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– Ahora -me dijo monsieur Dargent, inclinándose hacia mí-, cuando te haga una señal, quiero que salgas por el bastidor izquierdo y bailes y cantes sobre el montículo exactamente igual que la otra noche en el camerino. Quiero que imites a las coristas. Tú vas a ser nuestra humorista.

Tragué saliva para deshacer el nudo que se me había formado en la garganta, pero no desapareció. Las coristas se alinearon en las escaleras, esperando que les dieran el pie para entrar en escena. La música de introducción al espectáculo era una pequeña melodía carnavalesca con acordeones y guitarras que me puso los nervios de punta. Madame Tarasova y Vera me acompañaron al bastidor izquierdo. El lugar desde el que yo presenciaba anteriormente las representaciones estaba despejado y desde él partían unos escalones de madera que llevaban al escenario, hacia el montículo sobre el que supuestamente yo tenía que bailar.

– Espera en lo alto de las escaleras -me dijo madame Tarasova mientras le daba los últimos toques a mi peluca-. ¡Buena suerte!

El tono de su voz y la manera en la que me dio unas palmaditas en el hombro me hicieron sentir como si estuvieran a punto de echarme a los leones. Por supuesto, iba a hacer lo que teme cualquier artista, aunque entonces no tenía la menor idea de cómo llamarlo. Sentí el frío en mi interior.

Subí las escaleras y esperé en el último peldaño a la siguiente señal. Eché un vistazo al telón de fondo, decorado con volcanes humeantes y nubes bajas. A mis pies, donde iban a bailar las coristas, unas palmeras de goma y un tanque de agua sugerían la existencia de una laguna azul. Monsieur Dargent apareció en el bastidor contrario. Se estaba mordiendo el labio inferior y se mesaba el pelo de la nuca, cosa que no me inspiró ni la más mínima confianza.

Se abrió el telón. Los focos parpadearon. Un redoble de tambor tronó por toda la sala y la orquesta arrancó a tocar el tema musical del primer acto. Las chicas se apresuraron a entrar en el escenario. – ¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!»

Se me cerró la garganta. Se me formaron gotas de sudor sobre el labio superior, pero me asustaba limpiarlas por miedo a correr el maquillaje. Se me quitó cualquier anhelo que hubiera podido sentir anteriormente por trabajar en el teatro. Las chicas bailaban alrededor de la laguna, contoneando las caderas. Claudine y Marie rasgueaban unos ukeleles. La situación resultaba surrealista. Monsieur Dargent ni siquiera sabía cómo me llamaba, pero el éxito del espectáculo de aquella noche dependía de mí. Apenas irnos momentos antes, lo que más me preocupaba en el mundo era poder pagar el alquiler y ahora estaba a punto de aparecer en escena por primera vez en mi vida, con cocos tapándome los pechos y una peluca que se me podía caer de la cabeza en cualquier momento. Muchos ce los asientos del patio de butacas estaban vacíos, pero había los suficientes ocupados como para que un escalofrío me recorriera todo el cuerpo. Los rostros de los espectadores me parecieron amenazantes en la oscuridad. Me di cuenta de que las chicas de la última fila del coro ya habían salido y de que monsieur Dargent me estaba señalando.

– ¡Ahora! -dijo, moviendo los labios.

Levanté una de mis temblorosas piernas sobre la plataforma y entré tropezando en el escenario. Me sobresaltó el potente brillo de los focos. Me quedé allí, aturdida, sin saber muy bien qué hacer.

Un hombre de voz grave se echó a reír, profiriendo fuertes carcajadas. Una mujer emitió una risa aguda. Me ardía la piel. Estaba segura de que me había puesto totalmente colorada. Otro hombre se unió a las risas, pero en su tono había algo más que burla. ¿Anticipación? De algún modo, aquella risa me relajó y me despertó de mi estado de estupor. «¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!», gorjeé, imitando a las coristas. Al principio, me sorprendí de que aquella voz fuera mía; se propagó más allá del foso de la orquesta y volvió hacia mí en forma de eco, mucho más potente que las agudas voces del resto de las chicas. Más espectadores se echaron a reír y alguien empezó a aplaudir.

– ¡Aloja, mademoiselle! -gritó alguien-. ¿Y qué viene ahora?

Me atreví a mirar hacia el público. Dos hombres sentados en la primera fila me contemplaban con interés. Les sonreí y les hice un mohín. El auditorio enloqueció. Yo no bailaba con elegancia, pero cuanto más aplaudía y jaleaba el público más se me relajaba el cuerpo y me sacudía con más ímpetu. Mi timidez se desvaneció y me moví fácil y alegremente, flexionando las piernas y pestañeando, y dejando que mis extremidades hicieran lo que la música les sugería. Me recorrió un escalofrío por la piel. Todos los rostros estaban fijos en mí.

Antes del espectáculo había sido todo tal caos que nadie me había explicado cómo terminar el baile. Giré en círculo y cuando volví a mirar hacia el frente las coristas habían abandonado el escenario. Levanté los brazos en el aire y adopté la pose de una estatua, algo que parecía incongruente con mi actuación, pero era un gesto que Camille hacía en su número egipcio y que a mí me había impresionado de manera especial. Cayó el telón y el público rompió a aplaudir. Corrí fuera del escenario, casi incapaz de respirar.

Monsieur Dargent, madame Tarasova, Albert y los otros estaban esperándome entre bastidores. Albert me levantó, me sentó sobre su hombro y desfiló de aquí para allá conmigo encima. Monsieur Dargent sonrió de oreja a oreja. Madame Tarasova se me acercó y me cogió de las mejillas.

– ¿Sabes que lo que acabas de hacer es lo que cualquier artista desearía? ¡Los has encandilado, Belle-Joie! ¡Los has encandilado por completo!

Capítulo 5

Durante mi primer ensayo en Le Chat Espiègle me sentí como una impostora. Como parte de mi contrato, tenía que practicar con las coristas cada tarde a las dos en el sótano bajo el escenario, excepto los jueves y domingos, que había matinés en las que actuar. La estancia estaba normalmente cerrada, por lo que me senté en las escaleras llenas de polvo junto con las otras chicas hasta que madame Baroux, la profesora de ballet, llegó con madame Dauphin, la pianista acompañante. Cuando lo hizo, las chicas se enderezaron de sus encorvadas posturas y se arremolinaron junto a la puerta, y yo las seguí. Solo Claire y Ginette se aproximaron arrastrando los pies con la misma apatía que los asistentes a una comitiva funeraria, pero si madame Baroux se dio cuenta no lo demostró.

– Bonjour, señoritas -canturreó, apoyándose en su bastón.

Se sacó una llave que llevaba colgada de una cuerda alrededor del cuello y la introdujo en la cerradura de la puerta.

– Bonjour, madame Baroux -contestaron las chicas, y sus voces sonaron como las de las alumnas de un colegio de monjas.

La mirada de madame Baroux se posó sobre mí y me saludó con la cabeza. Asumí que monsieur Dargent le había explicado quién era. A las coristas se les exigía ensayar todos los días para mantener su flexibilidad, pero esa no era la intención de monsieur Dargent con respecto a mí. Quería que yo entendiera lo que las chicas hacían para que pudiera imitarlas en el escenario. Además, pretendía que adquiriera los fundamentos básicos del baile por si acaso era necesario que participara en el siguiente espectáculo o que sustituyera a las que se pusieran enfermas. Tenía que ganarme el sueldo.

Después de recibir varios empujones, cortesía de madame Dauphin, la puerta se abrió con un crujido y nos introdujimos en la habitación tras madame Baroux. Madame Dauphin se sentó al piano y levantó la abollada tapa. Calentó los dedos sobre las teclas con una melodía que me hizo pensar en mariposas revoloteando entre la hierba alta. Sus desarreglados rizos y su vestido de flores eran la antítesis de madame Baroux, que llevaba el pelo recogido con peinetas y mantenía su individualidad escondida bajo una blusa blanca almidonada y un chal de ganchillo típicos de una mujer francesa de mediana edad.