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– ¿Albert? -llamé.

No hubo respuesta. Dudé, preguntándome si sería más sensato ir a la entrada principal y ver a la taquillera, pero me dominaron los nervios, que me impulsaron a internarme escaleras arriba.

No había ni rastro de los tramoyistas o los electricistas que normalmente se afanaban entre los decorados. Mis pasos hicieron crujir las tablas del suelo. Los ruidos que había escuchado al entrar provenían del piso superior: eran voces. Me vino a la mente la imagen de monsieur Dargent y las coristas atadas a sillas. La descarté. No éramos tan influyentes y nuestros beneficios no eran suficientes como para que nadie deseara robarnos. Subí de puntillas las escaleras.

Esta vez, la voz suplicante de monsieur Dargent llenó el aire.

– ¡No puedes hacerme esto! ¡El espectáculo empieza en tres cuartos de hora!

– Sí puedo, y, de hecho, lo voy a hacer -le contestó una voz de mujer-. Míreme a los ojos. ¡Puede usted subirse al escenario y cantar esa estúpida canción hawaiana que se ha inventado y así comprobará lo que se siente cuando al público le dé por arrojarle fruta!

Algo repiqueteó contra el suelo y escuché pasos que venían hacia mí. La corista inglesa, Anne, bajó corriendo las escaleras con una abultada maleta bajo el brazo. Tenía una mancha oscura bajo el ojo derecho y una hinchazón cerca de la nariz. Cuando llegó al rellano, se volvió hacia mí y murmuró:

– ¡Adiós, Simone! Buena suerte. Me vuelvo a Londres.

La contemplé mientras alcanzaba el final de las escaleras y salía corriendo por la puerta. Me dio pena que se marchara; ella era mi corista favorita.

– Las cosas iban bien hasta que le dio a usted por introducir ese estúpido número -dijo otra mujer, alzando la voz-. Nos va a llevar a la ruina. ¡El público lo odia!

Subí las escaleras hasta el tercer piso y me sorprendí al encontrar a todo el reparto y al equipo técnico, excepto Camille, reunidos allí, las coristas estaban todas cariacontecidas. Monsieur Dargent se reclinaba sobre la puerta del camerino de las coristas, con una mano apoyada firmemente en la cadera y el ceño tembloroso, tratando de hacer un esfuerzo de autocontrol. Albert miró por encima del hombro hacia donde yo me encontraba y me hizo un gesto para que me acercara. Nunca lo había visto tan serio.

– Puede que tengamos que cancelar el espectáculo -me susurró-. La corista principal acaba de despedirse. Estamos registrando pérdidas: al público no le gusta el primer acto.

Crucé la mirada con madame Tarasova, que sostenía una guirnalda de flores entre las manos y estaba jugueteando con una de ellas. Me dirigió una sonrisa nerviosa.

– Podemos conseguir trabajo en el Alcazar -comentó la corista hambrienta, que se llamaba Claire-. Además, las chicas están constantemente recibiendo ofertas de París.

Sacudió su huesudo puño y se volvió hacia las otras coristas, tratando de lograr su apoyo. Un par de chicas asintieron con valentía, pero me di cuenta de que Claudine y Marie fruncían los labios. Ambas tenían hijos a su cargo y su opinión era más realista. El Alcazar era el teatro de variedades más importante de Marsella. Nadie en Le Chat Espiègle era lo bastante bueno como para trabajar allí.

– Lo que necesitamos -intervino el director de iluminación- es un número gracioso, humorístico. Como el ventrílocuo del último espectáculo. El público se lo pasó bien. Se divirtió y se relajó.

– No puedo conseguir al ventrílocuo -repuso monsieur Dargent, con ojos suplicantes-. Se lo ha llevado un hotel de Vichy.

– Nada salvará el primer acto -gruñó Claire-. ¡Es una birria!

Un murmullo de asentimiento recorrió la estancia.

– ¡Un número de humor lo salvaría! -gritó el director de iluminación por encima de las voces.

Monsieur Dargent elevó los ojos al cielo como si estuviera rezando. Después bajó la mirada y estudió uno por uno a todos los artistas. Me pregunté si se estaría sintiendo como Julio César, a punto de ser traicionado por sus amigos. ¿Acaso no le había dado a toda aquella gente una oportunidad en el mundo del espectáculo? Madame Tarasova siempre decía que monsieur Dargent tenía un don para localizar el talento, que no solo era bueno dirigiendo el negocio. Rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó un cigarrillo. Trató de encenderlo, pero le temblaba la mano y el cigarrillo se le cayó al suelo. Se agachó para recogerlo y, mientras se incorporaba, se percató de mi presencia. Una expresión extraña se le pasó por el rostro.

Se me atragantó la respiración en la garganta. «Oh, Dios mío -pensé-. Acaba de recordar la parodia que hice del número de apertura. Ahora está del suficiente mal humor como para despedirme». Traté de ocultarme detrás de Albert, pero la habitación estaba tan atestada de gente que, para mi desgracia, acabaron empujándome hacia delante, acercándome a monsieur Dargent.

– ¿Humor? -murmuró monsieur Dargent, dando golpecitos en el suelo con el pie-. ¡Humor!

Chasqueó los dedos y todos los presentes se sobresaltaron. Se acercó corriendo hacia mí, me cogió por los hombros y apretó su rostro contra el mío.

Yo estaba aterrorizada. ¿Qué diablos pretendía hacer?

– ¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja! -canturreó, mirándome a los ojos.

Madame Tarasova lo entendió antes que ninguno de los demás.

– ¡Tenemos media hora! -exclamó.

– ¡Rápido! ¡Quitadle la ropa! -gritó monsieur Dargent, empujándome hacia uno de los taburetes, junto a un espejo tocador. Nadie se atrevió a preguntarle. Su voz había adquirido un tono impositivo tan napoleónico que todo el mundo se puso en marcha.

Madame Tarasova me cogió a Bonbon de los brazos y la puso sobre una silla. Albert echó a los demás artistas antes de apresurarse a volver a su puesto junto a la puerta.

– ¡Vaya a buscarle a Simone un traje de la planta de abajo! -le gritó madame Tarasova-. El de Anne servirá: ella ya no va a utilizarlo más.

Madame Tarasova me quitó de un tirón el vestido mientras Vera me sacaba los zapatos. Marie me coloreó el rostro con un lápiz de maquillaje teatral.

– No necesitamos maquillarle el resto del cuerpo -comentó Claudine mientras me peinaba hacia atrás el pelo-. Tiene la piel bronceaba como una nuez.

Finalmente, comprendí lo que pretendían hacer. Sentí deseos de echarme a reír y de ponerme a gritar al mismo tiempo. Si no hubiera sido por la sensación de vértigo que me abrumaba a medida que todos ellos me arrancaban prendas de ropa y me impregnaban de lociones aceitosas, me hubiera sentido más avergonzada. El único hombre que quedaba en la habitación era monsieur Dargent, que estaba tan absorto tomando notas en la partitura que no pareció percatarse de que estaban dejando completamente desnuda a la ayudante de vestuario. Alguien me quitó la camisola y me metió los pechos en un sujetador hecho con cocos con la misma delicadeza con la que un verdulero habría empaquetado sus productos en el mercado.

– ¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja! -canturreaba monsieur Dargent para sí mismo.

– ¿No podría dejar esto para mañana? -le preguntó madame Tarasova-. ¡Ni siquiera ha tenido tiempo de ensayar!

– No -respondió él, negando con la cabeza-. Hemos perdido a nuestra corista principal. Tenemos que salvar el espectáculo ahora o nunca.

Me temblaban tanto las piernas que apenas podía tenerme en pie cuando madame Tarasova me ajustó la falda. Todavía no acababa de entender lo que monsieur Dargent quería que hiciera.

Sonó la campana de llamada a escena.

– ¡Diez minutos para el espectáculo! -advirtió Vera.

Madame Tarasova me ajustó la peluca y Vera la sujetó con horquillas. Me contemplé en el espejo con horror. Tenía el rostro maquillado de vivos colores: sobre los ojos me habían puesto unos arcos verdes y me habían pintado los labios de rojo rubí. Mis pestañas estaban tan rígidas por el rímel que parecían dos ciempiés mellizos.