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Había un cuenco con romero seco sobre la mesa y espolvoreé un poco sobre el pan.

– ¿Por qué no me habéis despertado antes?

Tía Yvette me acarició los hombros.

– Hemos pensado que era importante que durmieras.

Le olían las muñecas a rosas y supe que se había probado el perfume que Bernard siempre traía consigo de Grasse. Tía Yvette y Bernard eran los únicos que ejercían una influencia civilizada en nuestras vidas: aunque tío Gerome era el hacendado más rico de nuestra región, no habríamos sabido lo que era un bidet o un croissant si no hubiera sido por ellos.

Mi madre sirvió una copa de vino para mi padre y rellenó la de Bernard, que estaba a la mitad. Cuando se volvió hacia el armario, le echó una mirada a mis alpargatas.

– Bernard tiene razón -me dijo-. ¡Estás creciendo tan rápido! Cuando venga el buhonero el mes que viene, tenemos que comprarte unas buenas botas. Te vas a desgastar los dedos de los pies si sigues poniéndote eso.

Nos sonreímos mutuamente. Yo no contaba con el don de mi madre de leerle la mente a los demás, pero cuando la miraba a la cara -con su expresión tranquila, reservada y orgullosa- siempre percibía el amor que sentía por mí, su única hija.

– El año que viene no sabrá qué hacer con todos los pares de zapatos que tendrá -declaró mi padre.

El y Bernard brindaron.

Tío Gerome escuchó las últimas palabras de mi padre al entrar por la puerta.

– No, si no nos ponemos a trabajar con la lavanda inmediatamente -sentenció.

– Ah, sí -exclamó Bernard, poniéndose en pie-. Yo mejor me marcho. Tengo que visitar otras dos fincas más antes de la tarde.

– ¿Les llevo a los gitanos un poco de comida? -pregunté-. Seguramente estarán hambrientos, después de su viaje.

Mi padre me revolvió el pelo, aunque me lo acababa de peinar.

– No son gitanos, Simone, son temporeros españoles. Y, al contrario que tú, se levantan temprano. Ya han comido.

Miré a mi madre, que asintió con la cabeza. De todos modos, me metí un trozo de pan en el bolsillo. Mi madre me había contado que los gitanos lo hacían para que les diera buena suerte.

En el exterior, los trabajadores esperaban con sus hoces y rastrillos. Tía Yvette se ajustó el sombrero, se bajó las mangas y se puso los guantes para el sol. Chocolat, su cocker spaniel, se deslizó por el césped, seguido por mi gato barcino, Olly, del que lo único que se veía por encima de la hierba eran las orejas anaranjadas y la cola.

– ¡Venid aquí, chicos! -les llamé.

Las dos bolas de pelo corretearon hacia mí. Olly se frotó contra mis piernas. Lo había rescatado de una trampa para pájaros cuando no era más que una cría. Tío Gerome me dijo que podía quedármelo si era capaz de cazar ratones y no teníamos que alimentarlo. Pero tanto mis padres como tía Yvette y yo misma le dábamos de comer, dejando caer trocitos de queso y carne bajo la mesa siempre que nos pasaba entre los pies. Como consecuencia, Olly se había puesto gordo como un melón y no era demasiado bueno cazando ratones.

– Volveré mañana para la destilación, Pierre -le anunció Bernard a mi padre.

Nos dio un beso a mi madre, a mi tía y a mí.

– Buena suerte con la cosecha -nos deseó, montándose en el coche.

Le dijo adiós con la mano a mi tío, aunque este no tenía demasiado tiempo para nuestro agente de ventas. Tan pronto como Bernard desapareció detrás de los almendros, tío Gerome comenzó a imitar sus refinados andares. Todos lo ignoramos. Fue Bernard el que corrió entre las balas y el barro hasta el hospital militar cargando con mi padre. Había estallado un obús en la trinchera, que acabó con la vida de su superior y de todos los que se encontraban a diez metros. Y ahora, de no ser por la devoción de Bernard por mi padre, y no precisamente gracias a tío Gerome, nuestra parte de la familia estaría arruinada.

Cruzamos el angosto riachuelo. Los campos de lavanda se extendían como océanos púrpura ante nosotros. Justo antes de la cosecha era cuando el color de la planta resultaba más llamativo y su aroma más penetrante. El calor del verano acentuaba la suntuosidad de su fragancia y la intensidad de su color, pues los brotes malvas de la primavera se habían convertido en ramilletes de florecillas violeta. Me entristecía pensar que en pocos días los campos quedarían reducidos a terrones de arbustos mutilados.

Mi padre se inclinó sobre su bastón y fue asignando una zona de campo a cada uno de los trabajadores mientras tío Gerome traía el carro y la mula. Cada uno de los temporeros recogió un braguero que les dio mi padre, lo ataron por los extremos y lo convirtieron en una especie de bolsa-cinturón en la que podían acumular los tallos de lavanda que fueran cortando.

El niño que se había subido antes al estribo del coche de Bernard fue a sentarse bajo un árbol. Cogí a Olly y llamé a Chocolat.

– ¿Te gustaría acariciarlos? -le pregunté, colocándole a Olly al lado.

Alargó la mano y les acarició la cabeza. Chocolat lamió los dedos del niño y Olly recostó la cabeza sobre su regazo. El chico se echó a reír y me sonrió. Me señalé el pecho y le dije: «Simone», pero él no entendió a lo que yo me estaba refiriendo o bien era demasiado tímido para decirme su nombre. Miré sus enormes ojos y decidí llamarlo Goya, porque pensé que parecía tener una gran sensibilidad, como la de un artista.

Me senté junto a él y contemplamos a los trabajadores distribuyéndose por los campos. Yo no sabía hablar español, así que no podía preguntarle a Goya cómo se llamaban realmente los trabajadores, por lo que yo misma los bauticé con los pocos nombres españoles que conocía. A uno desgarbado lo llamé Rafael. Era el más joven y tenía un recio mentón, cejas rectas y buena dentadura. Era atractivo y se pavoneaba como si lo supiera todo sobre la cosecha de lavanda, pero a menudo se volvía para mirar a Rosa -el nombre que le había puesto a la madre de Goya- para ver cómo lo estaba haciendo ella. Al hombre fornido lo llamé Fernández. Podría haber sido el hermano gemelo de tío Gerome. Ambos hombres cargaban contra las matas de lavanda como un toro embiste contra el torero. El otro español era el padre de Goya, un gigante con aspecto amable que iba por su cuenta y trabajaba sin grandes aspavientos. Era el que había descargado con tanto cariño la guitarra. Lo llamé José.

Tía Yvette atravesó la extensión de matas de lavanda para dirigirse hacia nosotros.

– Será mejor que empecemos a preparar la comida -anunció.

Me levanté y me sacudí la hierba del vestido.

– ¿Tú crees que querrá venir? -le pregunté, señalando a Goya.

Chocolat se había acurrucado contra el hombro del chico y Olly se había dormido en su regazo. Goya observó fijamente los mechones de cabello plateado que sobresalían del sombrero de mi tía. Yo estaba tan habituada a su aspecto que olvidaba que la gente se sorprendía la primera vez que veía a una mujer albina.

– Se cree que eres un hada -le dije.

Tía Yvette sonrió a Goya y le acarició la cabeza.

– Parece contento aquí, creo que a su madre le gusta tenerlo a la vista.

Al atardecer, tomamos la cena en el patio que separaba nuestras dos casas y permanecimos allí hasta mucho después de que cayera la noche. El aire tenía una consistencia espesa por la fragancia de la lavanda. Lo inhalé y noté su sabor en el fondo de la garganta.

Mi madre cosía una de las camisas de mi padre, iluminando la labor con una lámpara a prueba de viento. Por alguna razón que solo ella conocía, siempre remendaba la ropa con hilo rojo, como si los rotos y descosidos fueran heridas en la tela. Mi madre tenía las manos llenas de cortes, pero los recolectores nunca se preocupaban por las pequeñas heridas. El aceite de lavanda servía de desinfectante natural y aquellos cortes se curaban en cuestión de días.

Tía Yvette y yo leíamos Los miserables. La escuela de la aldea había cerrado hacía dos años, cuando se amplió la vía del ferrocarril y mucha gente se mudó a las ciudades, y sin el interés que mi tía sentía por mi educación, yo habría terminado siendo tan analfabeta como el resto de mi familia. Tío Gerome lograba leer los libros de contabilidad y las instrucciones del fertilizante, pero mi madre no sabía leer ni una palabra, aunque sus conocimientos sobre hierbas y plantas eran tan extensos como los de cualquier farmacéutico. Mi padre era el único capaz de leer el periódico. Se marchó a luchar en la Gran Guerra a causa de lo que había leído en él.