo del que colgaba una enorme esvástica. Canté la canción de África toda entera de nuevo.

El público aún gritaba para que siguiera cantando cuando el telón cayó después del quinto bis. Si hubiera caído muerta allí mismo, lo habría hecho siendo la mujer más feliz del universo.

Capítulo 34

En noviembre, los Aliados atacaron los enclaves del Eje en el norte de África. La operación fue todo un éxito, y dio a las fuerzas una base para rescatar no solo a Francia sino también a Italia. Cuando André nos comunicó las noticias, madame Goux y yo nos abrazamos, presionando la una contra la otra nuestras húmedas mejillas llenas de lágrimas y riéndonos de la alegría. En medio del manto de oscuridad que había cubierto nuestras vidas, una llama de esperanza volvía a brillar. Por supuesto, entonces no éramos conscientes de que los Aliados tardarían otros dos años más en entrar en Francia y que la vida se iba a poner aún más difícil antes de mejorar.

Tal y como monsieur Dargent había predicho, los alemanes se apresuraron a pasar la línea de demarcación y ocuparon el sur de Francia para «defendernos» contra el enemigo. A medida que aumentaba la moral entre los miembros de la Resistencia y que Gran Bretaña y De Gaulle redoblaban sus esfuerzos para armar a los maquis como preparación para una invasión aliada, la represión de los alemanes se volvió más brutal. Se formó la Milicia: un ejército francés a las órdenes de la Gestapo formado por los peores elementos de la sociedad, entre los que se incluían delincuentes que habían intercambiado su condena de prisión por la posibilidad de perseguir a los miembros de la Resistencia.

Se empezó a sospechar de André y de su esposa y, para evitar comprometer la seguridad de la red, André tuvo que cortar lazos con la organización, aunque todavía realizaba muchos pagos mediante su hermana Veronique, que vivía en Marsella. Puesto que André ya no podía actuar como informante intermediario, dejé de recibir noticias de Pays de Sault. Sin embargo, André sí tenía acceso a una radio en una de sus fábricas, y por la BBC supimos que los rusos habían avanzado, obligando a los alemanes a replegarse hacia Berlín. Puesto que la gente dentro de los países que conquistaban se había mostrado dispuesta a cooperar con ellos, los nazis esperaban que sus países satélites se organizaran en gran parte de manera autónoma. Aunque no se habían equivocado en muchos aspectos, no habían contado con la pasión de la Resistencia no solo en Francia, sino en Austria, en Dinamarca, en Polonia, en Bélgica, en Holanda, en Checoslovaquia, en Italia, en Noruega e incluso en la propia Alemania. El conde Kessler se habría sentido orgulloso de los jóvenes alemanes y alemanas que estaban luchando con valentía en el mismísimo ojo del huracán. Incluso aunque desgraciadamente fueran pocos, los rebeldes clandestinos estaban listos para luchar hasta la muerte, una prueba de que a veces la pasión podía tener más peso que el poder.

Durante el último año de la guerra, me despertaba cada mañana por el chisporroteo escalofriante de los tiroteos. Por cada soldado alemán al que mataba la Resistencia en París, se llevaban a diez prisioneros franceses, muchos de ellos de la Resistencia también, al Bois de Boulogne y se les fusilaba allí. Aunque los miembros de la Resistencia siempre habían sabido que podían pagar su patriotismo con sus propias vidas, el terror se apoderó de París cuando los alemanes comenzaron a quedarse sin miembros de la Resistencia encarcelados y empezaron a detener a civiles.

Todos los días, cuando madame Goux iba a comprar nuestras raciones de comida acompañada por un agente de la Gestapo, leía las notificaciones de los fallecidos pegadas en la pared de la panadería. Así fue como nos enteramos de la ejecución de madame Baquet, la propietaria del Café des Singes. Madame Baquet estaba esperando en el Hotel de Ville para renovar sus papeles de trabajo cuando los agentes de la Gestapo entraron a la carrera, empeñados en vengarse por un acto de sabotaje llevado a cabo por la Resistencia. Ya habían vaciado la comisaría local de prostitutas, ancianos indigentes y maridos borrachos, pero aun así no tenían suficientes personas para llenar su cupo de fusilamientos. Por eso, detuvieron a los civiles que estaban en el vestíbulo: un estudiante, dos amas de casa, un médico, una bibliotecaria, un abogado y madame Baquet. A la mañana siguiente, aquel corrillo de gentes aterrorizadas fue conducido entre la moteada luz de los árboles del bosque. Nunca volví a poner el pie en el Bois de Boulogne después de enterarme de aquel incidente, pero se rumoreaba que las marcas de los balazos todavía se veían en los troncos de los árboles circundantes muchos años después.

En verano de 1944 la marea ya no pudo contenerse durante más tiempo. André logró traerme a escondidas un transmisor de radio desmontado, burlando a los guardias apostados en el exterior de mi apartamento, y juntos escuchamos la voz bronca de De Gaulle anunciando: «Este será el año de su liberación». Por fin algo estaba sucediendo.

París comenzó a tener el aspecto de una ciudad en guerra. Los camiones alemanes salieron a toda prisa de la ciudad y pocos días más tarde regresaron cargados de soldados heridos. André y yo nos encontramos de nuevo para escuchar la BBC, pero esta vez la señal estaba bloqueada. La comida empezó a escasear, no había leche ni carne en ninguna tienda. El abastecimiento de gas y electricidad estaba restringido a ciertos momentos del día. El métro dejó de funcionar. Fue monsieur Dargent quien nos comunicó la emocionante noticia de que los Aliados habían desembarcado en Normandía y de que estaban haciendo retroceder al ejército alemán.

Hacia agosto quedó claro que los alemanes estaban perdiendo la guerra. Dejaron de ser la orgullosa fuerza militar que había entrado en París. Como la mayoría de los soldados estaban siendo evacuados, los que se quedaron atrás para proteger la retaguardia se movían de aquí para allá en grupos, aterrorizados por lo que pudiera sucederles si se separaban de su unidad. Sus funcionarios y sus organizaciones auxiliares formadas por mujeres fueron evacuados en autobuses. Madame Goux me relató la historia de un autobús cargado de alemanas, esposas de militares, que decían adiós con la mano, con lágrimas en los ojos, a los parisinos que pasaban por la acera, que a su vez se preguntaban qué sucedía. El gesto de despedida de madame Goux fue llenarse la boca con toda la saliva que pudo y proyectarla hacia el parabrisas del autobús. No obstante, el detalle más significativo de aquella historia era que el soldado alemán que la acompañaba no le había dicho ni una palabra.

En mitad del mes de agosto, surgieron rumores de que los Aliados habían desembarcado en el sur y que, con la ayuda de los maquis, estaban persiguiendo a los alemanes y a la Milicia para que salieran de sus reductos. Los policías parisinos, aprovechando la ocasión para limpiar cuatro años de vergüenza, se quitaron los uniformes, pero se quedaron con sus armas. El número de integrantes de la Resistencia activa aumentó enormemente. Puede que a los policías les hubieran encargado la tarea de entregar París al ejército alemán en 1940, pero ahora estaban ansiosos por mostrarle la puerta de salida al enemigo.