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– ¿Cree usted que debería contárselo a André?

Varios grupos de espectadores se reunieron en la calle para contemplar a los estadounidenses tirando abajo el inestable edificio. Al principio, me pareció que la madera no cedería. Pero tras unos minutos de decididos tirones por parte de los soldados, la estructura se derrumbó. La multitud aplaudió.

Me volví hacia monsieur Villeret, apenas capaz de verle a través de las lágrimas. Si el abogado le relataba a André la historia de Camille, también tendría que contarle la de Laurent. Recordé la imagen del hombre de ojos soñadores de la salita de madame Blanchard. Sospeché que Laurent no había traicionado a sus compatriotas, sino que había sido como muchos de los jóvenes oficiales que mi padre me había descrito: hombres inteligentes que no veían la utilidad de enviar a miles de soldados a una carnicería solo porque un general lo ordenara. Pero ninguno de nosotros llegaríamos a saberlo nunca con certeza. La acusación de traición y cobardía podría manchar la figura de Laurent si se llegaban a conocer las verdaderas circunstancias de su muerte.

Evoqué aquella fría mañana en Neuilly, cuando André y yo rompimos para siempre. ¿Qué utilidad tendría que lo supiera ahora? ¿Qué ventaja habría en que saliera todo a la luz? Pensé en la princesa de Letellier y en las hijas de André, en madame Blanchard y en Veronique. André y yo tendríamos que haber puesto nuestra felicidad por encima de todo entonces, todos aquellos años antes. Ahora le haríamos daño a demasiada gente. Parte de mí amaría a André para siempre y él probablemente seguía amándome, pero yo pertenecía a Roger.

– No -le dije a monsieur Villeret-. No debemos decírselo jamás.

Llevé a la prisión de Fresnes un paquete con ropa limpia, sábanas y mantas, jabón y comida para André. Lo trajeron hasta mí vestido con el mono de la cárcel y con cadenas alrededor de los tobillos. Me quedé horrorizada por su aspecto demacrado.

– ¡Simone! -exclamó, iluminándosele la cara-. ¿Te han dejado salir? ¿Estás bien?

Sentí que mi propia sonrisa resultaba forzada. Todo lo que monsieur Villeret me había contado pesaba sobre mi conciencia. Le pregunté al guardia si podía hablar con André a solas. Observó la Cruz de Lorena que yo llevaba en la solapa, asintió y se marchó.

– No te juzgarán, André. Te liberarán tan pronto como tu abogado rellene el papeleo correspondiente.

André exhaló un suspiro de alivio y presionó los dedos contra la reja de la ventana que nos separaba. No pude encontrar el valor de levantar la mano para tocarle. Delante de mí tenía al hombre al que había amado con todo mi corazón. Nunca haría nada para herirle a él, ni a su esposa ni a sus hijas.

– ¿Simone? ¿Qué sucede?

– Serámejor que le comunique a tu esposa que te van a liberar -le dijeDebe de estar preocupada. ¿Tienes algún mensaje para ella?

André bajó la cabeza. Sentí como si algo estuviera cambiando entre nosotros. Como dos placas tectónicas realineándose entre sí para alcanzar una posición más estable. Levantó la mirada de nuevo y me miró a los ojos.

– Solo que… la quiero, y a las niñas también -me dijo.

Ambos sonreímos.

– Y tú, Simone -preguntó-, ¿cuáles son tus planes ahora?

– Me marcharé al sur con mi familia y esperaré a que Roger regrese.

André frunció el entrecejo cuando mencioné el nombre de Roger, pero esta vez se trataba de preocupación más que de celos.

– Monsieur Villeret ha estado tratando de rastrear el paradero de Roger Delpierre. Era cierto que él fue el contacto para que tú cantaras tu canción en el Adriana, pero lo capturaron antes de que pudiera regresar a Londres. Lo enviaron a un campo de concentración. Nadie sabe dónde está ahora.

Me dio un vuelco el corazón. Seguramente, aquello no podía ser posible. No podía perder a Roger por segunda vez.

– ¡No! -exclamé, apretando los puños.

André acercó su rostro a la reja.

– Tú le amas, ¿verdad, Simone?

Asentí, apartándome las lágrimas con el borde de la mano.

– Quería volver a por mí después de la guerra.

– Simone, no llores -me consoló André-. Tan pronto como salga de aquí te ayudaré en todo lo que pueda.

Cuando me encaminaba hacia la salida de la cárcel, el guardia que me acompañaba me preguntó si podía esperar en el pasillo un momento. Desapareció en un despacho y yo me apoyé contra la pared. Había un grupo de hombres sentados en bancos, con los rostros ensangrentados y amoratados. Paseé hasta la ventana y miré al exterior. Un grupo de mujeres se encontraba en el patio. Yo apenas estaba un piso más arriba, por lo que podía ver claramente sus rostros. Ninguna de ellas llevaba el uniforme de la prisión; iban vestidas con ropas de civiles y tenían un aspecto sucio y desaliñado. Pero no eran mujeres de clase obrera: todas ellas llevaban los vestidos hechos a medida y los zapatos de tacón alto típicos de la alta sociedad parisina. Algunas llevaban afeitada la cabeza.

Mi mirada recayó sobre una mujer rubia de pie en la esquina del patio, fumando. Sus duros ojos azules parecían ajenos al miedo y al caos que la rodeaban. Me acerqué más a la ventana. Sin maquillaje, el rostro de Camille tenía un aspecto estropeado y demacrado. La recordé deslizándose al entrar en el escenario del Casino de París y contemplando al público, majestuosa, con su vestido ceñido al cuerpo y la capa, que dejaba caer hasta el suelo. En su momento, me había sentido cautivada por su belleza, pero la podredumbre que corroía sus entrañas ahora estaba empezando a aflorar. Recordé la expresión de serena mofa en los ojos de Camille cuando miraba al público y comprendí que ella nunca había padecido de miedo escénico: había practicado con antelación cada mohín y cada batida de pestañas con precisión militar. Camille nunca compartía nada de sí misma, al igual que la amistad que me había demostrado, que no tenía fundamento ni era en absoluto real. Había hecho lo peor que podía para herirme. Pero yo también tenía parte de culpa. Había un proverbio provenzal que decía: «Quienes son tan necios como para mantener una serpiente por acompañante acabarán recibiendo un mordisco más tarde o más temprano».

Camille levantó la vista y me miró a los ojos. Me contempló sin rastro de duda ni miedo. Comprendió entonces que yo había descubierto lo que me había hecho y no le importaba ni lo más mínimo.

– ¿A quién está mirando? -me preguntó el guardia, saliendo del despacho. Miró por encima de mi hombro y profirió un ruido de burla-. ¿Camille Casal? ¿Su antigua rival? Ahora ya no tiene un aspecto tan glamuroso, ¿verdad que no?

– Nunca fue mi rival -repliqué, recordando lo que monsieur Etienne siempre me decía-. Yo siempre canté y bailé mejor que ella.

– Y siempre ha sido usted más guapa también -comentó el guardia, separándome de la ventana y conduciéndome pasillo abajo-. Camille Casal es una arpía despiadada. Yo asistí a su interrogatorio. ¿Sabía que tuvo un bebé? Era una niña. La abandonó en un convento y nunca regresó a por ella.

Me detuve en seco y miré al guardia fijamente. Tenía las mejillas sonrosadas y una oronda barriga, señales de que se trataba de un hombre felizmente casado.

– ¿Dónde está ahora la muchacha? -le pregunté-. Ya debe de ser toda una jovencita.

El guardia negó con la cabeza.

– No llegó a crecer. La niña murió de fiebre cuando tenía cinco años. Camille Casal ya era una estrella, pero no cedió ni un céntimo para que le compraran las medicinas a la cría. La enterraron en una fosa común.

El guardia me abrió la puerta de la prisión y salí a la luz del sol. Me quedé de pie en la acera durante largo rato, tratando de asimilar todo de lo que me había enterado esa mañana. Repasé en mi mente todas las cosas que Camille me había contado a lo largo de los años sobre la manutención de su hija. Ninguna de ellas había sido cierta. Se me quedó grabada en la memoria la imagen del rostro de Camille observándome directamente desde el patio. Había sido una desvergonzada hasta el final. Me había utilizado para volver a los escenarios de París con Les Femmes, sabiendo que era ella la culpable de haber destruido mi felicidad con André. No era de extrañar que nunca se molestara en mencionarle.