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Camille abrió la tapadera abatible de su estuche de maquillaje y rebuscó entre los contenidos.

– Aquí está -exclamó, sacando un bote que contenía una crema ce color perla. Abrió la tapa y extendió la sustancia bajo mis cejas y las pestañas de los párpados inferiores-. Destaca siempre tus cualidades y minimiza tus defectos -me explicó mientras me limpiaba los dos círculos de colorete que yo me había puesto en las mejillas para sustituirlos por dos toques de color extendidos por los pómulos-. Los seres humanos no somos más que animales con ropa -comentó-. Cuando esas chicas la toman con alguien, o bien están tratando de eliminar a la bestia más débil del rebaño o pretenden asustar a un nuevo miembro al que consideran una amenaza.

Toqué con la punta de los dedos una violeta apoyada en un platillo sobre el tocador.

– ¿Eres de Marsella? -le pregunté.

Camille era rubia y tenía facciones delicadas como si fuera del norte. Nadie en Le Chat Espiègle sabía demasiado sobre ella. Tenía reputación de no contar nada sobre ella misma y nunca hablaba de lo que había hecho antes de entrar en el teatro.

Camille dejó escapar un suspiro exasperado.

– Eres una metomentodo -replicó-. Ahora mira hacia arriba para que pueda limpiarte esos pegotes de las pestañas.

Hice lo que me dijo y ella me peinó las pestañas con un cepillito minúsculo.

– ¿Qué te parece? -preguntó, girándome la cara hacia el espejo. Parecía una muñeca en el escaparate de una tienda, con largas pestañas y boquita de piñón.

– Gracias -le dije, agradeciéndole a Camille no tanto el maquillaje sino los cinco minutos de amabilidad que me había dedicado; sola a mi corta edad, los necesitaba.

Camille asintió.

– No seas un animal débil, Simone -me advirtió-. Mi madre lo era. Por eso dejó que mi padre le pegara hasta que acabó por matarla.

Me pregunté si Camille confiaba en mí. Quizá estaba cansada de ricos pretendientes y de los tipejos que rondaban la puerta de artistas aullando tras ella cada noche después del espectáculo.

Camille debió de contarle a monsieur Dargent lo que había sucedido, porque a la noche siguiente me trasladaron al camerino número tres. La estancia estaba ocupada por Fabienne Boyer, la pechugona chántense del espectáculo, y las acróbatas Violetta y Luisa Zo-Zo. Estaba dividido desde el centro por una fila de pantallas orientales y una ventana de celosía, y teníamos que cuidarnos de no pegar portazos porque, si no, toda aquella endeble estructura se venía abajo. Fabienne ocupaba un lado de la pared y las hermanas Zo-Zo y yo la otra. En las raras ocasiones en las que todas coincidíamos cambiándonos en el camerino, el ambiente era agradable. Violetta y Luisa a veces se ponían solemnes antes de su número, pero después se volvían habladoras, y Bonbon podía sentarse en su propia cesta junto a la puerta siempre que no estuviera con madame Tarasova en la zona de vestuario.

– ¡El público de hoy es fantástico! [1]-anunciaron las hermanas Zo-Zo, entrando de repente en el camerino.

Las ronchas en las palmas de sus manos y en el dorso de sus piernas me ponían nerviosa, pero las quemaduras de la cuerda no les solían molestar. Se secaron el sudor con toallas y se frotaron la piel con aceite de oliva y ungüento de lavanda.

– Gracias a la temporada turística es por lo que tenemos tanta audiencia -nos explicó Fabienne a través de la celosía.

La división del camerino había sido idea suya, pero no a causa de que fuera altiva, sino por consideración hacia nosotras, pues recibía muchas visitas. Las pantallas no aislaban el sonido, y las hermanas Zo-Zo y yo teníamos que contener la risa cuando Fabienne practicaba sus ejercicios de calentamiento: «Maaaa… Meeee… Miiii… Moooo… Muuuu…».

La única cualidad que su chillona voz poseía era que lograba mantenerse bastante tiempo en una nota sin desafinar, pero nadie venía a ver a Fabienne por sus capacidades como cantante. Era su rostro vivaracho y su fabulosa figura lo que incitaba a las multitudes. Las flappers de pecho plano habían sido el último grito en moda femenina, pero a los hombres se les caía la baba ante un cuerpo de 97-70-100. Su tocador siempre estaba cubierto de ramos de flores.

Aunque la conversación de los admiradores de Fabienne siempre era discreta -«Mademoiselle Boyer, al aparecer usted en escena, mi corazón se llena de alegría, es usted magnífica»-, había algo presuntuoso en aquellos hombres que me ponía la piel de gallina. Le daban las buenas noches a Fabienne, le besaban la mano y caminaban con aire arrogante hacia la puerta, girándose para hacer una última reverencia, siempre con un brillo en los ojos que me recordaba a la mirada de un lobo. Unos minutos más tarde, Fabienne fingía un bostezo y anunciaba que tenía que irse a casa.

– Pronto vendrán a visitarte a ti, Simone -me dijo Fabienne una noche, rociando en el aire su perfume de lilas.

Era su manera educada de camuflar el olor a sudor con un toque de cebolla que las chicas Zo-Zo traían después de actuar.

Le agradecí a Fabienne sus palabras de ánimo, aunque la atención de los hombres no era lo primero que tenía en mente. Y no es que fuera una mojigata. Había nacido en una finca y, a diferencia de las historias que las coristas inglesas nos contaban, mis padres nunca me habían prohibido salir al campo cuando los animales se apareaban. Desde siempre, había conocido los «secretos de la vida». Pero me producía terror la historia sobre que a Madeleine la hubieran obligado a abortar o la idea de ver mi destino vinculado a los caprichos de un hombre. Si aquel era el precio por estar con el sexo opuesto, yo no quería pagarlo.

Sin embargo, un deseo que era más fuerte que el sexo recorría mis venas. Cada noche, ansiaba el sonido del aplauso del público y no me sentía saciada hasta que no había recibido como mínimo dos bises. Estaba a punto de cumplir quince años y ya sabía lo que quería ser en la vida: y no era precisamente corista cómica de segunda fila. Si no podía lograr convertirme en una gran belleza del escenario, al menos quería llegar a alcanzar la fama como cantante.

Durante la antepenúltima noche del espectáculo En el mar, cuando salí del escenario me encontré a Camille espiando a hurtadillas tras una palmera artificial en el hueco de las escaleras.

– Reúnete conmigo en mi camerino -me dijo mientras recogía el borde de su túnica y desaparecía como una diosa que acabara de emitir una orden.

Ascendí penosamente las escaleras, casi chocándome con Claude el mago, que estaba tratando de bajar con la jaula de su pájaro balanceándose en una mano y su mesa de cartas bajo el otro brazo. Esperé en mi camerino hasta que escuché a Camille canturreando por el pasillo y el sonido del pestillo de su puerta. No tenía ni la menor idea de por qué nos estábamos comportando de una manera tan discreta.

– Pasa -me dijo, haciéndome un gesto para que entrara cuando llamé a la puerta.

La cerró a mis espaldas y yo me paré en seco. Durante un momento, pensé que me encontraba en el camerino de otra persona. El habitual desorden de Camille no se veía por ninguna parte: no había ropa interior sobre las sillas ni plumas ni zapatos tirados por el suelo, tampoco collares de perlas ni pañuelos sobresaliendo de los cajones del tocador. La única prenda de ropa visible era un vestido color carmesí colgado de la puerta del armario.

– Has recogido -comenté, fijándome en la maleta junto al tocador:

Camille se volvió hacia donde yo miraba.

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[1] En italiano en el original. (N. de la T.)