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– ¡Hola de nuevo! -me saludó mientras se aplicaba sombra púrpura sobre los párpados-. ¿Qué? ¿Ayudando a mamá Tarasova?

Entonces me di cuenta de por qué su acento francés me había sonado tan raro: era inglesa.

– Cuando las chicas están en escena -me explicó madame Tarasova, levantando la voz por encima del alboroto-, tú y Vera tendréis que venir aquí arriba y arreglar el camerino.

Se detuvo para ayudar a una chica a atarse las tiras de su vestido de india y sacudió la cabeza en señal de desaprobación cuando vio un traje tirado en el suelo.

– Son buenas chicas, pero a veces se olvidan de colgar sus trajes. ¿Verdad, Marión?

La muchacha le dedicó una gran sonrisa y continuó poniéndose colorete en las mejillas.

Sonó una campana.

– ¡Diez minutos para el espectáculo! -advirtió madame Tarasova.

El ritmo del camerino se aceleró. Las chicas tiraron al suelo sus kimonos y se embutieron en los trajes. Madame Tarasova y yo corrimos tras ellas, ayudándolas a colocarse las medias y a alisar sus pelucas.

– ¡Mira! -me dijo una chica de piel pálida, a la que reconocí como la que se había quejado de tener hambre la primera noche que había observado a los artistas llegar al teatro. Se estaba señalando un desgarrón bajo la manga de su blusón.

– Yo lo arreglaré -le aseguré.

Se quitó de un tirón el traje y me lo entregó. Traté de ignorar que estaba ante mí, mostrándome los pechos al aire y una espesa mata de vello púbico, y enhebré la aguja. No me daba vergüenza, pero no estaba acostumbrada a ver a mujeres exhibiendo su desnudez de una forma tan despreocupada.

Oí un aplauso y volvió a sonar la campana. Ayudé a la chica a ponerse el traje de nuevo y la contemplé mientras salía corriendo tras las demás escaleras abajo. Madame Tarasova las siguió. El ruido de las pisadas de las coristas y de los gritos de guerra que proferían mientras corrían por las escaleras hizo que el suelo vibrara y que las paredes se sacudieran.

– ¡Simone! -exclamó madame Tarasova por encima de su hombro-. Ven mañana por la noche. Mañana iré a administración y firmaré para que te pongan en nómina.

Supuse que aquello significaba que me había contratado.

Madame Tarasova me indicó que podía vivir entre bastidores hasta que encontrara una habitación en la que alojarme. Monsieur Dargent había dejado que ella y Vera se quedaran allí cuando acababan de llegar a Marsella después de huir de Rusia y entonces comprendí por qué le eran tan leales, cuando podrían haber encontrado un trabajo mejor en cualquier parte. El día después de que me contrataran, no pude esperar para recoger mis cosas y comunicarle a tía Augustine que me marchaba. Hasta que no recogí mis pertenencias e hice un hatillo con mi ropa no me di cuenta de la presencia de Bonbon junto a la puerta, con las orejas gachas.

La cogí en brazos. Se me había olvidado que, si me marchaba, ya no volvería a verla. Subí las escaleras hasta la habitación de Camille y llamé a la puerta. Camille la abrió, ataviada con un kimono. Su hermoso rostro tenía un aspecto etéreo sin el maquillaje de teatro.

– Me marcho -le anuncié-. He conseguido trabajo en Le Chat Espiègle.

– Lo sé -me contestó.

– Pero puedo seguir cuidando de Bonbon si la traes al teatro contigo. Lo haré gratis.

– Llévatela -respondió Camille, bostezando-. ¿Qué voy a hacer yo con un chucho?

Bonbon aguzó las orejas y movió el rabo. Debió de percibir que la felicidad me embargaba. Era un buen principio para mi nueva vida: mi pequeña compañera podía quedarse conmigo.

Tía Augustine estaba sentada en el salón, leyendo el periódico. Ya le había enviado una carta a tía Yvette aquella mañana, contándole a ella y a mi madre que me marchaba de casa y que había conseguido trabajo como costurera en un teatro de variedades. Quise darles la noticia a ellas yo primero, porque a saber qué mentiras le contaría la anciana a mi familia si no lo hacía. No se me ocurría ni una sola virtud a su favor que me hiciera sentir lástima por abandonarla. No había demostrado ni un ápice de bondad por mí. En lugar de «darme un techo donde vivir» tras la muerte de mi padre, no había hecho más que explotarme.

El rostro de tía Augustine enrojeció y comenzó a expulsar el aire por las ventanas de la nariz como un toro enfurecido cuando le dije que me marchaba.

– ¡Tú! ¡Pequeña desagradecida casquivana! -me gritó-. ¿Te has quedado embarazada?

– No -le respondí-. He conseguido otro trabajo.

Tía Augustine se quedó aturdida durante un instante, pero se recuperó rápidamente.

– ¿Dónde? -preguntó, y entonces su mirada recayó sobre Bonbon, que estaba sentada junto a mi hatillo-. ¡Ah! ¡Así que te has unido a esa zorra de arriba! ¿Verdad? -me espetó-. Bueno, pues déjame que te diga algo: ella tendrá trabajo mientras sea bonita y joven, pero acabará como esas mujeres de ahí al lado. -Señaló con la cabeza en dirección a nuestras vecinas-. ¡Pero tú! -exclamó, echándose a reír-. ¡Tú ni siquiera eres lo bastante bonita para eso ahora!

Aquel insulto me dolió porque llevaba algo de razón: yo no era tan agraciada como Camille. Habría dado cualquier cosa por tener su cabello rubio hipnótico y felino, pero en su lugar, yo era una jirafa de ojos oscuros. Antes de que tía Augustine pudiera continuar echándome en cara cosas que lograran desanimarme, recogí a Bonbon y mi equipaje y salí por la puerta. Al fin y al cabo, ¿acaso me hacía falta belleza para trabajar de costurera?

Tía Augustine corrió a la puerta detrás de mí y las vecinas se asomaron al balcón para ver de dónde venía toda aquella conmoción.

– ¡Simone! -gritó tía Augustine. Me volví para verla señalando a las prostitutas-. ¡Eso es lo que les pasa a las chicas del montón sin talento que prueban suerte en el teatro! ¡Mira, Simone! ¡Ahí está tu futuro, contemplándote!

Me metí a Bonbon bajo el brazo, me colgué el hatillo de ropa al hombro y fijé la mirada decididamente en dirección a Le Chat Espiègle.

Unas semanas después de que empezara a trabajar en el departamento de vestuario de Le Chat Espiègle, cerró otro teatro de la vecindad llamado El Marinero Tuerto, y monsieur Dargent les compró algunos de los decorados y trajes a los acreedores. Creó un nuevo espectáculo titulado En el mar. El primer acto contaba la historia de tres marineros que naufragaban en una isla llena de bellezas hawaianas.

Los trajes eran más sencillos que los del espectáculo anterior, así que a veces podía aprovechar unos instantes para ver la representación entre bastidores. Comencé a entender la diferencia entre Camille y las coristas. Las chicas cantaban y movían las piernas porque no querían morirse de hambre. Bailar en el teatro era mejor que estar en la calle y el público les tenía más respeto, aunque solo fuera un poco. Además, aquello estaba un escalón por encima de trabajar en una lavandería, en una panadería o como servicio doméstico, donde la dureza de sus tareas acabaría desgastando su mayor baza: la belleza de la juventud. En el teatro podían mantenerla más tiempo con la esperanza de que alguna noche les saliera un adinerado pretendiente entre los hombres que rondaban la puerta de artistas después del espectáculo. Todas las coristas sabían que a Madeleine, tras una relación amorosa con el heredero de la fortuna de una empresa de transporte, el padre del joven la había obligado a abortar, y que el año anterior dos de las chicas habían tenido que abandonar el teatro tras contraer enfermedades venéreas. Era un aspecto de la vida teatral que no había anticipado y que me escandalizó. No había oído hablar de la Bella Otero, ni de Liane de Pougy o Gaby Deslys: artistas que eran amantes de reyes y príncipes. Aunque las coristas a veces recibían joyas y ropa por sus favores, madame Tarasova rápidamente puntualizaba que nadie en Le Chat Espiègle había conseguido marcharse repentinamente para acabar en un matrimonio de ensueño con un príncipe, ni siquiera con el director de una empresa de aceite de oliva, por lo que hacía lo que podía por educar a las chicas sobre los beneficios del uso de les capotes anglaises, fundas de goma que los hombres se colocaban sobre el pene para evitar la concepción y las enfermedades. Pero ante aquel consejo las chicas hacían oídos sordos, pues quedarse embarazada aún era un método viable de atrapar marido.