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Madame Goux y yo nos abrazamos con fuerza en mi apartamento mientras escuchábamos el intercambio de tiroteos entre los alemanes y la Resistencia. Mantuvimos una vela encendida, aunque no era fácil conseguirlas, y rezamos por París y por los hombres y mujeres que estaban muriendo. Los franceses tomaron las calles, no solo en nuestro vecindario, sino también en la orilla izquierda y en los suburbios. Construyeron barricadas para detener a los alemanes que escapaban o que patrullaban la ciudad en tanques. Madame Goux y yo rasgamos unas sábanas para hacer vendas para la Cruz Roja y los soldados alemanes que nos vigilaban ahora que la Gestapo había huido nos permitieron llevarlas al hospital. Obligadas por la Convención de Ginebra, las enfermeras de la Cruz Roja estaban atendiendo tanto a los miembros de la Resistencia como a los alemanes.

Entonces, una calurosa noche de agosto mientras yo estaba tomando un baño, cesó el fragor de la batalla. El silencio tras tanta violencia resultaba desconcertante. Un momento después, comenzaron a sonar las campanas de Notre Dame. Me sequé y me envolví en un kimono. Corrí a la ventana y abrí los postigos de un golpe. Las campanas de Saint Séverin se unieron a las de Notre Dame y yo me asomé a la noche, preguntándome qué habría sucedido. Las luces de los edificios cercanos al Sena se encendieron, parpadearon y volvieron a apagarse. De repente, las campanas de Saint Jacques, de Saint Eustache y de Saint Gervais comenzaron a resonar en mitad de la noche.

Corrí escaleras abajo para encontrar a madame Goux de pie en el portal, con el rostro demacrado y los ojos abiertos como platos.

– ¿Qué significan esas campanas? -me preguntó.

Fue entonces cuando me percaté de que los dos soldados alemanes que nos vigilaban habían desaparecido. Bajé corriendo el tramo de escaleras que me faltaba para llegar abajo y rodeé entre mis brazos a madame Goux. Sabía que nunca jamás olvidaría aquel momento. El abrazo que intercambiamos me hizo daño en las costillas, pero me inflamó el corazón.

– ¡Significa que los Aliados han ganado la guerra! -exclamé-. ¡París es libre!

Durante la primera ola de euforia parecía que nuestra alegría duraría eternamente. Las banderas tricolor ondeaban en las ventanas y las puertas, algunas de ellas habían sido elaboradas precipitadamente con cualquier cosa que estuviera a mano: un mantel blanco, una chaqueta roja, una camisa azul… A pesar de los restos de cristales que se amontonaban en las calles y de las balas perdidas disparadas por los soldados alemanes que aún no habían recibido aviso de su capitulación, no podíamos quedarnos en casa durante más tiempo. El aire estival se llenó de la conmovedora melodía de la Marsellesa, que en su momento se había prohibido, pero que ahora se cantaba en cada esquina.

Caminé por todas las calles de París, igual que cuando llegué por primera vez en los años veinte, pero a medida que pasaba por delante de los cafés y de los grupos de gente que se arremolinaba alrededor de los monumentos o de los tanques aliados plagados de flores, fui cayendo en la cuenta de que nuestra felicidad era una especie de farsa. ¿Cómo podría París ser la misma? Había agujeros de bala en muchas de las fachadas de los edificios y las flores colocadas en las calles y en las aceras estaban allí para conmemorar el lugar en el que algún miembro de la Resistencia había dado su vida por Francia. «Aquí murió Jean Sauvaire, que luchó con valentía por su país.»

Sin embargo, lamentablemente había habido muy pocas personas que se hubieran resistido a la invasión. ¿Qué sucedía con aquellos que se habían quedado de brazos cruzados, o peor, que habían colaborado con los alemanes activamente? Ya había oído que a las mujeres que habían tenido amantes alemanes les rapaban la cabeza y las hacían pasear así por las calles, y se habían encontrado los cuerpos de algunos colaboracionistas flotando cabeza abajo en las aguas del Sena.

Se esperaba que el general De Gaulle hiciera su primera comparecencia oficial en París unos días después de que los Aliados hubieran entrado en la ciudad. Nos enteramos por la policía que patrullaba en los alrededores del Arco del Triunfo de que el general desfilaría esa tarde por los Campos Elíseos. Me sentía impaciente por ver al hombre que no había sido más que una voz incorpórea durante todos aquellos años de guerra, una voz que me había inspirado tanto que me había sentido dispuesta a arriesgar mi vida por su llamamiento.

Como el comedor y el balcón de mi apartamento daban a la avenida, invité a André y a monsieur Dargent a que se nos unieran para el almuerzo. Madame Goux y yo nos esforzamos por preparar el mayor festín que pudimos: tomates, un poco de lechuga mustia, pan y queso de cabra. Colocamos la mesa cerca de las puertas del balcón y la engalanamos con servilletas rojas, blancas y azules. Después de poner el champán en hielo, miré el reloj y constaté con sorpresa que André y monsieur Dargent llegaban media hora tarde. Me sorprendió especialmente por parte de André, que normalmente era tan puntual.

– ¡Mire esto! -exclamó madame Goux, llamándome desde el balcón.

Desplegó una bandera tricolor que había logrado tejer de alguna manera durante los últimos días. Me eché a reír al ver aquella bandera de lana, cuyas esquinas se rizaban sobre sí mismas.

Estaba a punto de ofrecerle algo de beber cuando oímos unos violentos golpes en la puerta que nos sobresaltaron a ambas. Corrí hacia el recibidor y pregunté:

– ¿Quién es?

Sin embargo, el visitante respondió golpeando brutalmente de nuevo la puerta. Estaba claro que no podían ser ni André ni monsieur Dargent.

– Yo abriré -dijo madame Goux, quitando el pestillo antes de que pudiera detenerla.

Abrió la puerta y tres hombres armados se apresuraron a entrar: uno de ellos blandía una metralleta como si estuviera esperando encontrar un apartamento lleno de alemanes. Iban sin afeitar y despedían un olor a sudor rancio, pero llevaban pintado el orgullo en sus duras facciones. Contemplé los brazaletes de las FFI que llevaban sobre las mangas de las camisas. Eran hombres de De Gaulle, pertenecientes a las Fuerzas Francesas del Interior.

– Pasen -les dije, suponiendo que debían de estar buscando lugares estratégicos en los que colocarse para detectar a posibles francotiradores sobre los Campos Elíseos. Algunas personas habían considerado prematuro que De Gaulle desfilara al aire libre cuando todavía había grupos insurgentes resistiendo en la ciudad. Sin embargo, el general había insistido en dar la enhorabuena a los ciudadanos de París por su contribución en la liberación.

– Por favor, utilicen los balcones o ventanas que necesiten. Y sírvanse la comida que quieran. No tenemos mucha, pero están ustedes invitados.

Un destello de sorpresa se pintó en el rostro del soldado que estaba más cerca de mí.

– ¿Mademoiselle Fleurier? -ladró.

– Sí, soy yo.

Me desconcertó la ferocidad de su voz.

– Por orden de la policía de París, queda usted detenida -anunció-. Tiene usted que acompañarnos inmediatamente.

Me quedé inmóvil. Me sentí demasiado estupefacta como para asimilar sus órdenes. El soldado me miró fijamente desde arriba, como si yo le estuviera desafiando.

– Se la acusa de colaboracionismo y por esa razón tiene que acompañarnos a la comisaría.

Observé a madame Goux, cuya expresión boquiabierta demostraba que estaba tan sorprendida como yo.

– Está usted de broma, ¿verdad? -exclamó-. Mademoiselle Fleurier no es una colaboracionista. Ella ha formado parte de la Resistencia. Ha estado oponiéndose a los alemanes desde el momento en que ocuparon París. ¿Por qué si no la iban a tener bajo arresto domiciliario?