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Madeleine y Paulette se hundieron aún más en sus asientos y se echaron a reír. Traté por todos los medios de no dejar que me intimidaran. Monsieur Vaimber estaba mirando al techo. Pero aquella no era una mala señaclass="underline" si no le estuviese gustando, me habría hecho parar antes. Mi cuerpo se relajó y sentí que aumentaba mi confianza.

Otras muchachas han perdido la cabeza: pero yo no, yo soy más lista.

Puede que él sea el gobernante, pero yo soy una mujer.

De repente, revoloteó la cortina del bastidor que se encontraba más cerca de mí. Pensé que había sido una corriente de aire y perdí la concentración durante un momento, cuando vi a Claire merodeando por un hueco del telón. Yo podía verla perfectamente, pero estaba oculta para los que se encontraban en el patio de butacas.

– No lo conseguirás -murmuró, lo bastante alto como para que yo pudiera escucharla-. Eres horrible y estás tan delgaducha como una raspa de pescado.

La irritación me invadió, pero decidí continuar. Si me detenía, Claire podría meterse en apuros, pero también acabaría con mi audición. Monsieur Vaimber era un purista en lo relacionado a continuar cantando pasara lo que pasara. «Los artistas tienen que saber mantener la concentración tanto con un público hostil como con uno amable», solía decir. En Le Chat Espiègle sin duda había experiencia con los públicos hostiles. Hacia el final de la temporada, cuando En el mar conseguía llenos absolutos, el éxito del espectáculo no impedía que los alborotadores lanzaran a las coristas colillas y programas enrollados a modo de armas arrojadizas. Pero monsieur Vaimber siempre dejaba claro que teníamos que continuar, independientemente de las pitadas y los abucheos.

Una sensación de quemazón me abrasó la garganta y me empezaron a llorar los ojos. Traté de parpadear para ver qué me los estaba irritando. Un vapor picante inundó el ambiente. Percibí una imagen borrosa de Claire vertiendo el contenido de una botella en el suelo. Fluyó hasta mis pies formando un reguero aceitoso. En medio de aquel calor, ese olor resultaba pestilente: era amoniaco. Me llevé la mano a la garganta y perdí el compás. Traté de exhalar suficiente aire como para terminar el estribillo, pero no podía respirar. Mi voz sonó desafinada. Monsieur Vaimber sacudió la cabeza de un lado a otro y monsieur Dargent frunció el ceño. Intenté no rendirme, pero fue inútil. La sangre me latía tan fuerte en los oídos que apenas podía escuchar la música.

Estaba a punto de echarme a llorar cuando alcancé el último acorde. Pero antes de que pudiera recuperar el aliento, madame Dauphin ya había empezado la siguiente canción. Monsieur Dargent levantó la mano.

– Creo que ya es suficiente por hoy -sentenció.

– Pero monsieur Dargent -tartamudeé, tragando saliva-. No es justo… Puedo hacerlo mejor. Es solo que…

– Una cosa es empezar bien, pero también tienes que ser capaz de terminar la canción correctamente -me interrumpió-. Si no, ¿cómo ibas a cantar todas las canciones del espectáculo?

No había crueldad en su tono, pero no le hizo falta añadir nada más.

A la mañana siguiente, me levanté y descubrí que el cielo se había encapotado. El agua gorgoteaba por las alcantarillas. La lluvia, que alternaba entre chaparrones y lloviznas, salpicaba las casas y convertía las calles en canales embarrados que olían a humedad. Las lluvias primaverales fueron tan breves que apenas se habían hecho notar y el verano había sido seco. No había visto una lluvia como aquella desde el día de la muerte de mi padre y durante un momento pensé que estaba en la finca, de nuevo en casa. Un rayo de luz tenue cayó sobre Bonbon, que todavía dormía sobre mi pierna. Pasé la mano por su pelaje aterciopelado. A causa de los largos ensayos y veladas, me había acostumbrado a levantarme tarde, pero aquel día no podía dormir más. Aparté las sábanas y las mantas y escuché el agua goteando por las tejas del tejado. Pensé en la carta que había recibido de tía Yvette cuando regresé del teatro tras mi desastrosa audición.

Querida Simone:

Me he inquietado mucho al saber que ahora trabajas en un teatro… Sé que eres una muchacha de buen corazón, pero he oído cosas malas sobre ese tipo de sitios y estoy preocupada por ti… Bernard irá a verte lo antes posible. Cree que puede encontrarte trabajo en una fábrica de Grasse.

PD: Además, adjunto a esta carta un mensaje de tu madre.

Estaba convencida de que el trabajo que Bernard había sugerido se trataba de una ocupación fácil y limpia -probablemente relacionada con la industria del perfume-, pero la carta de tía Yvette no podría haber llegado en peor momento. Necesitaba que tuviera confianza en mí, porque yo misma la había perdido.

El mensaje adjunto de mi madre era un dibujo que ella misma había realizado de un gato negro. Sonreí ante aquella imagen y los ojos me escocieron por las lágrimas. Era su manera de decirme: «Buena suerte». Siempre me había sentido más unida a mi padre que a mi madre, aunque los quería a los dos. Pero ahora que mi padre ya no estaba, los misteriosos mensajes de mi madre eran para mí más importantes que nunca.

– No has heredado mis dones, Simone -me había dicho una vez mi madre mientras contemplaba el fuego-. Eres demasiado lógica. Pero, ¡Dios mío!, ¡qué cualidades tan maravillosas posees! ¡Y qué llama tan magnífica arderá cuando estés lista para hacer uso de ellas!

Apreté los ojos con fuerza y me pregunté qué estratagema tendría que utilizar para mantener el tipo en Le Chat Espiègle y continuar con el resto del espectáculo. ¿Qué esperanza tenía de conseguir una vida mejor si nunca iba a ser nada más que una corista, levantando la pierna para ganar setenta francos a la semana que únicamente me daban para pagar el alquiler de una sola habitación con un grifo de agua fría compartido y un retrete al final del pasillo?

– Pero hubieras logrado hacer una buena audición de no ser por Claire -susurró Marie mientras esperábamos entre bastidores para el ensayo del baile del harén aquella tarde-. Ella es la que ha arruinado tu oportunidad. Todavía deberías mantener la confianza en ti misma.

– No -le respondí, negando con la cabeza-. Si fuese realmente buena, habría sido capaz de ignorarla.

– Eres demasiado dura contigo misma -replicó Marie, tocándome el hombro-. Espera un poco. Todavía eres joven. Seguro que se te presentará otra oportunidad.

Fingí una sonrisa alegre y moví las caderas y los brazos como si no me importara otra cosa en el mundo, aunque el ensayo fue una tortura. Cuando Gilíes daba instrucciones, evitaba mirarme directamente o se me quedaba mirando demasiado tiempo. En una ocasión, vi como se estremecía cuando nuestras miradas se cruzaron. La compasión en sus ojos me dolió más que si sencillamente me hubiera ignorado. Mientras practicaba mi número en solitario, las demás chicas se sentaron en la primera fila a contemplarme. Claire fingió que bostezaba hasta que se aseguró de que había captado mi atención y entonces sonrió. La ignoré. No significaba nada para mí. Pero aquella actitud insensible habría sido mucho más útil un día antes, durante la audición.

Monsieur Vaimber supervisó los ensayos mientras monsieur Dargent estuvo fuera, en Niza, para negociar el contrato de la nueva estrella. Una tarde, días después de mi audición, monsieur Vaimber nos hizo representar el número final. Todo el reparto estaba en escena, incluyendo a la Familia Zo-Zo, que iban a ser aves gigantes revoloteando por encima de Sherezade y el sah mientras se declaraban su amor mutuo. La pareja se elevaría como por arte de magia sobre una alfombra mágica, gracias a una tramoya montada con cuerdas y espejos diseñada por Claude. La escena terminaría con un frenético baile de las coristas, una canción de Fabienne y yo finalmente me desengancharía el velo rebelde. Madame Baroux hacía las veces de Sherezade. La mayor parte del tiempo posaba como un accesorio del atrezo más que como una verdadera artista, pero durante la escena final hizo el esfuerzo, a pesar de que no se separaba de su bastón, de bajar por las escaleras del ensayo contoneando sus largas y delgadas piernas, con su eje vertical tan perfectamente erguido que casi se podía ver la «cuerda imaginaria» de la que tanto hablaba, prolongándose desde su coronilla hasta el techo. De repente, la puerta del auditorio se abrió con un enérgico portazo contra la pared. Todos nos volvimos para ver a monsieur Dargent de pie en el pasillo del patio de butacas, acompañado de una mujer de pelo rubio intenso.