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Capítulo 6

Una cosa es ver tu nombre en cartel porque te lo bayas ganado por tu talento y otra muy diferente es estar en él porque te hayas visto involucrada en un escándalo. Cada vez que veía mi nombre en la cartelera de Le Chat Espiègle me sentía avergonzada. Monsieur Dargent había creado un nuevo papel para mí: representaba a la sirvienta que ayudaba a la hermana pequeña de Sherezade a fugarse con el hermano pequeño del sah. Los personajes, encarnados por Fabienne y Gilíes, arriesgaban sus vidas por amor ante la misoginia y la tiranía a las que había dado rienda suelta el sah en palacio y recurrían a la sirvienta para que les ayudara a escapar. «Igual que cuando ayudó a "la versión marsellesa de Romeo y Julieta" en la vida real», rezaba la publicidad. Me entrevistó Le Petit Provençal y, con monsieur Dargent retorciéndome el brazo, sustenté la historia de que había ayudado en la fuga amorosa de Camille.

Mi inmerecido cartel me convenció aún más de que debía pedirle a monsieur Dargent un papel de cantante. Después del primer ensayo de la escena de pantomima con Gilíes y Fabienne, lo intercepté antes de que abandonara el auditorio.

– ¿Puedo hablar con usted? -susurré, mirando a mis espaldas.

Fabienne y Gilíes aún estaban sobre el escenario, discutiendo algunos cambios en las acotaciones de su escena. Paulette y Madeleine se encontraban cerca de los bastidores, con las cabezas juntas, cotilleando. No eran necesarias en aquella escena, pero se habían quedado merodeando por allí después del ensayo del coro. Paulette levantó la vista y me fulminó con la mirada. Me volví hacia monsieur Dargent.

Hubiera preferido esperar hasta que todo el mundo se marchara, pero el espectáculo iba a pasar a fase de producción, por lo que tenía que hablar con él cuanto antes.

– ¿Qué sucede? -me preguntó.

– ¿Ya ha encontrado a una Sherezade?

Se metió las notas bajo el brazo y jugueteó con su corbata.

– Voy a Niza mañana para ver a alguien. ¿Por qué? ¿Sabes algo de Camille?

Inspiré hondo.

– No, me gustaría hacer una prueba para el papel.

Monsieur Dargent negó con la cabeza.

– No tengo suplentes para este espectáculo. No puedo permitírmelos. Y todo el mundo está totalmente ocupado.

– Me refiero a que quiero hacer yo ese papel.

Monsieur Dargent frunció el ceño y se rascó la nariz con el dedo. Confiaba en que por lo menos me concediera la oportunidad de hacer la prueba. No esperaba que me diera el papel de Sherezade, pero pretendía demostrarle lo que era capaz de hacer y quizá conseguir algún número en el que pudiera cantar un solo. Esperaba que si le gustaba mi voz me cediera el papel de Fabienne y la dejara a ella ser Sherezade, pero me había vuelto lo bastante astuta como para saber que si le pedía directamente el papel de Fabienne lo único que conseguiría sería causar problemas.

Monsieur Dargent se metió la mano en el bolsillo y sacó su reloj, al que le echó una mirada.

– Ve a buscar a madame Dauphin -me ordenó-. Elige un par de canciones y volveré a las cuatro para escucharlas.

Me sequé el sudor de las manos en la túnica.

– ¡Gracias, monsieur Dargent! -exclamé-. ¡Se lo agradezco mucho!

La noticia de que le había pedido a monsieur Dargent el papel principal se extendió como la pólvora entre el reparto en cuestión de minutos. De camino a ver a madame Dauphin, pasé por delante del camerino de las coristas y escuché a Claire diciéndoles a las demás:

– Simone se está dando demasiada importancia. Me encantaría ponerla en su sitio.

Odiaba la maledicencia de la vida entre bastidores. Después de que me incluyeran en el cartel del espectáculo, incluso Jeanne había dejado de hablarme. Esa era la envidia y la inseguridad que dominaba nuestras vidas. Solo Marie, con sus mejillas sonrosadas y su encanto efusivo, seguía siendo agradable conmigo.

– Buena suerte -me deseó, saliendo disimuladamente al pasillo cuando me vio dirigiéndome escaleras abajo-. No puedo quedarme después del ensayo para verte, pero sé que lo harás bien.

Madame Dauphin me estaba esperando en la habitación bajo el escenario. Abrió una cartera y la volcó, dejando caer un montón de partituras en el suelo.

– Elige la que quieras -me dijo-. Cualquiera que creas que vayas a cantar bien.

Me incliné para examinar el montón.

– No sé leer música -repliqué, espantando un escarabajo que había caído junto con el revoltijo de papeles-. ¿Puede usted ayudarme a elegir?

– ¿Ah, no? -exclamó madame Dauphin, mirándome con ojos entornados por encima de sus quevedos.

No dejé que su tono de desaprobación me desanimara. Era consciente de que Fabienne y Marcel tampoco sabían leer música y se aprendían todo de oído. Madame Dauphin cogió la carpeta de la tapa del piano y hojeó las partituras.

– Entonces, elegiré algo de la obra -anunció, pasando las páginas de la partitura de Sherezade-. Lo intentaremos con dos números. Uno más optimista y otro lento, para que puedas demostrar tu registro.

Escuché el primer número y me uní tan pronto como comprendí la melodía. Mi voz resonó en el sótano vacío. Sonaba clara y hermosa. Pero madame Dauphin no me felicitó; de hecho, mostró un rostro totalmente inexpresivo durante todo el ensayo.

«¿Qué importa? -me dije a mí misma-, no voy a dejar que me desmoralice».

Me sentí muy satisfecha de mi actuación y, tras una hora, me marché para acudir al ensayo del coro con Gilíes, convencida de que lograría impresionar a monsieur Dargent con mi audición. Traté de no desconcentrarme mientras Gilíes nos indicaba los pasos del número del harén, hasta que se quedó contento con la facilidad con la que contoneábamos las caderas y ondulábamos el vientre.

– ¡Estás tan rígida como un cadáver! -le espetó a Claire, que arrugó la nariz y le hizo una mueca tan pronto como Gilíes le dio la espalda.

A las cuatro en punto terminó el ensayo del baile y monsieur Dargent se aproximó por la sala con monsieur Vaimber. Ambos se sentaron en unas butacas de la segunda fila. Madame Dauphin se giró y les saludó con la cabeza. Hojeó su cuaderno de partituras que estaba sobre la tapa del piano y lo abrió por la primera canción que habíamos ensayado aquella tarde. Monsieur Dargent sacó el reloj del bolsillo y se lo colocó sobre la rodilla. Miré a mi alrededor. Para mi desgracia, las demás chicas no dieron muestras de marcharse. Madeleine, Ginette y Paulette tomaron asiento unas filas más atrás de monsieur Dargent y se pusieron a cuchichear, tapándose la boca con la mano. Me pregunté por qué monsieur Dargent no las echaba. Quizá quería ver cómo actuaba con público.

– Cuando estés lista, Simone -me dijo.

Ni siquiera aquella primera noche en la que me habían empujado a salir al escenario para hacer el número hawaiano me había sentido tan nerviosa como en ese momento. Entonces no tenía nada que perder. Ahora había más cosas en juego: si fracasaba en la audición, probablemente no me dejarían volver a intentarlo.

Madame Dauphin arrancó con la introducción de la canción sin esperar a ver si yo estaba lista. Comenzó a tocarla una octava más alta de como la habíamos practicado y no tuve más opción que comenzar a cantar:

Depende de mí: no tengo miedo, depende de mí: lo cautivaré, depende de mí: puedo hacerlo…

En aquella clave inadecuada, mi voz sonaba tirante. Traté de subir el tono. Había planeado darle a la canción un toque cálido y dulce. En su lugar, estaba cantando como un pajarillo chillón. Pero a monsieur Dargent no pareció desagradarle. Se inclinó hacia delante, estudiándome. «Si logro superar esto -pensé-, puede que me deje cantarla en el tono adecuado».