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Claire se puso seria. Un murmullo recorrió el reparto.

– No puede usted hacer eso -replicó Madeleine-. ¡Tenemos contratos!

– Por lo que parece, eso no significa mucho -le espetó monsieur Dargent, que parecía más dolido que enfadado esta vez-. ¿Qué prefieres: tener contrato o un empleo?

Aunque monsieur Dargent no mencionó mi relación con la traición de Camille, noté la mirada que los demás le dedicaban a mi vestido. No tardarían mucho en comprender lo que había sucedido. La idea de que sus ya penosos sueldos tendrían que reducirse agrió el ambiente, que ya estaba lo suficientemente viciado por la peste a benceno de los trajes recién lavados y de la pintura que los encargados de la escenografía estaban utilizando para crear los decorados del siguiente espectáculo.

Contemplé como monsieur Dargent salía furioso del auditorio. Me sentía enojada con Camille por haberme utilizado como a un monigote, pero me enfurecía aún más el habérselo permitido. ¿Por qué me había invitado al Nevers? Podría haber dejado el sobre en su camerino. ¿O le preocupaba que alguien pudiera encontrarlo antes de que ella se hubiera marchado a París? La partida de Camille no podía haber sucedido en un momento peor para mí, porque necesitaba a monsieur Dargent y al resto del reparto de mi lado. Fiel a su palabra, monsieur Dargent me había concedido más números en el nuevo espectáculo que estaba basado en la historia de Sherezade. Aparecía en cinco de las siete actuaciones del coro, e incluso tenía un papel vagamente glamuroso en una pantomima como odalisca tumbada en el palacio del sah Shahriar. Tenía bastantes números como para no tener que trabajar además en el vestuario, y monsieur Dargent había contratado a una costurera mulata para que me sustituyera. Pero lo que yo realmente deseaba era pedirle un papel de cantante.

– ¡Simone! -me llamó Gilíes, el coreógrafo-. Únete a las coristas en el escenario y yo te acompañaré para que ensayes los pasos de tu número.

Me aproximé al escenario. Gilíes era la pareja de baile de Camille en un pas de deux de En el mar. Tenía diecinueve años y la piel tan tersa como el chocolate. Todas las chicas se derretían por él, aunque él prefería la compañía de los componentes masculinos del reparto.

El número de introducción estaba ambientado en un harén. Las coristas realizaban «el baile de los siete velos» -o más bien la reinterpretación de Gilíes del mismo-: iban dejando caer cada velo y finalmente aparecían ataviadas con unos transparentes pantalones de estilo árabe y unos sujetadores satinados y tachonados de joyas.

Mi papel cómico consistía en contonearme con ellas al principio, pero siempre había un velo que no lograba desenredar. Claude había utilizado sus habilidades mágicas para crear el accesorio necesario: un perno de seda escondido en el tronco de una palmera con un extremo enrollado a mi cuerpo, lo cual daba la sensación de que cuanto más tiraba del velo, más tela aparecía. Monsieur Dargent pensó que la idea era tan divertida que había incluido en el guión que yo apareciera en varias escenas más adelante, entre otras, una íntima entre Sherezade y el sah, aún tratando de desengancharme el velo.

– Al principio, parecerás una corista normal, Simone -me indicaba Gilíes-. Pero después… con una mirada y un pequeño mohín, darás la señal de que no todo va bien…

Gilíes se contoneaba y se giraba siguiendo los pasos del número, parándose de vez en cuando para indicarme algo importante:

– Si giras los hombros a la vez que sacudes los brazos es más sensual.

Adquiría un aspecto femenino cuando bailaba, a pesar de que su pecho desnudo y su espalda revelaban una anatomía musculosa.

– Vale, ahora lo intentas tú y yo te miro -me dijo, secándose el sudor de la frente con el dorso de la mano.

Le hizo un gesto con la cabeza a madame Dauphin, que comenzó a tocar una melodía oriental en el minúsculo piano de ensayos.

Nos movimos al son de la música mientras Gilíes revoloteaba entre nosotras, dándonos instrucciones y corrigiendo nuestras poses. Me imaginé cómo sonaría la música cuando la tocaran los instrumentos de viento y de percusión de una orquesta arábiga y dejé que mi cuerpo fluyera al compás del ritmo y el desarrollo que la música sugería.

– Muy bonito -me susurró Gilíes al oído-. Tienes talento innato para el baile.

«Ojalá madame Baroux le oyera decir eso», pensé.

Las puertas del vestíbulo se abrieron de un golpe, provocando una sacudida que se propagó por toda la sala e hizo que se desprendiera un trozo de yeso del techo. Madame Dauphin se quedó congelada en un acorde y las coristas se detuvieron en mitad de un giro. La silueta de monsieur Dargent se recortó como la de un fantasma contra la luz del día que provenía del vestíbulo. Incluso desde donde yo me encontraba, pude ver que tenía el rostro congestionado.

– ¡Escándalo! -gritó y su voz hizo eco por toda la sala. Levantó un periódico que llevaba en el puño cerrado-. ¡ESCÁNDALO!

Claire me fulminó con la mirada. Puede que yo hubiera transmitido las malas noticias de Camille, pero no tenía nada que ver con ningún escándalo. Y, sin embargo, un incesante mal presagio en el estómago me indicó que aunque algo horrible no me sucediera a mí, sin duda le iba a suceder a otra persona.

– ¡Simone Fleurier! -gritó monsieur Dargent-. ¡Da un paso al frente para que pueda verte!

Me quedé clavada en el sitio al oír mi nombre, pero los demás se apartaron a los lados, como si monsieur Dargent estuviera mirándome al final de un pasillo de gente, como Moisés contemplando las aguas abiertas del mar Rojo.

– ¿Has visto esto? -me preguntó, blandiendo una copia de Le Petit Provençal.

Le dije que no con la cabeza. Desdobló el periódico para que pudiera ver los titulares de la portada:

Heredero de fortuna jabonera huye con estrella de teatro

y roba las joyas de la familia

Amantes ayudados por corista cómica

– ¡Yo no he hecho tal cosa! -protesté.

– ¡Chitón! -me hizo callar monsieur Dargent y comenzó a leer el artículo con voz teatraclass="underline"

Además de retirar el dinero de su fideicomiso, monsieur Gosling robó un collar de diamantes, un brazalete y una diadema pertenecientes a la colección de joyas de su madre, declarando en su carta de despedida que destruiría estas joyas familiares si sus parientes trataban de detenerlo. Parece ser que el heredero de la fortuna jabonera marsellesa pretende invertir todos sus recursos en ayudar a mademoiselle Casal a relanzar su carrera en París. Según los comensales del exclusivo restaurante Nevers, la pareja no actuaba en solitario. Una jovencita, supuestamente la corista cómica de Le Chat Espiègle, Simone Fleurier, presuntamente podría haber ayudado a la pareja en su fuga. Han representado la versión marsellesa de Romeo y Julieta por desafiar a la familia Gosling para encontrar el amor verdadero entre los brazos del ser amado.

Las risas estallaron por todo el auditorio. Sentí un nudo en la garganta y no podría haber pronunciado palabra incluso aunque se me hubiera ocurrido algo que decir. ¿La versión marsellesa de Romeo y Julieta? ¡Pero si Camille estaba utilizando a monsieur Gosling!

– ¡Despida a Simone! -chilló Claire-. ¡Antes de que arruine el resto del espectáculo!

– ¡Ya era hora! -asintió Paulette-. ¡No ha sido más que un incordio desde el principio!

Monsieur Dargent frunció el entrecejo.

– ¿Despedirla? ¿Estáis locas? ¡Esto es un ESCÁNDALO! ¿Y sabéis lo que significa «escándalo»? ¡PUBLICIDAD!