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– Son los que lo comunican todo -aclaró, ante mi expresión sorprendida-. También hay que calentarlos.

Una vez, durante el intermedio, Chalou nos ofreció a Albert y a mí una representación de su número sobre un caniche maleducado. Para enfatizar los momentos cómicos, se quedaba congelado en algunas posturas. Escudriñé sus labios y el pecho en busca de algún indicio que demostrara que estaba respirando, pero no encontré ninguno. Madeleine y Rosalie, dos coristas que aparecían desnudas en el espectáculo excepto por sus cache-sexes tachonados de joyas, le rogaron a Gerard que les enseñara aquella técnica especial de «inmovilización».

– Podéis practicar corriendo -les indicó-. Y después, quedaos quietas en una postura. No debéis mover ni un músculo. Pero tampoco puede parecer que estáis muertas. A través de la mirada, tenéis que transmitir vida.

Madeleine y Rosalie trotaron por la habitación como caballos. Cuando Gerard gritó: «¡Quietas!», se pararon en seco, tratando de no tambalearse sobre los tacones de aguja que llevaban y sosteniendo sus boas de plumas tras ellas, como si fueran alas. Pero por mucho que lo intentaran, cada vez que lo hacían, algo siempre las delataba. Un pendiente tintineaba contra su tocado; una pulsera que se deslizaba brazo abajo; o sus pechos, que continuaban rebotando. Aunque se suponía que aparecían desnudas, sus «trajes» solían ser más pesados que los de las coristas que aparecían vestidas.

Monsieur Dargent, que pasaba por allí, contempló sus intentos con interés.

– No nos servirá, ni aunque logren congelarse -comentó-. No, si para ello tienen que correr tanto.

Albert me explicó que, según la ley, las coristas desnudas podían aparecer en el programa siempre y cuando lo único que hicieran fuera desfilar y posar. Si bailaban o se movían demasiado, se las consideraría bailarinas eróticas al desnudo y la policía cerraría el espectáculo.

Claude Conter, el mago, era maravilloso. Tenía una piel luminosa y unos ojos claros de prestidigitador místico. Cuando caminaba por el escenario, su capa brillaba y chispeaba como cargada de electricidad. Yo lo contemplaba mientras daba tres toques con su varita sobre una jaula y retiraba el pañuelo color púrpura que la cubría. El canario que estaba dentro había desaparecido. El público aplaudía. Claude levantaba las palmas de las manos y se las mostraba a los cautivados espectadores.

– Ya lo ven, nada por aquí, nada por allá.

Cuando la Familia Zo-Zo aparecía, todos entre bastidores se asomaban a mirar y sus caras maquilladas, junto a la mía sin maquillar, se volvían hacia los focos mientras Alfredo, Enrico, Peppino, Vincenzo, Violetta y Luisa se empolvaban las manos y subían por la escalera de cuerda para tomar posiciones en las plataformas.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! -murmuraba madame Tarasova, la encargada de vestuario, llevándose un pañuelo a la boca.

Violetta y Luisa saltaban para alcanzar sus columpios y oscilaban como aves enjoyadas, moviéndose adelante y atrás para coger velocidad. La Familia Zo-Zo realizaba su actuación sin red y el crujido del trapecio cada vez que soportaba el peso de sus cuerpos añadía emoción al espectáculo. A menudo, el público emitía gritos ahogados y a veces también chillaban. En los momentos en que la presión me resultaba demasiado grande, me veía obligada a bajar la vista hacia los músicos que se encontraban en el foso de la orquesta. No había música durante ese número: un redoble inadecuado podía ser fatídico. El director de la orquesta cerraba los ojos firmemente. Los violinistas permanecían sentados con las cabezas gachas, como monjes durante la hora de rezo. Únicamente los de la sección de viento eran lo bastante valientes como para seguir mirando. A mí se me cortaba la respiración un segundo antes del cambio de trapecios y se me subía el corazón a la garganta. De repente, ambas mujeres giraban y daban volteretas por el aire como delfines plateados. Sentía algo en el estómago que me hacía creer que se estaban cayendo, que se iban a estrellar contra los mortíferos bordes del escenario. Pero con una palmada se agarraran de las manos de sus compañeros justo en el último segundo y el público se quedaba boquiabierto durante un instante. Los espectadores a los que no les temblaban las piernas se ponían en pie para aclamarlos con admiración. Y de algún modo, a partir de aquel momento, me convencía de que los integrantes de la Familia Zo-Zo estarían seguros aunque las piruetas y las volteretas se volvieran cada vez más complicadas a medida que avanzaba la actuación.

Aunque contemplé aquel número varias veces, siempre que terminaba y la orquesta tocaba una melodía triunfante se me empañaba la vista por las lágrimas que me llenaban los ojos. Aquella actuación me provocaba sentimientos encontrados, mezcla de belleza y repulsión. Me parecía muy hermoso porque aquel número era un símbolo de confianza sin trampa ni cartón y me resultaba repulsivo por los fragmentos de las conversaciones que después escuchaba entre bastidores.

– Bueno, esta vez no les ha pasado nada -murmuraban con un suspiro.

Cuando todos los integrantes de la Familia Zo-Zo descendían al escenario para saludar, la exhalación colectiva de alivio que compartían los otros artistas contenía un deje de insatisfacción: la misma decepción que sienten los espectadores de un suicidio cuando el protagonista decide no saltar.

Pero mi mayor miedo era que tía Augustine descubriera adónde iba cada noche y me prohibiera pasear a Bonbon para siempre. No se me daba bien mentir y aquella doble vida que llevaba comenzó a pasarme factura. Me daba miedo llegar tarde a casa, y cuando se acercaba la hora del paseo nunca sabía hasta el último minuto si tía Augustine me mandaría a hacer algún recado y acabaría quedándose en nada mi expectación por ir al teatro, acumulada durante todo el día. Si alguna vez quería trabajar en el mundo del espectáculo, tendría que dejar primero la casa de tía Augustine.

En ese sentido, Albert vino al rescate.

– Madame Tarasova necesita ayuda con el vestuario -me dijo-. Ve a verla.

Me pellizqué la muñeca para asegurarme de que no era un sueño y me interné en los pasillos entre bastidores donde la encargada de vestuario estaba amontonando vestidos en un estante.

– Bonsoir, madame -la saludé-. Albert me ha dicho que necesitaba usted ayuda. Y yo necesito trabajo.

Madame Tarasova era una emigrada rusa que siempre llevaba un vestido de pana suelto y un pañuelo ajustado al cuello por un broche. Me sonrió y arrulló a Bonbon.

– Qué perrita tan mona -comentó, acariciándole el morro a Bonbon-. Tendremos que asegurarnos de no ponérsela a alguien en la cabeza en lugar de una peluca.

Ambas nos echamos a reír.

Una chica rubia, unos pocos años mayor que yo, apareció con arios vestidos colgados de unas perchas. Me saludó con la cabeza y colgó los trajes tras una cortina.

– Esta es mi hija, Vera -aclaró madame Tarasova, sacando varias agujas de un alfiletero y prendiéndolas en mi blusa. Me echó un carrete de hilo y unas tijeras en el bolsillo-. ¿Sabes coser?

Le dije que cosía bien porque en la finca de mi familia esa era una de las cosas que sí podía hacer.

Madame Tarasova asintió con la cabeza.

– Necesito que hagas los remiendos rápidamente -me dijo, haciéndome un gesto para que la siguiera escaleras arriba-, y que me ayudes a arreglar los trajes. Los tocados son demasiado incómodos como para que las chicas suban corriendo las escaleras con ellos puestos, así que se los recogemos a medida que van saliendo del escenario, los limpiamos y los empaquetamos en la planta de abajo. Si mañana vienes más temprano, puedes ayudar a Vera a colocárselos para el primer acto.

Nos detuvimos delante de una puerta que tenía el número seis rentado. Se oía un murmullo de voces femeninas al otro lado. Madame Tarasova empujó la puerta y una caótica escena apareció ante nosotras. Las coristas estaban sentadas en taburetes unas al lado de atrás en la atestada habitación. El aire apestaba a eau de cologne, brillantina y sudor. Madame Tarasova me cogió a Bonbon de los brazos y la colocó sobre una sombrerera en una silla para que pudiera verlo todo a salvo de pisotones. La chica pelirroja que ya había visto antes me reconoció.