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Sin embargo, Camille era diferente. Desde su mirada hasta el balanceo de sus caderas, todo en ella expelía magia bajo la luz de los focos hacia los ávidos espectadores. El público la aclamaba y la aplauda, como si estuviera tratando de conseguir los productos más frescos del mercado, mientras que ella permanecía distante, envuelta en su misteriosa belleza. Cuando Camille salía del escenario, se llevaba su encantamiento con ella y dejaba al público anhelando su sensualidad. Puede que el interés de Camille por actuar fuera el mismo que el de las otras chicas, pero estaba claro que ella nunca pasaría hambre.

A veces, cuando el camerino se quedaba vacío, me dedicaba a hacer mohines y a pasar ante el espejo, tratando de imitar a Camille. Me imaginaba abriéndome la capa y dejándola caer al suelo para revelar la gloria de mi «jardín del Edén». Pero tenía tanto éxito como la noche imitando al día, como el alba intentando ser el crepúsculo.

Una noche, al volver de arreglar el camerino, encontré a madame Tarasova desplomada en una silla y a Vera junto a ella, abanicándola con una partitura. Madame Tarasova tenía las mejillas sonrojadas y los brazos caídos a ambos lados del cuerpo.

– ¿Qué sucede? -pregunté.

La encargada de vestuario me miró.

– No lo soporto más -gimoteó-. Estoy agotada.

Me sorprendió escuchar a madame Tarasova confesar una cosa así. Su energía ilimitada siempre la había hecho parecer indestructible. Incluso cuando Vera y yo ya no podíamos más, madame Tarasova seguía adelante.

– Pues entonces, siéntese hasta que se encuentre mejor -le dije-. Vera y yo podemos ocuparnos de las chicas esta noche.

Madame Tarasova y Vera intercambiaron una mirada y se echaron a reír. Madame Tarasova se incorporó:

– No estoy agotada por el trabajo -me explicó-. Es esa maldita canción. -Se golpeó las rodillas con las manos y cantó con un sonsonete afectado-: ¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!

Esa canción era el tema principal del primer acto. Cuando monsieur Dargent compró los trajes y el atrezo de El Marinero Tuerto, se gastó lo que quedaba de presupuesto en contratar a un compositor, por lo que tuvo que escribir él mismo la letra de las canciones. El número hawaiano no era precisamente un éxito. Con frecuencia, los espectadores les gritaban a las chicas: «¡Callaos de una vez!», y el día del estreno a alguien le disgustó tanto que arrojó una bolsa de cemento al escenario, derribando una palmera, cosa que provocó que las chicas se dejaran llevar por el pánico.

No podía parar de reír de la imitación de madame Tarasova, incluso cuando se detuvo. Entonces, me invadió un infantil sentimiento de alegría de vivir. Cogí una de las flores de hibisco sobrantes, me la puse detrás de la oreja y revoloteé por la habitación, contoneando las caderas, fingiendo que bailaba el huía. «¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!», canté, elevando la voz como una cantante de café concierto.

Madame Tarasova y Vera se echaron a reír y aplaudieron.

– ¡Belle-Joie! -exclamó madame Tarasova-. ¡Para, por favor! ¡Vas a conseguir que me explote la faja!

Belle-Joie era como ella me llamaba. Me decía que me llamaba así porque yo la hacía feliz.

Alentada por su diversión, elevé aún más la voz y bailé todavía con más furia, golpeando una rodilla contra la otra y dejando caer el labio inferior para hacer una mueca. «¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!», entoné, girando por toda la habitación y moviendo las caderas violentamente.

Volví la mirada hacia madame Tarasova y Vera, pero ya no se estaban riendo. El rostro de Vera se había puesto púrpura como una uva y estaba mirando fijamente algo a mis espaldas. Me di media vuelta para ver a monsieur Dargent de pie en el umbral de la puerta. Detuve en seco el baile y dejé caer las manos. Él no sonreía. Sus ojos se estrecharon hasta formar dos líneas y se estiró de los extremos del bigote.

– Buenas noches, monsieur Dargent -dije mientras se me doblaban las rodillas.

Pensé que me iba a desmayar en aquel mismo instante.

Monsieur Dargent no me contestó. Simplemente gruñó y se marchó.

Bonbon y yo éramos la viva estampa de la desolación cuando la tarde siguiente fuimos desde Le Panier -donde tenía alquilada una habitación- hasta el teatro. Caminé arrastrando los pies, incapaz de levantar la mirada para ver hacia dónde me dirigía mientras Bonbon, que percibía mi estado de ánimo, correteaba a mi alrededor con la cola gacha como una bandera a media asta. Nuestro aire de desdicha llamó la atención de unos niños que jugaban en la calle y se quedaron contemplándonos con la boca abierta. Incluso los marineros y los borrachos se apartaban de nuestro camino, con miedo a que les contagiáramos nuestra amargura. Estaba segura de que, cuando llegara al teatro, monsieur Dargent me despediría. Era hijo de un respetable médico y se había enfrentado a sus padres para convertirse en empresario teatral. Todo el mundo me había advertido de que era muy susceptible y que no le gustaba que se burlaran de él, así que me había ganado a pulso aquel desastre, brincando por el camerino y burlándome de su coreografía. Si me despedía, Bonbon y yo íbamos a tener problemas. Aun así, apenas me daba el sueldo para pagar el alquiler. La habitación que había encontrado en Le Panier no era excesivamente mejor que la que me había dado tía Augustine, pero hasta entonces me había sentido tan feliz en el teatro que no me importaba. Y aunque se encontraba en un barrio muy sórdido, había músicos callejeros y artistas en todas las esquinas.

Encontré a madame Tarasova y a Vera trabajando, preparando los tocados para el primer acto. Me saludaron como si no hubiera ningún problema. No tuve otra opción que ir a arreglar el camerino. Por el camino me crucé con monsieur Dargent, que bajaba corriendo las escaleras. Me quedé helada en el sitio, pero ni siquiera se fijó en mí. Pasó a toda velocidad gritando instrucciones a un tramoyista y desapareció escaleras abajo en dirección al escenario. Me encogí de hombros; ¿quizá la susceptible era yo? Parecía que iba a sobrevivir para enfrentarme a otro nuevo día en Le Chat Espiègle.

Unas cuantas noches después, al llegar al teatro, me encontré la puerta de artistas abierta, pero ni rastro de Albert. No era propio de él dejar la puerta sin cerrar cuando no se encontraba en su puesto. Un escalofrío me recorrió el cuello y la espalda, y sentí que algo malo sucedía. Bonbon levantó las orejas. Al mirar hacia la oscuridad, percibí unos sonidos apagados que provenían del hueco de las escaleras. Agucé el oído, pero eran demasiado débiles como para distinguirlos. Podían ser cualquier cosa: desde el sonido del agua recorriendo las cañerías, hasta gritos ahogados de auxilio. Había habido un tiroteo en una sala de variedades en Belsunce el día anterior y se rumoreaba que la mafia marsellesa se estaba empezando a interesar por los teatros.