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El soldado se encogió de hombros.

– Eso no es lo que dicen nuestros informes. Pero si es así, entonces podrá aclararlo todo en la comisaría.

Noté la cabeza ligera. Traté de pensar con claridad. Lo mejor que podía hacer era cooperar. No podían encontrarme culpable de colaboracionismo aunque hubieran logrado acusarme de ello, ¿verdad? Tenía que aclarar las cosas.

Cogí mi bolso del aparador y apoyé la mano sobre el brazo de madame Goux.

– No se preocupe -la tranquilicé-. Tiene que tratarse de algún error. Continúe con la celebración junto con los demás cuando lleguen. Estoy segura de que todo se aclarará y estaré de vuelta para tomar el té de la tarde con ustedes.

La comisaría a la que me llevaron aquellos hombres tenía el aspecto del andén de una estación ferroviaria. Los soldados marchaban arriba y abajo por el vestíbulo con pistolas a un lado mientras la policía comprobaba los papeles de los detenidos de ojos legañosos, muchos de los cuales parecían haber sido arrancados de entre las sábanas. Me condujeron a una fila de sillas y me hicieron sentarme junto a una anciana que llevaba puesto un camisón y unas pantuflas. Miré a mi alrededor la zona de espera y vi que Jacques Noir estaba sentado frente a mí, con la cabeza entre las manos. ¿Acaso me iban a confundir a mí con alguien como él? Noir había traspasado barreras: incluso había actuado ante Hitler en Berlín. Miré la hora de mi reloj. Si todo este malentendido se aclaraba rápidamente, podría volver a tiempo para ver el desfile.

Después de verificar mis papeles, me condujeron a una celda. Estaba llena a reventar con el grupo de mujeres más heterogéneo que había visto en mi vida. Al menos la mitad de ellas eran prostitutas, mientras que el resto tenían aspecto de tenderas y de amas de casa, excepto tres mujeres vestidas muy elegantes que se habían acurrucado juntas en un camastro.

– ¿Qué crees que van a hacernos? -gimoteó una de las mujeres, mesándose sus tirabuzones pelirrojos-. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué van a hacer con nosotras?

Me resultaba muy familiar y traté de ubicarla. Entonces me di cuenta de que era una de las mujeres contra las que había competido en el Concours d'élégance automobile, una antigua amiga de André. Él me había contado cuáles habían sido los tejemanejes que había llevado a cabo aquella mujer durante la guerra. Había encontrado un perverso placer en denunciar a miembros de la Resistencia y a judíos, incluida su propia ama de llaves. No lo hacía por la recompensa, nunca reclamaba el dinero. Lo hacía porque lo consideraba un juego divertido.

– Espero que te fusilen -le dijo una de las prostitutas-. A ver si nos dejas en paz de una vez.

Yo esperaba que la fusilaran por lo que había hecho y me sorprendió la vehemencia con la que me hirvió la sangre al pensar en ello. No me creía capaz de sentir tanto odio. Miré el reloj: eran casi las tres. El general De Gaulle ya habría emprendido su desfile.

Algo más tarde, un soldado abrió la puerta y dijo mi nombre. Por el modo en el que el resto de las mujeres tembló, bien podría estar llamándome para ponerme delante de un pelotón de fusilamiento. El soldado me condujo dos pisos más arriba hasta una sala de interrogatorios. Contemplé a un teniente de mandíbula firme sentado ante una mesa.

– Tome asiento -me indicó.

Hice lo que me dijo y el teniente leyó la lista de acusaciones contra mí. Sentí un cosquilleo en la piel ante las palabras: «Pasar información de la inteligencia al enemigo» y «traición». Aquellos eran cargos graves, mucho más que mero colaboracionismo, y estaban castigados con la muerte.

– ¿Quién me ha denunciado? -pregunté-. Ha tenido que haber algún error.

Me dedicó una mirada que indicaba que había estado escuchando aquellas palabras durante todo el día y que, por una vez, deseaba ver a alguien admitiendo su culpabilidad.

– No puedo darle nombres, pero usted actuó para los alemanes y los informes del Deuxième Bureau apoyan los cargos de traición.

Merde! Los informes que Ratón había «modificado». Pero ¿quién me había denunciado? ¿Una rival celosa intentando anotarse un punto?

– Yo trabajé para una red -le aseguré al teniente, tratando de sonar lo más tranquila y objetiva que pude, aunque su actitud había mermado mi confianza-. Acompañé a militares aliados y a soldados franceses a cruzar la línea de demarcación. Ayudada por mi portera, madame Goux, y mi vecina, madame Ibert.

– ¿Y dónde están ellas ahora? -me preguntó, anotando sus nombres en un trozo de papel.

Le contesté que madame Goux se encontraba en mi apartamento y que madame Ibert estaba en el sur.

– Todavía no podemos ponernos en contacto con el sur, pero haré que interroguen a madame Goux. ¿Cuál era el nombre de su contacto dentro de la red?

– Roger Clifton… Es decir, Roger Delpierre.

Detesté escuchar como me temblaba la voz. Comencé a comprender que quizá no sería tan fácil demostrar mi inocencia como yo había creído. Había asumido que Roger se habría puesto en contacto con el Ejecutivo de Operaciones Especiales o bien se habría unido a las Fuerzas Aéreas Británicas cuando regresó a Londres. Pero no le había visto ni había sabido nada de él durante casi dos años. La guerra había terminado en Francia, pero no era así en todas partes. Puede que pasaran meses hasta que Roger pudiera llegar hasta mí. Y con De Gaulle y Churchill luchando desde campos distintos, puede que las FH no supieran ni quién era.

El teniente me contempló evaluándome.

– ¿La línea Garrow-O'Leary? ¡Eso sí que es una buena reivindicación, mademoiselle Fleurier! Además de su portera, ¿conoce usted a algún otro francés que ocupe algún cargo de responsabilidad y que pueda responder por usted?

– Me introduje en la red después de que me lo pidieran dos miembros del Deuxième Bureau.

– ¿Y cómo se llaman?

Estaba a punto de decirle que Ratón y el Juez, cuando me di cuenta de que aquellos no eran sus verdaderos nombres. No tenía ni la menor idea de cómo se llamaban en realidad. Traté de explicárselo al teniente. Dejó escapar un suspiro y se reclinó en su silla.

– Si no sabe sus nombres, ¿hay alguien más?

– Sí -respondí-. André Blanchard.

El teniente me contempló fijamente.

– André Blanchard ha sido detenido y se le han imputado cargos muy graves. Suministró uniformes al ejército alemán mientras su cuñado fabricaba armas.

– André es un patriota -repliqué-. Dio dinero y ropa a la red. Sin su ayuda, no habríamos sido capaces de salvar a todos los militares a los que ayudamos.

Mi voz sonó mucho más convincente sobre la inocencia de André que sobre la mía propia. Aquello pareció impresionar al teniente.

– El tendrá derecho a un juicio justo, igual que usted -declaró, poniéndose en pie y abriendo la puerta.

Llamó a un soldado y se volvió hacia mí.

– Lo que me parece más increíble -comentó, frotándose las manos- es que durante la guerra nunca fuimos en París más de unos cientos de personas involucradas en la Resistencia. Pero en los dos últimos días, solamente en esta comisaría, hemos entrevistado a más de quinientos colaboracionistas reconocidos que han insistido en que ellos realmente trabajaban para la Resistencia. ¿Cómo puede ser eso posible?

Me llevaron a la prisión Cherche-Midi, el mismo lugar en el que me habían internado los alemanes. Aunque en esta ocasión no me dieron una paliza y sí me proporcionaron agua y comida adecuadas, me sentía mucho más aterrorizada que cuando me encarceló el enemigo. Esta vez era inocente y la gente que me estaba reteniendo era francesa. La nueva administración parecía decidida a perseguir y castigar a los colaboracionistas antes de que pudieran escapar. Cuando oí el repiqueteo de las balas a la mañana siguiente, me pregunté cuánto tiempo dedicaría la policía a reunir pruebas para apoyar la acusación de los cargos que pesaban sobre mí.