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– Ah, eso -respondió-. Siempre me gusta empaquetar mis cosas al final de cada temporada. Luego lo sacaré todo de nuevo el día del estreno de la nueva representación.

Asentí. Cada artista tenía su propio ritual supersticioso. El mío era besar el medallón que contenía la fotografía de mis padres antes de salir a escena. Fabienne se persignaba antes de su número y las hermanas Zo-Zo chocaban las manos y pisoteaban el suelo. Albert me contó que el empresario teatral Samuel el Magnífico se presentaba todas las noches de estreno con un sombrero apolillado y una barba de dos días. Pensaba que acicalarse para la ocasión traería mala suerte a la compañía. Nuestras vidas eran tan precarias que necesitábamos algún tipo de ritual para mantener cierta sensación de estabilidad.

La voz apagada del cantante masculino, Marcel Sorel, penetró por la pared. Estaba hablando con monsieur Dargent.

– En el próximo espectáculo quiero el último número del primer acto -le dijo.

– ¿Por qué? -preguntó monsieur Dargent-. ¿Tienes algún compromiso con otro teatro? Ya sabes que eso sería romper tu contrato.

Camille bajó la voz.

– Escucha, Simone, monsieur Gosling me ha pedido que te pregunte si quieres venir con nosotros a cenar mañana por la noche.

– ¿Yo?

– Sí -respondió-. Está encantado con tu número y quiere conocerte.

– ¿A mí?

– Cenaremos en el Nevers.

Camille pretendía tentarme, pero sus palabras tuvieron exactamente el efecto contrario de lo que ella anticipaba. Nevers era uno de los restaurantes más exclusivos de Marsella. Me imaginé a las mujeres de vestidos elegantes que había visto en los establecimientos de la Canebière cuando solía pasear a Bonbon por allí.

– ¿Qué pasa, Simone? -preguntó-. Si quieres tener éxito, no solo basta con actuar sobre el escenario. También tienes que relacionarte con la gente adecuada. Gente que pueda ayudarte.

Aunque me costaba creer que monsieur Gosling pudiera tener interés en mí, era mi ropa lo que me preocupaba. No tenía ningún vestido lo bastante bueno como para ir a la iglesia, menos aún al Nevers. Me miré los pies y Camille sacudió hacia atrás la cabeza y se echó a reír.

– ¿Ese es el problema? -Se dirigió a su armario y cogió el vestido color carmesí-. Puedes quedarte con este. En todo caso, ya me he cansado de él. Y tengo los zapatos a juego. Puedes darlos de sí, si te quedan pequeños.

Recordé el vestido que tía Yvette había querido confeccionar para mí. La tela había caído junto con mi padre por el precipicio de las gargantas del Nesque. A pesar de mi entusiasmo por el teatro, no pasaba ni un solo día sin que me acordara de él o pensara en mi madre, tía Yvette o Bernard. Me preocupaba por que el cultivo de lavanda tuviera éxito y por cómo estaría sobrellevando mi madre el control de tío Gerome. Camille confundió mi tristeza con tozudez.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó, colocándome el vestido sobre el brazo-. Nevers. Un bonito vestido. Cena por invitación del heredero de una de las fortunas de la industria jabonera más grande de Marsella.

– ¿Por qué te comportas de una manera tan reservada con respecto a todo esto? -le pregunté.

Camille arqueó una ceja.

– Porque se me ha ocurrido que ya has provocado suficientes envidias por estos lares.

Sus palabras no me sonaron convincentes, pero le debía un favor por haber sido amable conmigo cuando las coristas me echaron de su camerino, así que accedí a acudir a la cena.

La noche siguiente, Camille saludó al portero del Nevers con la mano y con un movimiento del hombro, y se detuvo en la entrada entre dos jardineras de helechos. Yo me paré detrás de ella, sintiéndome más como una ladrona que como una dienta. Me había lavado el pelo y la cara a conciencia, pero incluso a pesar de llevar el vestido de Camille, no me sentía a la altura de aquel ambiente. La luz de las lámparas de gas se reflejaba en las copas de cristal y la cubertería de plata. Las mujeres con joyas adornándoles el cabello ocupaban sus asientos frente a hombres con gardenias en los ojales. Al principio, pensé que debíamos de estar esperando al maître, pero aun después de que nos hubiera recibido, Camille permaneció de pie el tiempo suficiente como para captar la mirada de todos los hombres del restaurante. Cuando se hubo asegurado de que contaba con la atención de todos ellos, le hizo un gesto con la cabeza al maître y entró pavoneándose hasta la mesa en la que monsieur Gosling nos esperaba fumando. Apagó el cigarrillo y se puso de pie de un salto.

– Esta es mademoiselle Fleurier -anunció Camille, acomodándose en una silla que el maître le había ofrecido.

Monsieur Gosling me besó la mano y se volvió hacia Camille.

– ¿Cómo ha ido la representación de esta noche, ma chérie? Siento habérmela perdido, pero tenía preparativos que hacer.

Camille le dedicó una sonrisa y apoyó los dedos de la mano sobre la muñeca de él. Mostraba más interés en él que la primera noche que los había visto en el exterior de Le Chat Espiègle.

– Simone ha hecho una gran actuación esta noche -comentó.

– ¿De verdad? -dijo monsieur Gosling, girándose hacia mí-. No he visto nunca el primer acto. Nunca logro llegar tan pronto al espectáculo.

Le eché una mirada a Camille, pero si se dio cuenta de que monsieur Gosling acababa de contradecirla, no lo demostró.

– Este es un sitio muy bonito, ¿verdad, Simone? -comentó.

Un camarero nos trajo un apéritif de vino blanco y cassis. Camille encendió un cigarrillo y se lo pasó a monsieur Gosling.

– Deberíamos tomar bullabesa -afirmó él antes de embarcarse en una perorata sobre aquel plato típico marsellés y sobre como absolutamente nadie se ponía de acuerdo sobre su preparación-. Nuestro cocinero insiste en que el secreto está en el vino blanco -explicó-. Pero mi abuela se echa las manos a la cabeza con solo oírlo.

Camille apoyó la barbilla en la mano, aparentando estar fascinada con el discurso de monsieur Gosling, mientras que yo hacía lo posible por no bostezar. ¿Qué estaba haciendo yo allí, atrapada entre el borde de la mesa y un busto de Julio César? Quizá Camille quería contar con mi presencia para hacer más soportable el tiempo que tenía que pasar con monsieur Gosling.

Sentí alivio cuando el camarero trajo la bullabesa, aunque no era lo que yo me esperaba. Examiné la mezcla de marisco flotando en un charco de salsa anaranjada. Por la descripción de monsieur Gosling, me había imaginado que sería una sopa o un caldo, pero aquel plato no era ninguna de las dos cosas. Aparte de la pescadilla y los mejillones, no era capaz de reconocer el resto del pescado y del marisco, incluso aunque todos conservaran todavía la cabeza. Pero cuando olfateé el aroma a pescado, azafrán, aceite de oliva y ajo, me sonaron las tripas por la anticipación. Levanté el cuchillo y el tenedor y corté un trozo de pescado.

Un camarero pasó a mi lado y arqueó las cejas. Me di cuenta de que yo era la única que estaba inclinada sobre mi plato, mientras que Camille y monsieur Gosling tenían las espaldas rectas pegadas al respaldo de la silla y sus rostros alejados de sus respectivas sopas. Me puse recta bruscamente y el trozo de pescado lleno de salsa que tenía pinchado en el tenedor se cayó sobre el mantel. Traté de limpiarlo, pero la mancha ocre se extendió aún más y también ensucié la servilleta. Miré de reojo a Camille y a monsieur Gosling, pero no se habían dado cuenta de nada. Ambos estaban perdidos en la mirada del otro.

– Tengo buenas noticias, Simone -anunció Camille cuando el camarero trajo el queso y la fruta-. Mañana monsieur Gosling y yo nos vamos a París.

– ¿A París? -Casi me atraganté con la galleta salada que me estaba comiendo.