Me desplomé sobre una silla. Tardaría una hora en caminar hasta la aldea, pero no había otra cosa que pudiera hacer. Quizá mi familia estaba allí. Contemplé a Kira mientras lamía las anchoas, agachada sobre los cuartos traseros. Tenía dieciocho años, era muy mayor para ser una gata. Me pregunté cómo habría logrado sobrevivir sin que nadie la alimentara.
– ¿Hola? -exclamó una voz de hombre.
Corrí a la ventana para ver la silueta entrecana de Jean Grimaud que se aproximaba por la carretera. Se me ocurrió otra idea de repente. Quizá todos habían huido para unirse a los maquis. Pero ¿qué habían hecho con madame Meyer?
– ¡Jean! -grité, corriendo hacia el patio.
– Estaba en Carpentras -me dijo, haciendo una mueca-. Me enteré de que venías hacia aquí.
– ¿Dónde están? -le pregunté.
Jean tragó saliva y se miró las manos. Y entonces lo supe. La verdad saltaba a la vista en todo lo que me rodeaba, y aun así me había negado a reconocerla. Me sentí como si alguien me hubiera golpeado el corazón con una azada. Me puse de cuclillas en el suelo. Quería que me tragara la tierra calcárea, deseaba hundirme en ella como un cadáver, para no tener que enfrentarme a las terribles noticias que Jean me iba a comunicar.
Jean se agachó junto a mí.
– Lo siento -se disculpó, con los ojos llenos de lágrimas.
Pobre Jean Grimaud. Por segunda vez en su vida, tenía que ser él el que me informara de las malas noticias.
– ¿Qué ha pasado?
Jean me pasó el brazo por los hombros.
– Encontraron las granadas que Bernard nos estaba guardando después de que nos las lanzaran los Aliados -me explicó-. Tres de nosotros veníamos de camino a la finca cuando vimos que los alemanes ya estaban aquí. Nos escondimos entre los árboles. No pudimos hacer nada para salvarlos. Nos superaban en número.
Me atraganté por las lágrimas.
– ¿Dónde se los llevaron?
– Los mataron aquí mismo.
Presioné el rostro contra el brazo de Jean.
– ¿A todos?
Jean me abrazó con más fuerza. Levanté la mirada y él asintió.
– Debes sentirte orgullosa de ellos, Simone -me aseguró-. Murieron como santos. Se arrodillaron y se cogieron de las manos. Los alemanes los fusilaron.
– Maman!
La sangre me martilleaba en los oídos. Me apreté los puños contra la cabeza. A pesar del peligro al que había expuesto a mi familia y amigos, nunca pensé ni por un momento que les pasaría nada malo. Mientras la batalla en París arreciaba, me sentía reconfortada al pensar que ellos vivían en una zona lejana del país. Apenas pude oír a Jean cuando me contó que el primer soldado alemán al que le ordenaron realizar la ejecución no tuvo arrestos para dispararle a madame Meyer, así que su superior lo mató a él y realizó la ejecución él mismo. Me sentía demasiado horrorizada como para asimilar nada más.
– Iré contigo andando hasta la aldea -me dijo Jean-. Puedes quedarte con Odile. Tiene a tus perros y a una de tus gatas. No pudimos encontrar a la otra.
– No -repuse, limpiándome la cara polvorienta, marcada por las lágrimas-. Ella esperó aquí mismo a que yo regresara.
No regresé con Jean a la aldea. Le dije que quería pasar la noche en la cocina de mi tía. No discutió, solo me dijo que volvería al día siguiente. Antes de que Jean se marchara, le pedí que me mostrara dónde habían fusilado a mi familia, a Minot y a su madre, y a madame Ibert. Me señaló un lugar cerca de la puerta de la destilería. Bajo la luz moteada de la tarde, no pude ver ninguna marca en la madera, similar a los agujeros que la gente contaba que se veían en los árboles del Bois de Boulogne.
_ Les dispararon desde atrás -me explicó Jean-. En la nuca.
Jean me dejó a solas después de darme un beso en cada mejilla, pero yo apenas los sentí. Me senté sobre una piedra, contemplando el lugar en el que habían muerto mi familia y amigos. Kira se frotó contra mis piernas antes de acomodarse junto a mí. Era difícil imaginar que ningún tipo de acto violento hubiera podido acontecer en aquel lugar. Cuando empezó a desaparecer el sol, una brisa corrió entre los árboles y todo se quedó en calma. Recordé la primera cosecha de lavanda. Escuché a mi padre cantando, vi a mi madre secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano, a tía Yvette estirándose las mangas para protegerse del sol abrasador…
Alguien se echó a reír y me volví antes de darme cuenta de que me había imaginado aquel sonido. Minot brindando conmigo, alzando su copa de champán tras mi primera actuación en el Adriana. «Felicidades por el magnífico espectáculo.» Pensé en su madre, acariciando a Kira mientras esperaba a que partiera su tren en París. Después recordé a madame Ibert, extendiendo la arena con una pala en el ático de nuestro edificio en París.
No podía creer que todo hubiera terminado, que nunca más volvería a ver sus rostros, a los que tanto quería. Cuando finalmente el sol desapareció y cayó la noche, el entumecimiento que sentía dio paso a una oleada de profundo dolor. «¿Algún día podréis perdonarme?», gemí al silencio de la noche.
Jean me había contado que los aldeanos habían enterrado a mi familia y amigos en el cementerio, pero cuando llegó el alba me di cuenta de que todavía tendría que dejar pasar un tiempo hasta que lograra encontrar el valor de visitar sus tumbas. Me quedé atrapada en un sueño, aprisionada entre una realidad que no quería afrontar y los recuerdos felices de la vida en la finca. No tenía intención de volver a París.
Había verdura en el jardín y el agua del pozo estaba intacta. Lavé la cocina y preparé un dormitorio en la habitación principal, aunque había un agujero en el tejado. Fregué los suelos y las paredes con agua de lavanda, luchando por acabar con el hedor a humo. Me entretuve ocupándome de Kira, la alimenté con huevos, anchoas, sardinas y carne enlatada, con la esperanza de que lograría engordarla. Pero un día dejó de comer. Cuando me desperté a la mañana siguiente, no estaba dormida junto a mí. Busqué por la casa y el patio. No era típico de ella deambular más allá, pero no conseguí encontrarla por ninguna parte. Corrí por los campos, aterrorizada pensando que un águila podría haberla cogido fácilmente como presa. Caminé entre la lavanda y la vi tumbada sobre un costado. Estaba jadeando. Cuando la miré a los ojos, supe que no vería despuntar el día.
– Gracias, amiga mía -le susurré, tumbándome junto a ella y acariciándole el pelaje-. Has esperado por mí, ¿verdad? No querías que descubriera lo que había sucedido aquí yo sola.
Kira alargó la patita y me tocó la barbilla, como le gustaba hacer cada mañana.
Enterré a Kira junto a las tumbas de Olly, Chocolat y Bonbon. Durante toda mi vida, la gente se había reído de mí por el cariño que sentía por mis mascotas, pero después de sobrevivir a una guerra había acabado por preferir los animales a la gente.
Por la tarde, caminé hasta la aldea. Jean estaba hablando con Odile y Jules Fournier junto a la fuente. Odile fue la primera que me vio aproximándome y corrió hacia mí. Notaba la garganta tan llena de lágrimas que no logré pronunciar palabra. Me envolvió entre sus brazos. Odile era una mujer menuda, mucho más baja que yo, y aun así sentí la fuerza de su abrazo. En realidad me estaba sosteniendo, pues la pena había consumido mis fuerzas.