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Me escocieron los ojos por las lágrimas al recordar a aquella mujer que toda la vida había sido un misterio para mí, y que ahora lo sería para siempre. «Para mi hija querida cuya luz brille por fin.» Al menos podía estar segura de una cosa: de lo mucho que me había querido mi madre.

Cuando el fuego se extinguió, me acurruqué bajo las mantas, mirando el cielo iluminado por la luna a través del agujero que había en el techo. En algún momento de las primeras horas de la mañana el viento murió. Me desperté por los rayos de la luna que me brillaban en la cara. Me levanté de la cama, atraída por el resplandor, y me envolví las mantas alrededor de los hombros.

Fui arrastrando los pies hasta la cocina y vi que la puerta de fuera se había soltado de sus bisagras. Se abrió de par en par hacia el patio. Los árboles formaban mágicas siluetas bajo la luz plateada. Se oyó una lechuza desde el bosquecillo. Caminé hacia el patio con la ligereza volátil de una ensoñación. El aire era fresco y me provocaba chispas de electricidad en la piel. Una sombra cayó como una cortina cuando una nube tapó la luna.

Me dirigí hacia el camino y proseguí andando. Había sombras moviéndose en el lugar en el que había visto bailar a los gitanos tantos años antes. Al principio, no logré distinguir de qué se trataba y tuve que entrecerrar los ojos como una ciega para ver en la oscuridad. Entonces, la nube se apartó de la luna, que volvió a brillar; y las vi: las siluetas de dos hombres y cuatro mujeres, la mayor de ellas se apoyaba sobre un bastón. Una de las mujeres estaba delante de los demás, con un vestido escarlata hinchado a su alrededor y los cabellos flotando sobre sus hombros como una bandera en el mástil de un barco. Levantó una mano hacia mí.

No tenía miedo, pero se me aceleró la respiración. Las lágrimas me cegaron la vista. «Maman?»

Presioné el suelo con los pies dominada por la añoranza y el deseo. Quería correr hacia ella, que me estrechara entre sus brazos. Quería estar donde ella se encontraba y no sola bajo la luz de la luna. Pero la gravedad pesaba sobre mi cuerpo y no conseguía mover los pies. Pasó otra nube sobre la luna y percibí que algo había cambiado en la atmósfera. Los otros comenzaron a moverse lentamente hacia delante con sus rostros brillando en la oscuridad. Los contemplé uno a uno. Tía Yvette y Bernard con sus cabellos rubios angelicales; la sonrisa de Minot; los elegantes ojos de madame Ibert; las mejillas regordetas de madame Meyer… Comprendí por qué habían venido tan claramente como si me lo hubieran dicho. Deseaban decirme adiós.

Me volví hacia mi madre. Me habló sin mover los labios. «Nada se malgasta, Simone. El amor que damos a los demás nunca muere. Solo cambia de forma.»

Me percaté de que Kira me estaba contemplando con sus vividos ojillos y sentí que volvía a sumirme en la inconsciencia del sueño. Antes de hundirme definitivamente en la oscuridad, escuché que mi madre me susurraba: «Nunca temas dar amor a los que te rodean». Aquellas palabras fueron a parar a mi dolorido corazón con tanta suavidad como un beso.

«¡Simone, la lavanda te está esperando!»

Abrí los ojos. El sol atravesaba el agujero del techo, llenando la habitación de luz. Miré el cielo azul, a la espera de que me embargara el monótono dolor que me encogía el corazón todas las mañanas. Pero no sucedió. En su lugar, me inundó una sensación diferente. Me pregunté cómo era posible que estuviera sintiendo aquellos destellos de alegría que encendían mi alma, cuando no había nada en el mundo por lo que mereciera la pena vivir.

El viento había desaparecido y el aire era fresco y limpio. Inspiré profundamente; noté el olor a humedad y a pino, el aroma del otoño en la Provenza. Escuché un pájaro cantando en un árbol cercano, tratando de averiguar qué tipo de ave era. Después, percibí otro sonido, como una especie de murmullo. Me senté bruscamente, aguzando el oído. El débil zumbido de un automóvil resonó en el aire. ¿Era la camioneta que se dirigía a Sault? El sonido se hizo más fuerte. Miré a mi alrededor por la habitación, en busca de mi vestido. Había ropa colgada de la cómoda que había rescatado de uno de los dormitorios, pero nada que pudiera ponerme. ¿Dónde estaba mi vestido? Lo localicé colgado detrás de la puerta, donde lo había puesto la noche anterior. Me lo metí por la cabeza y deslicé los pies en el interior de los zapatos antes de correr al exterior de la casa.

Todavía no podía ver el coche, pero estaba segura de que se aproximaba hacia la finca. Entonces, apareció a través de los árboles del bosquecillo. Un polvoriento Citroën al que le faltaba la rejilla. «¿Quién será?», me pregunté. La mayoría de los automóviles en la aldea empleaban carbón como combustible, pero aquel era un coche de gasolina. El vehículo se detuvo en el patio. No lograba ver al conductor por el reflejo del cristal. La portezuela se abrió y de él salió André.

– ¡André! -Se me conmovió el corazón al verle. «Se ha enterado de lo que ha pasado -pensé-. Se ha enterado y mi querido amigo ha venido a consolarme». André dijo mi nombre como respuesta a mi saludo, pero no añadió nada más. Rodeó la parte delantera del coche y abrió la puerta del copiloto. De ella salió una pierna estirada, después otra. A continuación, un bastón. Todo comenzó a transcurrir a cámara lenta. André se inclinó para ayudar al hombre vestido con el uniforme de la RAF a salir del coche.

– ¿Roger? -susurré.

Ambos se volvieron hacia mí. Contemplé al hombre del uniforme de la RAF, tratando de encontrar algún rastro de mi amante en aquella figura demacrada. Le habían afeitado la cabeza y lucía una cicatriz irregular sobre la oreja izquierda. No, no era Roger. Seguramente sería otro militar aliado, quizá algún amigo de Roger que había acudido a traerme las malas noticias personalmente.

El soldado se colocó el bastón en la mano derecha y avanzó cojeando por el montículo. André se quedó junto al coche. Me di cuenta de que al aviador le provocaba un gran dolor caminar por lo mucho que apretaba la mandíbula. Debería haberme acercado para facilitarle la tarea, pero me quedé clavada donde estaba. No me sentía capaz de asumir las noticias que me iba a comunicar.

El mensajero levantó la mirada hacia mí.

– ¿Dónde están todos los animales? -me preguntó-. Esperaba que a estas alturas ya hubieras montado tu propio zoológico.

En su rostro se pintó una sonrisa y entonces vi más allá de los estragos de la guerra. Los destellos de alegría que había sentido aquella mañana prendieron una llama dentro de mi alma.

– ¡¡¡Roger!!!

Corrí hacia él sin que mis pies apenas tocaran el suelo y le eché los brazos alrededor de la cintura. Roger me apretó contra su pecho y se inclinó para besarme. Sus labios eran suaves, cálidos, y estaban vivos. Le besé una y otra vez, como si él fuera la última bocanada de oxígeno del mundo. Las lágrimas me caían por las mejillas y se mezclaban con nuestros besos. El sabor de las lágrimas era el de las posibilidades, del regreso del amor y de la risa.

Nos separamos un momento, abrazándonos con la mirada mientras tanto. Debía haberle preguntado qué le había sucedido, cómo había escapado del campo de concentración, pero no encontraba las palabras. Lo único que sabía era que se había muerto, y que yo misma también había estado muerta, y que ahora habíamos regresado al mundo de los vivos. Se nos había concedido otra oportunidad.

Escuché el sonido de un motor y me volví a tiempo de ver a André diciéndome adiós por la ventanilla del Citroën. Su sonrisa era amable, pero vi que sus ojos se estaban despidiendo de mí. Pensé que el corazón me iba a explotar. Le contemplé mientras el coche doblaba un recodo del camino y desaparecía por la carretera.

– Gracias a André, tenemos esta nueva oportunidad -dije-. Te ha traído hasta mí.