Выбрать главу

– ¡Estiramientos! -anunció madame Baroux, golpeando el suelo de parqué con su bastón.

Las chicas se echaron al suelo, transformándose en un mar de miembros extendidos, contorsionando todas a la vez sus figuras enfrente de los espejos que se alineaban a lo largo de las paredes del sótano. Yo me dejé caer al suelo también. La arenilla del parqué se me pegó a las palmas de las manos, así que me las froté contra los lados de mi propia túnica antes de estudiar qué estaba haciendo la chica que tenía delante, Jeanne.

– Es así -me susurró Jeanne, alargando la pierna y acercando el pecho hacia la rodilla estirada.

Hizo una mueca y se le pusieron las mejillas coloradas. Seguí su ejemplo y, para mi sorpresa, logré imitar la postura sin demasiado esfuerzo. Ya me estaba felicitando mentalmente cuando noté que madame Baroux me daba un golpecito con el bastón en la zona lumbar.

– Mantén la espalda recta. Eres bailarina, no contorsionista. Todos tus movimientos deben fluir grácilmente desde tu eje vertical.

Aunque las chicas eran coristas y no bailarinas, la mayoría de ellas tenía experiencia con el baile clásico. Yo me sentía perdida entre ellas. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Qué diablos era el eje vertical?

– Sí, madame -respondí, corrigiendo la postura todo lo que pude.

Sin embargo, cuando levanté la vista, madame Baroux ya había pasado de largo.

– No es que le haga precisamente falta mucha elegancia en su número -escuché que alguien murmuraba desde la primera fila.

Levanté la mirada por encima del mar de cintas del pelo, medias y enaguas para ver quién había sido. ¿Claire? ¿Paulette? ¿Ginette? Puede que yo hubiera salvado el espectáculo, pero aquello no significaba que no sintieran rencor porque a una ayudante de vestuario le hubieran dado un papel principal.

– ¡A la barra, señoritas! -exclamó madame Baroux.

Levanté la vista y vi que las demás se habían colocado en posición de espera junto a una barandilla de madera que recorría una de las paredes. Troté tras ellas y ocupé mi lugar en la fila. Madame Baroux me dedicó una mueca que apenas podía confundirse con una sonrisa.

– Arabesca -anunció.

Contemplé a la chica que tenía al lado y extendí la pierna hacia atrás, imitándola. Madame Baroux se movió a lo largo de la fila, echando hombros para atrás y levantando caderas. Agarré la astillada barra e imaginé que mi columna vertebral estaba formada de canicas alineadas desde el cuello hasta el sacro. Mantuve la pierna firme, ignorando la quemazón que sentía en la parte interior de los muslos. Pero madame Baroux pasó a mi lado sin dedicarme ni una sola mirada. No se trataba de que mi postura fuera perfecta, sino que ni siquiera le merecía la pena molestarse en corregirme.

– Con esa pinta, parece un bebé -le susurró Ginette a Madeleine lo bastante alto como para que yo pudiera oírlo.

Comparé sus brillantes mallas con mi blusa de percal, elaborada a partir de un paño que me había traído de la finca.

– Bueno, la han puesto en el espectáculo para hacer reír al público -le contestó Madeleine entre risitas.

Me mordí el labio y me esforcé en no llorar. ¿Acaso no era precisamente aquello lo que había deseado: estar en el teatro? Y aun así, nunca antes me había sentido más torpe, fea o sola.

La tensión entre las chicas y yo llegó a su punto crítico un tiempo después. Estábamos apiñadas en el camerino, preparándonos para la actuación. Me habían asignado un lugar en la esquina trasera, en un hueco entre una ventana cegada y una palmera marchita. Había hecho calor durante el día y aunque se habían abierto de par en par todas las ventanas que no estaban rotas, no corría nada de brisa. Nuestros trajes tendrían que haber pasado por la lavandería, pero madame Tarasova estaba demasiado ocupada y alguien, probablemente Marión, no se había lavado los pies después del ensayo. El aire apestaba a una mezcla de colonia, piel sudorosa y zapatos húmedos que revolvía el estómago. Solamente funcionaban tres de las diez bombillas de mi espejo. «En realidad da lo mismo», pensé, mirando con desaprobación las manchas de color sobre mis párpados. No se me daba bien maquillarme, aunque madame Tarasova había hecho lo posible por enseñarme. Estaba tratando de aplicarme el maquillaje a la mandíbula, cuando Claudine acercó una banqueta y se sentó junto a mí.

– El espectáculo va bien gracias a ti, Simone. He oído a monsieur Dargent decir que se han compensado las pérdidas -comentó.

Cogí el lápiz de ojos y asentí. Claudine me gustaba, pero no me fiaba de Claire, que se sentaba justo detrás de mí. Había ocupado el puesto de Anne en el coro y no ocultaba que pensaba que yo sobraba en el camerino. Independientemente de lo cuidadosa que yo fuera, cada vez que movía mi banqueta hacia atrás siempre me chocaba contra su espalda.

– ¡Ten cuidado! -me espetaba-. ¡Si me rompes las medias, tendrás que pagar una multa!

Por supuesto, en esa ocasión se dio media vuelta y le rugió a Claudine:

– El primer acto es terrible. ¡Habría que recortarlo inmediatamente!

– ¿Por qué? -preguntó Claudine, girando su banqueta para enfrentarse a Claire-. Un nuevo acto significaría semanas de ensayos sin sueldo.

Marie levantó la mirada desde su espejo.

– En todo caso, ahora ya no es necesario -comentó-. Simone ha salvado el espectáculo. La audiencia va en aumento y ayer por la noche hicimos lleno absoluto.

Me agaché para ajustarme las tobilleras y evitar la mirada de las demás. Todas habían sido simpáticas conmigo mientras trabajaba en vestuario, pero cuando conseguí un papel en el espectáculo cambiaron las cosas. La opinión de las chicas sobre mí estaba dividida. Claudine, Marie, Jeanne y Marión, que consideraban que su papel en el coro era un empleo como otro cualquiera, estaban contentas de que yo me uniera a su número, porque aquello significaba que no tendrían que separarse de sus hijos para ensayar un nuevo acto. Pero algunas de las otras chicas, como Claire, Paulette, Ginette y Madeleine, tenían ambiciones. Querían ser estrellas y yo representaba una amenaza para sus objetivos.

Claire arrugó la nariz.

– ¡Bah! -resopló, desairando a Marie con un gesto de la mano-. La audiencia está aumentando porque las celebraciones del Día de la Bastilla se han terminado y la gente necesita algo que hacer.

Algunas de las otras chicas murmuraron palabras de asentimiento.

– Creo que deberíamos hablar con monsieur Dargent después del espectáculo -propuso Paulette, echándose su bata manchada de maquillaje encima de los hombros-. El público viene porque quieren ver a chicas guapas bailando. Simone nos pone a todas en ridículo.

– Ya hablaste con monsieur Dargent la semana pasada -le contestó Claudine, riéndose entre dientes-. Y arregló el problema contratando a Simone. -Me dio unas palmaditas en el hombro y me sonrió abiertamente. Sabía que tenía buenas intenciones, pero deseé que no continuara hablando-. Y además -prosiguió-, está tan contento con Simone que está pensando en poner su nombre en los carteles de publicidad del espectáculo.

El murmullo de voces en la habitación se detuvo. Todas las miradas se volvieron hacia Claudine. Nadie me miraba a mí.

– Es verdad -comentó Marie mientras se ponía colorete en las mejillas-. Ayer mismo le oí hablando con la taquillera sobre el tema. La gente ha estado preguntando si este era el espectáculo «de la chica graciosa».

Paulette se dio la vuelta hacia su espejo y se pasó bruscamente el repillo por el pelo. Madeleine y Ginette intercambiaron una mirada.