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La expresión «sentir el corazón henchido de orgullo» de repente tomó sentido para mí, porque fue eso exactamente lo que me sucedió. Se me hinchó el pecho. El mundo parecía abrirse ante mí. Aquel fue el momento de más orgullo de toda mi vida.

El general dejó su taza sobre la mesa y se levantó de la silla.

– Espero que cuando las cosas se calmen, mi esposa y yo podamos reunimos con usted de nuevo, mademoiselle Fleurier. Pero ahora tengo ciertos asuntos urgentes de los que debo encargarme.

Me puse en pie y contemplé como el superintendente corría hacia la puerta para abrírsela al general. Antes de marcharse, De Gaulle se volvió hacia mí.

– El gobierno de Vichy también me inculpó a mí por traición, cuando mi objetivo era servir a la verdadera Francia -me confesó-. Espero que se tome usted este terrible malentendido como otra medalla de honor más.

Asentí, aunque si cualquier otra persona que no hubiera sido el general me hubiera sugerido algo así, le habría saltado a la yugular.

– Vive la France! -me saludó.

Sin pensarlo, me puse firme y le devolví el saludo.

– Vive la France!

Resultaba insólito que un militar saludara así a un civil y seguramente aquel exhausto De Gaulle se había dejado llevar por un impulso. Pero comprendí lo que sentía; era un hombre que respetaba a los luchadores por encima de todo.

Tras mi liberación, lo primero que hice fue averiguar qué le había sucedido a André. Ahora que De Gaulle había reconocido mis esfuerzos oficialmente, mi declaración ganaría peso. Por lo visto, llegué justo a tiempo. El juicio de André estaba programado para el día siguiente. Por alguna razón, le permitían comunicarse con su propio abogado, mientras que a mí no me habían concedido tal permiso. Pasé por mi apartamento para darme un baño y cambiarme de ropa, y después fui directamente al despacho de su abogado para prestar declaración.

Monsieur Villeret era un hombre elegante de unos sesenta años que conocía a André desde que era niño.

– No se imagina la alegría que me da volver a verla -me saludó, ofreciéndome un asiento-. A André lo han acusado de colaboracionismo y traición. Ahora dudo que siquiera lo lleven a juicio.

– ¿Cuándo podremos lograr que lo liberen?

– Probablemente hasta pasado mañana, no. Las ejecuciones son rápidas, pero las liberaciones son mucho más lentas.

– Le haré una visita esta misma tarde para decírselo -le anuncié-. Para que usted pueda comenzar a ocuparse de su liberación.

– ¿Sabía usted que Camille Casal también está encerrada en la prisión de Fresnes? -me preguntó monsieur Villeret.

Algo en su tono me resultó extraño, pero supuse que simplemente me estaba comunicando el destino de alguien con quien había coprotagonizado una gran producción teatral. Camille había mostrado de manera pública su fraternización con el alto mando nazi. Aunque era improbable que la ejecutaran, había mucho en su contra como para que pudiera librarse completamente de que la encarcelaran. Me pregunté si mi declaración podría afectar positivamente a su causa. Sin embargo, gracias a su conexión con Von Loringhoven me habían permitido cantar la canción de África para la Resistencia y salvar a Odette y a la pequeña Simone.

– Quizá pueda declarar en su favor -comenté.

Monsieur Villeret pareció sorprendido. Arqueó las cejas.

– ¿Es usted consciente de que fue ella quien la denunció a las FFI?

Me quedé tan horrorizada durante un momento que me olvidé de dónde estaba. Mi mente se puso a cien por hora intentando encontrar alguna excusa para la conducta de Camille, pero no logré hallar ninguna.

– ¿Ella me denunció a mí? ¿Por qué haría tal cosa?

– Ella siempre ha estado en contra de usted, mademoiselle Fleurier.

– Eso no es cierto -repliqué, negando con la cabeza-. Así es únicamente como lo ha retratado la prensa.

– No está al tanto, ¿verdad? -comentó monsieur Villeret, frunciendo el entrecejo. Se reclinó hacia atrás y suspiró, como si estuviera valorando las consecuencias de lo que me iba a decir a continuación-. ¿Puedo confiar en su discreción?

Todavía me sentía demasiado mareada por la revelación de que Camille me hubiera denunciado como para asimilar su pregunta. Debió de hacerlo para protegerse a sí misma o a su hija. ¿Quizá había pensado que yo la denunciaría a ella primero?

Volví a mirar a monsieur Villeret. Sacó una caja de un armario y la colocó sobre su escritorio con la gravedad que el director de una funeraria emplearía para manipular una urna.

– Cuando detuvieron a André, revisé los archivos de su padre para reunir apoyos para defender su inocencia -me contó- y me encontré con una serie de antiguas cartas que provenían de la correspondencia entre monsieur Blanchard y Camille Casal. Ella le estaba chantajeando.

Las paredes de la habitación se me volvieron borrosas. No tenía ni la menor idea de que Camille conociera al padre de André.

– ¿Le estaba chantajeando? ¿Cuándo? -En 1936.

Ese fue el año en el que André cumplió los treinta años; el año en el que se suponía que íbamos a casarnos.

– ¿Quería dinero?

Monsieur Villeret negó con la cabeza.

– Quería arruinarle a usted su felicidad. Pretendía que monsieur Blanchard no dejara que André se casara con usted.

Pensé que aquella sugerencia resultaba totalmente ridícula. Incluso aunque Camille hubiera sido tan malévola, no lograba entender por qué habría tenido tal poder sobre monsieur Blanchard. Al contrario de lo que había predicho su esposa sobre que nos sobreviviría a todos, el anciano había sucumbido a la demencia poco después de jubilarse y ahora vivía bajo los cuidados de una enfermera. No obstante, allá por 1936, era una persona arrogante y chulesca. Incluso una mujer tan manipuladora con los hombres como Camille no hubiera logrado manejarlo tan fácilmente.

– ¿Por qué alguien con la fama y la belleza de Camille querría herirme de ese modo? -le pregunté.

Pero tan pronto como pronuncié aquella pregunta en voz alta, la verdad de lo que monsieur Villeret estaba insinuando me golpeó de lleno. Recordé la reacción de Camille cuando le conté la propuesta de matrimonio de André en Cannes. Y nadie había podido dar explicación al repentino cambio de opinión de monsieur Blanchard cuando ya había accedido a permitir que André se casara conmigo.

– Era el resentimiento lo que la movía -me explicó monsieur Villeret-. Todo eran maquinaciones de una mente celosa. Había unos trapos sucios en la historia de la familia Blanchard. Ella se enteró por medio de alguien que ocupaba un alto cargo en el ejército y decidió usarlo contra usted.

No podía apartar la vista del rostro de monsieur Villeret.

– Laurent Blanchard no murió siendo un héroe en Verdún -me aclaró-. Aquello fue una tapadera del gobierno en vista de la importancia de la familia Blanchard para Francia. Laurent Blanchard incitó a sus hombres a amotinarse. Otro oficial le disparó mientras huía de la batalla.

Se me cortó la respiración en la garganta.

– ¿Le fusilaron por traición?

– No, le dispararon sin haberlo juzgado -repuso monsieur Villeret-. Y encubrieron lo que hizo.

Me levanté de la silla y noté que las piernas me fallaban bajo el peso de mi cuerpo, así que fui trastabillando hasta la ventana. Fuera, en la calle, unos soldados estadounidenses supervisaban el derrumbe de un edificio calcinado. Habían atado cuerdas alrededor de la estructura y los soldados tiraban de ellas. ¿Camille había destruido mi felicidad con André porque estaba celosa?

A través del aturdimiento producido por la confusión que me embotaba la mente, escuché que monsieur Villeret me preguntaba: