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– Si la ponen en cartel, yo me marcho -sentenció Claire, encogiendo sus huesudos hombros-. No es más que una ayudante de vestuario. No durará mucho sobre el escenario. No basta con comportarse como una idiota. También hay que saber bailar.

– Además, tampoco es que sea ninguna belleza -añadió Madeleine, elevando la nariz en el aire.

Me levanté y corrí por la puerta, pisando zapatillas y bolsos. Cuando me encontré a salvo en el vestíbulo, apoyé la frente sobre el dorso de la muñeca y me recliné sobre la barandilla. Las groserías de las coristas eran como un mazazo para mi autoestima. Quizá tenían razón y yo no estaba hecha para el teatro.

Pero mi humor cambió en el momento en que sonó la campana de llamada a escena. Corrí escaleras abajo para colocarme en mi puesto entre bastidores. Podía sentir al público antes de verlo: el ambiente era eléctrico. Las voces de los hombres y mujeres que estaban entrando en la sala zumbaban y crepitaban como chispas de electricidad estática antes de una tormenta. Presioné con la mano la pared trasera para conectarme con aquella corriente. El propio edificio parecía estar palpitando. Aquella noche iba a haber un lleno absoluto.

Resonó el eco de un redoble de tambor por toda la sala. La orquesta arrancó con la música del número de introducción y mis pies golpearon el suelo al ritmo de los ukeleles. Ya no necesitaba que monsieur Dargent me diera el pie, pues me sabía de memoria cuándo debía entrar. Al final de la segunda estrofa, salté al escenario bajo los focos. La multitud rugió y estalló en aplausos.

– ¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja!

Mi voz se elevó por encima de las de las chicas incluso más de lo habitual. Había conseguido fortalecerla practicando todas las noches. Era capaz de forzar aún más el sonido sin desafinar. Claire trató de alcanzarme con su estridente voz de soprano, pero no podía mantener el tono y bailar al mismo tiempo. Recorrí con la mirada al público, que era un océano de rostros paralizados. Me olvidé de las hoscas recomendaciones de madame Baroux sobre mantener el «eje vertical» y contoneé las caderas y oscilé las piernas en todas las direcciones. El público rugió y aplaudió. Sus risas llegaron hasta el escenario como una ola rompiendo en la playa. En un instante, toda la primera fila se puso en pie y me vitoreó: «¡Bravo, mademoiselle Fleurier! ¡Bravo!».

¿Se sabían mi nombre? Sentí mariposas en el fondo del estómago. La vibración me recorrió desde el pecho hasta las puntas de los dedos.

– ¡Aloja! ¡Aloja! ¡Aloja! -canté, con toda la fuerza que podía extraer de los pulmones.

– ¡En solo dos semanas ya eres todo un éxito! -exclamó madame Tarasova cuando salí del escenario-. Has entrado en el mundo del espectáculo como pez en el agua. ¡Tienes talento innato!

– Te echamos de menos aquí abajo -me dijo Vera, quitándome la peluca.

– Me cambio y bajo ahora mismo, ¿vale? -le contesté, volviéndome hacia las escaleras-. Monsieur Dargent quiere que os ayude hasta que prepare más números para mí en el siguiente espectáculo.

Corrí escaleras arriba al camerino, pero me paré en seco cuando vi el desorden en el exterior de la puerta. Me quedé aturdida durante un momento, contemplando las brochas y lápices de maquillaje tirados en el suelo. Había un bote de colorete volcado de lado, una pastilla de rímel aplastada que formaba una pasta grasienta contra las tablas del suelo y el polvo de arroz espolvoreaba todo como si fuera nieve. Había un tocador con el espejo rajado apoyado contra la pared. Contemplé con la boca abierta aquel espectáculo de destrucción durante unos segundos antes de percatarme de que aquellos objetos eran míos.

Me agaché para recoger los cosméticos cuando me di cuenta de que el kimono decorado con rosas que había heredado de Anne estaña enganchado en la puerta. Tiré de él, pero estaba tan atascado que no podría moverlo a menos que le pidiera a alguna de las chicas que me ayudara. Alguien soltó una risita y vi sombras moverse por la rendija de luz que salía por debajo de la puerta. Me imaginé a Claire y a sus cómplices espiándome por la cerradura, felicitándose a sí mismas por su inteligencia. Dejé la bata: opté por volver después a por ella antes que darles la satisfacción de tener que rogarles que me la devolvieran.

Recogí el bote de colorete y limpié el resto del desorden lo mejor que pude, pasando el extremo de mi falda de hojas por el borde de los envases. Madame Tarasova había logrado componer mi colección de cosméticos de los objetos perdidos que había ido reuniendo a lo largo de los años. Me alivió ver que el envase de polvos de maquíllale estaba medio lleno. Dejé el rímeclass="underline" se había echado a perder y no merecía la pena tratar de recuperarlo. Si me quejaba a monsieur Dargent, se les descontaría el dinero del sueldo a las responsables por comportamiento problemático. Pero, si lo hacía, las intimidaciones empeorarían. Y ya había más coristas que estaban en mi contra que a mi favor.

Recogí la colección de cosméticos arruinados y miré al otro lado de la esquina. Al final del vestíbulo, cerca de los servicios, había un nicho. El hedor a orina de los retretes era insoportable, pero el nicho estaba limpio y tenía un tragaluz de cristal esmerilado y luz eléctrica. Arrastré el tocador y el espejo hasta allí, y ordené lo que había quedado de mi maquillaje sobre la mesa.

– Muy bien, Simone, me alegra verte haciendo nuevas amigas.

Miré hacia el espejo rajado para ver a Camille junto a mí, vestida con una túnica para su número de Helena de Troya.

– Bienvenida al mundo del espectáculo -continuó.

Mantuve la vista hacia el espejo. No quería que me viera llorar.

Me puso la mano en el hombro y entrecerró los ojos.

– ¿Quién te ha enseñado a maquillarte?

– Madame Tarasova me ha enseñado algunas cosas y he copiado a las demás.

– Tu cara parece un mapamundi.

Me llevé la mano a la mejilla. Sabía que por mucho que lo hubiera intentado, no había conseguido adquirir el arte de mezclar los colores. Me alegré de que el público no pudiera verme de cerca.

– Vamos -me dijo Camille, moviendo la cabeza en dirección a su camerino-. Tengo quince minutos. Te enseñaré cómo hacerlo correctamente.

El camerino de Camille era un revoltijo de bellos objetos al lado de otros horrorosos. Había una silla de mimbre coja junto a una cómoda de madera pulida de palo de rosa, y una alfombra persa, entrecruzada con una mugrienta de algodón, cubría el suelo combado. Varios mantones de Manila tapaban el sofá cama, mientras que el tocador estaba atestado de botellas de perfume sin tapón. Moví nerviosamente la nariz ante el olor de la habitación: una mezcolanza de incienso, polvo y jabón de baño.

Camille me sentó en un taburete cubierto de satén y me limpió las manchas de maquillaje que se me acumulaban alrededor de la barbilla y las aletas de la nariz. Era fácil detectar los fallos en su espejo perfectamente iluminado. El lápiz de ojos desviaba mis pestañas hacia diferentes ángulos en cada uno de los dos párpados y mi boca se curvaba hacia un extremo. Si hubiera sido un poco más oscura de piel y hubiera tenido las sombras de los ojos un poco más claras, habría parecido uno de esos cantantes estadounidenses que se «oscurecían» la piel para cantar jazz.

– Mira -me dijo Camille, recogiéndome el pelo hacia atrás y sujetándolo con un pañuelo, para después limpiarme la cara-, tienes que maquillarte por encima del nacimiento del pelo y detrás de las orejas para que no haya bordes. Y aunque tienes la piel color oliva, necesitas utilizar algo más oscuro. Todo el maquillaje se deshace bajo los focos.

Levanté la mirada hacia Camille. El carboncillo que delineaba sus ojos intensificaba su color azul. El maquillaje se fundía con el color de su piel y el rojo de sus labios era suave. Aquellos colores realzaban su tono natural. Tenía un aspecto tan perfecto como el de la encerada pieza de un frutero. Me revolví en el taburete con timidez. ¿Por qué no podía yo tener un aspecto así?