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– Tengo aquí a tus animales -me dijo-. ¿Te gustaría verlos?

Bruno, Princesse, Charlot y Chérie estaban tomando el sol en el patio del bar como estrellas de cine en la Riviera. Se pusieron de pie de un salto en cuanto me vieron y comenzaron a competir por mi atención. Los acaricié, les froté el pelaje y les hice carantoñas a todos ellos, aunque no podía dejar de pensar en Kira.

– Les he ido cogiendo cariño -comentó Odile-. Son una buena compañía.

– ¿Te importaría cuidar de ellos un poco más? -le pregunté, cogiendo en brazos a Chérie.

Apenas me sentía capaz de cuidar de mí misma, por no mencionar a los animales.

Odile le acarició la cabeza a Chérie y a mí, la mejilla.

– Ven a buscarlos cuando estés preparada.

Me pidió que me sentara a la mesa y me trajo un vaso de pastis, aunque en nuestra aldea no era una bebida que solieran consumir las mujeres. Era tan fuerte que logró relajar el potente latido de mi corazón. Jean entró en compañía de Jules. Agradecí que ninguno de ellos me hiciera hablar. Les escuché charlando sobre el cambio de temporada y los nuevos cultivos. Ninguno de nosotros quería hablar de la guerra, pero resultaba imposible evitarlo. Lo había cambiado todo. Yo no era la única persona que había sufrido. Diez familias de nuestra minúscula aldea habían perdido un padre, un hijo o una hija.

– Al menos aquí no ha habido colaboracionistas, como en otras aldeas -declaró Jean con orgullo-. Aquí todos hemos luchado por una misma causa.

– Los colaboracionistas se están librando del castigo con mucha facilidad -se quejó Jules-. Incluso han conmutado la pena de muerte de Pétain por una cadena perpetua.

– Depende de cuánto dinero tengas -comentó Odile, frotándose los dedos de una mano-. Si eres rico y famoso o te necesitan de alguna otra manera, seguro que te perdonarán. Pero ten cuidado si eres pobre. Te fusilarán para que «sirvas de ejemplo a otros».

– No -repuso monsieur Poulet desde la barra-, De Gaulle ha convertido Francia en toda una nación de miembros de la Resistencia. Es la imagen que quiere proyectar ante el mundo para poder llevar la cabeza bien alta cuando se codea con otros líderes aliados.

Pensé amargamente en De Gaulle, recordando cómo lo había idolatrado. Ningún héroe es perfecto.

Esa fue la primera tarde en la que rompí mi aislamiento. Después de aquello, iba caminando hasta la aldea todas las mañanas para enviar telegramas desde la oficina de correos a París y Marsella y cartas a Londres. Estaba agotando todas las vías de comunicación que se me ocurrían para tratar de averiguar qué le había sucedido a Roger. Todos los días tomaba el almuerzo con Odile antes de volver a casa. Fue ella la que me contó que la diseñadora de moda Coco Chanel no había sido acusada de colaboracionismo, aunque ella y su amante alemán habían tratado de convencer a Churchill de que firmara un tratado de paz con Hitler. Quizá si mi familia no hubiera sido asesinada, no me habría sentido tan resentida contra ella. Su colaboracionismo no le había proporcionado la felicidad, pero sí le había reportado riqueza. Pero ¿por qué tenía que haber muerto mi familia tratando de defender un país en el que tantos egoístas no estaban recibiendo el castigo que merecían?

Al día siguiente, regresé a la oficina de correos para enviar más cartas.

– Hay algo para ti -me dijo la encargada-. Parece oficial.

«¡Oficial!», pensé, y una alarma comenzó a sonarme dentro de la cabeza. Aquello no era bueno. Lo que estaba esperando era una carta escrita a mano por Roger diciéndome que estaba bien. Abrí el sobre y vi que era un artículo que madame Goux había recortado de Le Fígaro. Camille Casal había sido acusada de colaboracionismo. Su castigo consistiría en no poder actuar en Francia durante cinco años. Recordé su rostro frío devolviéndome la mirada aquel día que fui a la prisión de Fresnes. Ella no iba a padecer su colaboracionismo al mismo nivel al que yo había sufrido mi apoyo a la Resistencia.

– ¿Son buenas noticias? -me preguntó la encargada de correos.

Negué con la cabeza.

– No es ninguna noticia -le respondí-, ninguna en absoluto.

Unas semanas más tarde, recibí otra carta de madame Goux en la que me informaba de que la Cruz Roja no había podido localizar a Roger. Pero sí había recibido noticias de Odette. Ella y la pequeña Simone habían llegado a Sudamérica y estaba esperando para trasladarse a Australia, donde habían sido aceptadas en calidad de refugiadas. Sin embargo, aún no se sabía nada de monsieur Etienne o de Joseph. Madame Goux preguntaba por mi familia y por madame Ibert, y me di cuenta entonces de que no se había enterado de lo que había sucedido. Yo no se lo había contado a nadie en París.

Caminé por los campos otoñales, aliviada de saber de Odette y la pequeña Simone, pero todavía preocupada por los demás. ¿Australia? No se me escapó la ironía del asunto.

«¿Plantaciones de lavanda? ¿Como las de aquí en Francia?» «Sí, muy parecidas.»

Traté de imaginarme el país de Roger según me lo había descrito él. Visualicé una costa escarpada y tierras salvajes de siglos de antigüedad, un lugar no afectado por la amargura de la guerra. Sin noticias de Roger y con la revelación de cada vez más atrocidades apareciendo diariamente en los periódicos, se me encogió el corazón al pensar en la nefasta posibilidad de que él, monsieur Etienne y Joseph pudieran estar muertos. Ya había perdido a mi familia, ¿por qué no a ellos también?

Para cuando llegué a la casa de mi tía, soplaba el mistral. Encendí un fuego en la cocina pero no fue suficiente como para hacerme entrar en calor. ¿Qué haría allí durante el invierno? Pensé en toda la gente del mundo que estaba intentando rastrear el paradero de sus seres queridos. Si regresaba a París, podría ayudar a la Cruz Roja con las búsquedas. Acaso André y yo podríamos juntar lo que quedaba de nuestras fortunas para ayudar a los huérfanos de guerra…

Entonces se me ocurrió otra posibilidad: quizá debía marcharme a Australia. Con mi familia muerta y la esperanza de encontrar a Roger con vida menguando con cada día que pasaba, ¿qué había en Francia que me retuviera? No podía imaginarme a mí misma volviendo a cantar o a actuar en el cine, excepto para entretener a los soldados heridos o a la gente de los campos de refugiados. O podía rehacer mi vida en un nuevo país con Odette y la pequeña Simone. Pero tan pronto como sentí la ilusión de aquella idea, volví a notar como se me encogía el corazón. Tratar de empezar una nueva vida era demasiado doloroso. Sería más fácil quedarse aquí, en mi burbuja.

El mistral aulló con más fuerza. Vacié mi bolsa de viaje en el suelo, en busca de otro jersey. Algo repiqueteó sobre las baldosas del suelo. Vi la bolsita que mi madre me había dado con la pata de conejo dentro. «La necesitarás. No puedo cuidar de ti eternamente.»

«Tendrías que habértela quedado tú, Maman», pensé.

Recogí la bolsita y abrí el cordón que la cerraba. El hueso me resultaba ligero sobre la mano. Mi madre no me había dicho de qué parte del animal provenía, pero adiviné por la forma que era una pata. Algo me llamó la atención. Moví la lámpara y coloqué la pata bajo ella para que la iluminara la luz. Grabadas en el borde había unas palabras con una letra temblorosa e informe. Tuve que guiñar los ojos para leerlas: «Á ma fille bien aimée pour qu'enfin brille sa lumière». Para mi hija querida cuya luz brille por fin.

Contemplé fijamente aquellas palabras, sabiendo que era mi madre la que las había escrito. Pero ¿cómo?, ¿cuándo había aprendido mi madre a escribir?, ¿o siempre había sabido?