Se me formó un nudo en la garganta y comencé a toser. Me dejé caer hasta sentarme en los adoquines de la acera y me tapé los ojos. Quería regresar y escupirle a Camille a la cara, arrancarle su arrogante carne con mis propias uñas. No podía imaginarme poniéndome en pie otra vez por miedo a que, si lo hacía, la mataría, pero sentí un hormigueo en el corazón y se me pasó la ira. Si me enfrentaba a Camille ahora, ¿eso qué cambiaría? Había arruinado mi pasado, pero no la dejaría inmiscuirse en mi futuro.
Lentamente, se me fue aclarando la cabeza y mi corazón recuperó un ritmo normal. Me puse en pie y me arreglé el abrigo. Taparía el recuerdo de Camille del mismo modo que un perro cubre sus excrementos. Había terminado con ella para siempre. No tenía intención de asistir a su juicio; no había nada que pudiera hacer para condenar a Camille más de lo que se había ganado con sus propios actos. En lo que tenía que pensar ahora era en el futuro, y ese futuro eran Roger y mi familia en la finca.
Capítulo 35
Escribí al general De Gaulle para ver si desde su oficina podían hacer algo para investigar el paradero de Roger. Le proporcioné instrucciones a madame Goux para hacer averiguaciones mediante la Cruz Roja sobre él en mi nombre, así como sobre monsieur Etienne y Joseph, y mientras tratamos de enterarnos de todo lo que pudimos a través de nuestros contactos de la red. Von Loringhoven se negó a dar la confirmación de que Odette y la pequeña Simone hubieran abandonado realmente el país y lo más que pude hacer fue desear que Odette me escribiera. Monsieur Dargent venía a mi apartamento todos los días para ayudarme en mi búsqueda. Los periódicos clandestinos ahora se publicaban legalmente y allí fue donde vi por primera vez una borrosa fotografía de los cuerpos esqueléticos amontonados en fosas comunes en lo que entonces se denominó «campos de la muerte».
– Tenga fe, Simone -me animaba monsieur Dargent-. Cueste lo que cueste, los encontraremos.
Además de buscar información sobre Roger y mis amigos, anhelaba ver a mi familia. No había tenido ningún contacto con ellos desde que les dejé para regresar a París, y después de todas las penurias por las que habíamos pasado, mi familia, madame Ibert y los Meyer eran las personas con las que más deseaba celebrar el final de la guerra. Para dificultar el avance de los alemanes y apoyar a las tropas aliadas, los maquis habían volado puentes, enterrado vías del tren y cortado líneas telefónicas. Como consecuencia, resultaba casi imposible comunicarse con la gente del sur. Pero tan pronto como se restableció el más mínimo servicio ferroviario lo aproveché. Todavía mantenía la esperanza de que quizá Roger hubiera regresado a Francia a través del sur y hubiera ido directamente a la finca.
Llegué a Carpentras en tres días y desde allí cogí una camioneta. El conductor, que era de Sault, me contó que la Milicia y los alemanes que estaban de retirada habían sido particularmente despiadados durante los últimos días de la guerra. Casi cincuenta miembros de la Resistencia de Sault habían sido enviados a campos de concentración. Volví a pensar en Roger y me estremecí.
El conductor me dejó a kilómetro y medio de la finca. Estábamos a principios de otoño y el campo tenía un aspecto pacífico en comparación con el caos de París. Recordé lo feliz que se había puesto mi familia cuando Roger y yo anunciamos nuestra intención de casarnos y cómo la noticia nos había levantado el ánimo en la más oscura de las épocas. Traté de recrear aquel sentimiento de esperanza mientras caminaba por los campos de trigo y de lavanda que debían haber sido cosechados hacía meses. Me imaginé cómo sería la vida una vez que Roger y yo nos casáramos. Me vi a mí misma cuidando de un hermoso jardín de rosas y flores silvestres en macetas; un grupo de niñitos corriendo a los pies de mi madre y tía Yvette mientras ellas preparaban el almuerzo en la cocina; y Bernard y Roger el uno junto al otro, inspeccionando los exuberantes campos de color púrpura.
Durante el último medio kilómetro antes de llegar a la finca, me sentí tan eufórica al pensar en volver a ver a mi familia que eché a correr. Alcancé a ver parte de la casa de mi tía a través de los árboles. No había nadie en el patio ni en los campos. No salía ni un hilo de humo por la chimenea. Doblé el recodo del camino y entonces vi la casa totalmente. Me paré en seco y las piernas casi cedieron bajo mi peso.
– ¡¡¡No!!!
La planta baja de la casa estaba intacta, pero el piso superior no era más que una desoladora cáscara. Oscuras manchas de quemaduras marcaban como cicatrices los agujeros donde antes había ventanas. Me volví para ver el lugar vacío junto a la casa de mi tía donde debía estar la de mi padre. No quedaba nada excepto un montículo de piedras ennegrecidas.
– Maman! -grité-. Maman! ¡Tía Yvette! ¡Bernard!
Mi voz resonó entre los árboles, haciendo eco como un disparo al aire. Pero no recibí respuesta.
Me lancé hacia las ruinas de la casa, con el corazón latiéndome con fuerza dentro del pecho.
– ¡Minot! ¡Madame Ibert! -grité.
Hice un gran esfuerzo por pensar, luchando contra el zumbido que me ensordecía los oídos. No me cabía la menor duda de que aquellos daños los habían infligido los alemanes o la Milicia. Pero ¿dónde estaba todo el mundo? Intenté no pensar en lo peor. Era posible que hubieran escapado antes de que todo esto sucediera.
Traté de abrir la puerta de la casa. Estaba atrancada. La golpeé con el hombro y le propiné varios puntapiés hasta que cedió y se abrió con un crujido. La cocina no había sufrido ningún daño y estaba allí, como un cuadro surrealista frente a la ruina del resto del edificio. La mesa estaba puesta para seis personas. ¿Habrían puesto la mesa aunque se estuvieran preparando para escapar? Empujé la puerta de la despensa. Estaba llena de comida en conserva, latas y sacos de grano. Si los alemanes hubieran pasado por aquí, ¿no lo habrían saqueado todo? Las diversas posibilidades se me entremezclaban en la mente. Abrí los postigos y miré hacia el exterior. ¿Podía haber comenzado un incendio en la casa de mi padre hasta propagarse al piso superior de la casa de tía Yvette? ¿Eso explicaría los daños? Le di varias vueltas al asunto en la cabeza. Algo se movió entre la hierba. Una cosa peluda pasó como una ráfaga. Contemplé fijamente las verdes briznas, tratando de discernir qué era. ¿Un conejo? Dos ojos me miraron parpadeando. No, no era un conejo. Era un gato.
Corrí al exterior y estreché a Kira entre mis brazos. Podía notar como su esternón sobresalía entre el pelaje enmarañado y que estaba cubierta de espinas. Maulló débilmente, enseñándome los incisivos, que estaban rotos. La acuné contra mi pecho y la llevé hasta la casa. Recordé que había visto unos botes de anchoas en la despensa, así que la dejé sobre la mesa y aplasté el contenido de uno de ellos en un plato. Iría a buscarle agua tan pronto como comprobara que el pozo no estaba envenenado.
– ¿Qué te ha pasado? -le pregunté, acariciándole suavemente la cabeza con el dedo.
Un pensamiento desazonador me pasó por la mente. Si mi familia había recibido con suficiente antelación la noticia de que debían huir de los alemanes, ¿por qué habían dejado a Kira atrás? ¿Quizá se había escondido y no habían logrado encontrarla? Pero no me lo pude creer. Kira era una gata doméstica y apenas se apartaba de mi madre. Me quedé de pie en la puerta y llamé por su nombre a los perros y a Chérie. No obstante, tal y como me había imaginado, Kira estaba sola.