Después de un desayuno compuesto por pan y sucedáneo de café, un guardia me condujo al patio donde las internas hacían ejercicio. Había cerca de diez mujeres más aparte de mí allí, y al verlas se me revolvió el estómago. Les habían afeitado la cabeza y les habían tatuado esvásticas por todo el cuerpo.
Una muchacha temblorosa no llevaba puesta más que una camisola. Trató de cubrir su desnudez haciéndose un ovillo en una esquina. Yo todavía llevaba la ropa del día anterior, así que le di mi bufanda para que se hiciera una falda con ella. Me contempló y comprobé que no tenía más de quince años. Acostarse con el enemigo no era nada honroso, pero no me parecía el peor crimen del colaboracionismo. Para muchas mujeres, esa había sido la única manera de alimentar a sus hijos. Empresarios, como Félix y Guillemette, que habían ayudado a los esfuerzos bélicos de los alemanes, eran mucho peores. ¿Y qué pasaba con los políticos que habían abandonado la ciudad en primer lugar?
Había un soldado haciendo guardia a la entrada del patio. Me volví hacia él.
– ¿Para esto es para lo que he arriesgado mi vida? -le grité, señalando a la muchacha-. ¿Es esta mi amada Francia? Si lo es, ¡entonces es que no somos mejores que los nazis!
– ¡Cállese! -me advirtió.
Pero no me iba a acallar tan fácilmente.
– ¿Por qué están estas mujeres aquí? -voceé-. ¿Es porque no pueden ustedes ponerles la mano encima a los verdaderos colaboracionistas?
Noté que me estaba poniendo verdaderamente frenética y, a pesar de la pistola que sostenía en la mano, el soldado pareció alarmado. Otro de sus camaradas corrió hacia mí y me retorció el brazo a la espalda.
– Si no aprecias el aire libre, entonces te devolveremos adentro.
Me arrastró del pelo hasta mi celda. Por primera vez, se me ocurrió que lo que les había sucedido a aquellas mujeres podía pasarme a mí también. Simone Fleurier, afeitada y humillada, desfilando por las calles de París por haber cometido el crimen del colaboracionismo. El soldado le gritó al guardia que abriera la puerta de mi celda y me empujó hacia el interior. Di un traspié sobre la rodilla mala, que no se me había llegado a curar del todo. El soldado me recogió y me echó sobre el camastro de paja. Entonces, una vez hubo calmado su ira, se irguió y me dijo:
– Nosotros no les hemos hecho eso a esas mujeres. Fue la turba. Detestamos ese comportamiento y lo hemos declarado ilegal. Pero esas mujeres han sido denunciadas por otros y debemos investigar sus crímenes.
– Quizá los que están denunciándolas tienen ellos mismos mucho que esconder -repliqué.
Me miró fijamente, juzgándome.
– Puede que sí -admitió, antes de darse media vuelta y cerrar la puerta de la celda dando un portazo tras de sí.
Apoyé la cabeza en las rodillas. Y yo que pensaba que la guerra había terminado. Qué equivocada estaba.
Todavía seguía en prisión una semana más tarde cuando recibí un mensaje del guardia informándome de que mi juicio tendría lugar en unos días. Le pregunté si habían entrevistado a madame Goux; si le habían tomado declaración a monsieur Dargent; si habían encontrado a los médicos que habían utilizado los apartamentos de nuestro edificio. El guardia no me dijo nada, pero pude contestar a todas aquellas preguntas por mí misma. Si habían tomado aquellas declaraciones, no habían sido lo suficientemente sólidas como para que me exculparan del cargo de traición.
El día de mi juicio, hice lo que pude por asearme. No logré hacer nada con el vestido, que estaba arrugado y polvoriento. Pero me refresqué con un trapo y un poco de agua y me lavé los dientes con el dedo. Quizá si hubiera comprendido lo que estaba sucediendo en el mundo exterior mi difícil situación habría estado más clara. Tal y como me había señalado el teniente, la Resistencia en París había contado con muy pocos miembros activos y, sin embargo, desde la liberación, más de 120 000 personas habían solicitado el reconocimiento oficial por su labor en la Resistencia.
Septembrisards, así es como oí que un soldado de las FFI los llamaba. Los septembrinos de la Resistencia, que se unieron a ella cuando vieron que los alemanes iban a perder la guerra. Los verdaderos miembros de la Resistencia se mostraban reacios a pronunciarse porque les avergonzaba toda aquella situación. Pero ¿dónde me dejaba eso a mí?
El día del juicio, unas horas antes de lo que suponía que acudirían a sacarme de la celda, llegó el guardia y abrió la puerta de un empellón.
– Vite! Vite! -exclamó, entregándome mi bolso, que había sido confiscado cuando me encarcelaron-. ¡Rápido! ¡Rápido! Póngase presentable.
Si no me hubiera quedado tan sorprendida por su repentina preocupación por mi aseo personal, me habría preguntado qué importaba que me empolvara el cutis y me pintara los labios, con la ropa tan sucia que llevaba. Pero hice lo que me dijo. Me eché eau de cologne detrás de las orejas y me impregné un poco en las muñecas. Solo cuando me empujó hacia el exterior de la celda, se me ocurrió qué era lo que podía estar pasando. El juicio de Simone Fleurier sería todo un acontecimiento. Si parecía que me habían maltratado, la simpatía de la opinión pública se decantaría a mi favor. Sin embargo, para mi sorpresa, no me sacaron de la prisión ni me llevaron apresuradamente a los tribunales escoltada por la policía, como yo me había imaginado. En su lugar, me condujeron al piso de abajo, a la oficina del superintendente de Cherche-Midi.
El guardia se detuvo en el pasillo, que estaba flanqueado de soldados de las FFI en posición de firmes.
– ¡Aquí presento a mademoiselle Fleurier! -anunció.
Uno de los soldados llamó a la puerta del superintendente y le indicaron que entrara. Se apartó a un lado y me hizo pasar a la habitación. El superintendente era un hombre mayor de cabeza pelada que estaba hojeando unos papeles ante su escritorio y lucía una expresión de preocupación. Había otro hombre junto a la ventana. La luz que entraba por ella recortaba su silueta. Era el hombre más alto y más desgarbado que había visto en mi vida. Se acercó a mí.
– Mademoiselle Fleurier -me dijo-, discúlpeme, porque apenas me acabo de enterar ahora de la difícil situación en la que se encontraba. La liberaremos inmediatamente.
Me recorrió un hormigueo por la espalda. Nunca antes había visto a aquel hombre, pero conocía su voz. Era aquella voz la que me había llamado a filas cuatro años antes, la que me había insistido en que nunca aceptara la derrota. Era el general De Gaulle.
– Cuando estaba en Londres, me enteré de sus valerosos servicios para contribuir a que sus compatriotas se unieran a la Francia Libre -me explicó-. Me inspiró enormemente el hecho de que no todas las luces de París se hubieran apagado, sino que hubiera una de ellas que siguiera brillando intensamente.
¿El gran De Gaulle había encontrado inspiración en mí? Me olvidé de mi aspecto desaliñado y le agradecí su cumplido como si fuéramos dos invitados a una fiesta a los que acabaran de presentar en un salón elegante. Por su parte, parecía tan absorbido por la victoria que aparentemente no se fijó en mis sucias ropas o en mi sorpresa. En su lugar, le hizo un gesto con la cabeza al superintendente, que nos ofreció unas sillas al general y a mí, y se afanó en servirnos el té con tanta prisa como una sirvienta complaciente.
– Es un gran honor para mí poder hacerle entrega de esto -anunció De Gaulle, dándome una cajita. La abrí y en su interior encontré una Cruz de Lorena dorada: el símbolo de De Gaulle en la Resistencia-. Le concederemos otros honores -añadió-. Pero tendrá que conformarse con este obsequio por el momento.