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– Monsieur Gosling me va a poner un apartamento y me va a comprar un armario de alta costura en París -me explicó Camille sonriendo francamente-. Voy a ser la estrella principal de Eldorado.

– Pero ¿y qué pasa con el espectáculo de Le Chat Espiègle? -le pregunté-. Los ensayos empiezan mañana.

Gracias a los beneficios cosechados con En el mar, monsieur Dargent había planeado un espectáculo aún más espléndido para la siguiente temporada. Sabía que se había gastado una fortuna en los relucientes trajes en los que estaban trabajando madame Tarasova y Vera. También suponía que contaba con que Camille Casal lo protagonizaría.

La sonrisa de Camille se desvaneció durante un instante. Se frotó los brazos.

– ¿Cómo podría decírselo? -preguntó-. El me dio mi primera oportunidad. Pero es París… -Su mirada se iluminó de nuevo-. Allí es adónde una va si quiere ser una estrella. El Adriana, el Folies Bergère, el Casino de París, Eldorado. No me puedo quedar en Marsella, Simone. Pero cada vez que he querido decírselo a monsieur Dargent, no he encontrado el suficiente arrojo como para hacerlo.

Sentí la comezón de una duda incesante sobre la veracidad de las palabras de Camille, pero la ignoré. No podía ofenderme el hecho de que quisiera marcharse a París. Era el lugar al que todo el mundo aseguraba que había que ir si querías ser una verdadera estrella. Pero me preocupaba lo que la marcha de Camille pudiera significar para el resto de nosotros. Monsieur Dargent tendría que cancelar el espectáculo.

– Encontrará a otra persona -aseguró Camille-. Créeme, se le da muy bien eso.

Alargó la mano para coger su bolso, sacó un sobre y lo empujó hacia mí.

– Te confío esto, Simone. En él, le cuento a monsieur Dargent todo lo que siento en el fondo de mi corazón y le ruego que me perdone. Cuando reciba esta carta mía, seguro que lo entenderá.

Suspiré exhalando de alivio. Por lo menos, Camille sí que había tenido en cuenta los sentimientos de monsieur Dargent.

– Tú se la darás, ¿verdad, Simone? Pero esperarás hasta mañana, -;a que sí?

– Sí, por supuesto -le respondí.

Tendría que haber sabido que algo no iba bien. La señal inequívoca fue lo mucho que me apretaban los dedos de los pies y me rozaban los tobillos los zapatos que Camille me había dado y la mirada en los ojos de Fabienne cuando me la crucé en las escaleras de Le Chat Espiègle.

– No viniste a la fiesta del reparto ayer por la noche -me dijo mientras estudiaba mi vestido.

Me pregunté si se habría dado cuenta de que era de Camille.

– ¿La fiesta del reparto?

– Al final de cada temporada siempre se celebra una fiesta. Todo el mundo acudió, salvo Camille y tú.

Yo no sabía nada sobre la fiesta. ¿Por qué no la mencionaría Camille?

– Bueno, la próxima vez, haz un esfuerzo por asistir -comentó Fabienne con desdén-. No queda bien que te largues por ahí con Camille e ignores a los demás.

Hacía calor en el interior del teatro. Las paredes de Le Chat Espiègle absorbían y retenían aquel calor de una manera espectacular. Me sequé las gotas de sudor del cuello. Era la primera vez que me percataba de las manchas del papel pintado en las paredes del vestíbulo a causa de las humedades. Toda la destartalada estructura estaba plagada de grietas y la alfombra apestaba a moho. La taquillera permanecía sentada en su cabina, sellando entradas para el espectáculo de la siguiente temporada. Tenía un ventilador en su jaula de metal sobre el armario, pero se encontraba apagado.

– Ese estúpido cacharro me vuela las entradas si lo enciendo -se quejó.

Le pregunté dónde estaba monsieur Dargent y señaló con la cabeza hacia el auditorio.

– Está con el director de escena, planificando el nuevo espectáculo.

Las puertas del patio de butacas se abrieron de par en par. Un murmullo de voces masculinas flotó en la oscuridad. Uno de los focos del escenario se dirigía hacia la puerta y tuve que entrecerrar los ojos para ver el interior de la sala. Monsieur Dargent estaba inclinado sobre el escenario diciéndole a monsieur Vaimber algo sobre la iluminación. El ruido de mis pisadas resonó sobre las tablas del suelo.

Monsieur Dargent se interrumpió en medio de una frase y levantó la mirada. Sus ojos se posaron sobre los míos y se relajó. Tuve la impresión de que estaba esperando a otra persona.

– ¿Sí? ¿Qué sucede?

– Mademoiselle Casal desea que le entregue esto -le dije, tendiéndole el sobre.

Monsieur Dargent me contempló durante un momento y frunció el entrecejo.

– Tráelo aquí -me ordenó.

La expresión de incomodidad volvió a aparecer en su mirada.

Caminé arrastrando los pies por el pasillo hacia él. Monsieur Vaimber se volvió para ver qué sucedía.

– ¿Cuándo te ha dado esto? -me preguntó monsieur Dargent, arrancándome la carta de las manos.

Apreté los dedos de los pies.

– Ayer por la noche.

– ¿Dónde?

– En el Nevers.

Monsieur Dargent le echó una mirada a monsieur Vaimber, después metió el dedo en la solapa del sobre y lo rasgó. Lo observé mientras desdoblaba el papel y lo leía. No podía tener más que unas pocas líneas por la rapidez con la que acabó de hacerlo.

– ¿Qué dice? -preguntó monsieur Vaimber.

Monsieur Dargent me tendió bruscamente el papel.

– ¡Léeselo! -me ordenó.

Cogí la carta y la contemplé durante unos segundos hasta que conseguí creerme lo que decía, o, más bien, lo poco que decía:

Me marcho en busca de algo más grande y mejor.

Au revoir

C.

– Tiene que haber algo más -aseguré-. Me prometió que le daría una explicación completa.

Le cogí el sobre de las manos y rebusqué en su interior. Pero no había nada.

Monsieur Dargent bufó:

– Camille llevaba un tiempo tratando de rescindir su contrato. Le dije que podía marcharse después de la siguiente temporada y me prometió que se quedaría. Esto es una catástrofe. No tengo estrella.

Monsieur Vaimber me miró por encima del hombro.

– Parece que tú lo sabías todo, ¿no?

– ¡No! -repliqué, apretando los puños-. No hasta ayer por la noche. Fue entonces cuando me enteré de que se marchaba a París.

– Tendrías que haber acudido a mí anoche mismo -me recriminó monsieur Dargent-. Y no haber esperado hasta el mediodía del día siguiente. ¿Sabes lo que esto significa? ¡Significa que no tenemos espectáculo!

A pesar de su advertencia de que sin una estrella no habría ningún espectáculo, monsieur Dargent no canceló el ensayo de la tarde. En su lugar, esperó a que todo el mundo se reuniera en el auditorio antes de subirse al escenario, pasándose las manos por el cabello, y anunció que Camille Casal había abandonado el reparto. Las coristas prorrumpieron en un grito ahogado, interrumpido abruptamente por Claire, que cruzó los brazos sobre el pecho y se rio por lo bajo.

– ¿Te parece divertido, Claire? -le preguntó monsieur Dargent.

Ella se encogió de hombros.

– Camille no era tan magnífica. Puede usted encontrar a cualquier otra persona que haga lo mismo que ella.

A monsieur Dargent se le desencajó el rostro. Ataviado con sus trajes blancos y sus camisas de colores, normalmente tenía aspecto de dandi, aunque un poco desharrapado. Pero en esta ocasión, con el pelo encrespado formando dos conos a ambos lados de la cabeza porque no paraba de mesárselo, parecía más bien un dandi enloquecido.

– La única solución, aparte de cancelar el espectáculo, es atraer a alguien «con un nombre» de otro espectáculo. Y para eso necesito dinero. ¿Te parecerá igual de gracioso cuando tenga que exprimir los sueldos de todo el mundo para conseguir ese dinero?