– Los borrachos seguían cantando su canción -leí yo en voz alta-, y la niña, bajo la mesa, cantaba la suya…
– ¡Bof! -se burló tío Gerome, hurgándose entre los dientes con la punta de un cuchillo-. ¡Qué a gusto están unas que yo me sé leyendo libros inútiles, especialmente cuando no se rompen el espinazo en el campo todo el día!
Las manos de mi madre pararon de remendar en seco y cruzó una mirada conmigo. Los músculos del cuello se le pusieron en tensión. Mi tía y yo nos acercamos a ella, recogiendo el borde de la tela y simulando que la estábamos admirando. Aunque ninguno podíamos enfrentarnos a tío Gerome, siempre nos apoyábamos cuando se burlaba de alguno de nosotros. Tía Yvette no podía trabajar en el campo por las características de su piel. Una hora bajo el sol meridional le habría provocado quemaduras de tercer grado. Provenía del pueblo de Sault, y la superstición que existía en torno a los albinos era la única razón por la que una mujer atractiva e inteligente como ella había terminado casándose con tío Gerome. Él era lo bastante perspicaz como para darse cuenta de que, aunque mi tía no podía colaborar en el campo, lo compensaba con creces como cocinera y ama de casa, pero nunca le oí reconociéndole ningún mérito. En cuanto a mí, sencillamente yo no servía para cosechar. Me llamaban «el Flamenco», porque mis flacas piernas eran el doble de largas que el resto de mi cuerpo, e incluso mi padre, que tenía solo un ojo y cojeaba de una pierna, podía recoger la cosecha de un campo entero más rápido que yo.
Unas risas surgieron del granero. Me pregunté de dónde sacaban los españoles la energía para tanta jovialidad después de un día entero en el campo. El sonido de la guitarra flotó a través del patio. Me imaginé a José rasgueando el instrumento, con la mirada cargada de pasión. Los otros jaleaban dando palmas y entonando una especie de cante flamenco.
Tía Yvette levantó la mirada y después volvió a centrarse en la novela. Tío Gerome cogió un manta y se la enrolló alrededor de la cabeza, para dejar patente que le disgustaba aquella música. Mi padre miró hacia el cielo, ensimismado en sus propios pensamientos. Mi madre seguía concentrada en su labor, como si estuviera sorda ante aquellos sonidos festivos. Aunque estaba sentada, mantenía de cintura para arriba una postura tan erguida que la hacía parecer una estatua. Miré bajo la mesa. Mi madre se había quitado los zapatos y marcaba con uno de los pies un sensual ritmo, arriba y abajo, como si la extremidad estuviera bailando por su cuenta. Su disimulo me recordó que mi madre era una mujer llena de secretos.
Aunque las fotografías del abuelo y la abuela Fleurier presidían nuestra chimenea, no había ninguna foto de mis abuelos maternos en ningún otro lugar de la casa. Cuando yo era niña, mi madre me enseñó la cabaña en la que habían vivido, al pie de una colina. Se trataba de una sencilla estructura de piedra y madera que se mantuvo en pie hasta que un incendio forestal, avivado por un fuerte viento mistral, barrió el desfiladero aquel mismo año. Florette, la encargada de correos de la aldea, me contó que mi abuela era tan famosa por sus remedios medicinales que incluso la esposa del alcalde y el viejo párroco solían recurrir a ella cuando fallaban la medicina convencional o las oraciones. Me dijo que un buen día mis abuelos, que entonces ya eran una pareja de mediana edad, aparecieron en la aldea con mi madre. La encantadora niña, a la que llamaron Marguerite, ya tenía tres años la primera vez que los habitantes de la aldea la vieron. Aunque ellos aseguraban que la niña era suya, muchos pensaban que a mi madre la habían abandonado los gitanos.
El misterio en torno a sus orígenes y los rumores de que poseía dones de curandera no sentaron bien en la estricta familia católica de los Fleurier, que se opusieron a que mi madre se casara con el hijo predilecto. Sin embargo, nadie pudo negar que fue mi madre la que cuidó de mi padre cuando todos los médicos de campaña ya le habían desahuciado.
Los españoles continuaron cantando mucho después de que tío Gerome y tía Yvette regresaran a su casa, y de que mis padres y yo nos fuéramos a la cama. Me tumbé despierta, contemplando las vigas del techo y notando como me corría el sudor por los espacios entre las costillas. La luz de la luna a través de los cipreses creaba sombras que parecían olas sobre la pared de mi habitación. Me imaginé que aquellas siluetas eran los bailaores moviéndose al ritmo de la música.
Debí de quedarme dormida, porque me senté sobresaltada poco tiempo después y me di cuenta de que la música se había detenido. Oí que Chocolat ladraba. Me deslicé fuera de la cama y miré por la ventana hacia el patio. Una suave brisa había refrescado el ambiente y la luz plateada de la luna caía sobre las tejas del tejado y sobre los edificios. Contemplé el muro que se encontraba al final del jardín y parpadeé. Había un corro de gente bailando allí. Se deslizaban en silencio, sin tocar música ni cantar, moviendo los brazos sobre sus cabezas y taconeando al son de un ritmo que no se oía. Agucé la mirada en la oscuridad y reconocí a José bailando con Goya sobre sus hombros: la sonrisa de dientes blancos del muchacho parecía una cicatriz sobre su oscura tez. Yo misma elevé los talones del suelo. Sentí la necesidad de correr escaleras abajo y unirme a ellos. Me agarré al marco de la ventana, sin saber si los bailarines eran realmente los españoles o espíritus malignos disfrazados para atraerme hacia la muerte. Las ancianas de la aldea contaban historias así.
Se me paró el corazón durante un instante.
Además de Goya, había otros cinco bailarines: tres hombres y dos mujeres. Me quedé boquiabierta cuando vislumbré la larga melena oscura y las delicadas extremidades de la segunda mujer. Bajo su piel ardía un fuego incandescente y casi saltaban chispas de los pies cada vez que tocaban el suelo. El vestido que llevaba flotaba a su alrededor como una corriente de agua. Era mi madre. Abrí la boca para llamarla, pero en su lugar me sorprendí a mí misma trastabillando hacia la cama, rendida de nuevo por el sueño.
Cuando abrí los ojos, estaban despuntando las primeras luces del día en el cielo. Tenía la garganta seca. Me froté la cara con las palmas de las manos, sin saber si lo que había visto había sido real o un sueño.
Me puse el vestido, bajé de puntillas las escaleras y pasé frente a la habitación de mis padres. Mi madre y mi padre estaban dormidos. Puede que yo no hubiera heredado los poderes de mi madre, pero sí tenía su curiosidad. Me deslicé hasta el final del patio, cerca del muro donde crecían los almendros. Con el verano, la hierba era alta y apacible. Miré bajo los árboles y plantas en busca de algún rastro que hubieran podido dejar los intrusos, pero no encontré nada. No había coronas de hierbas trenzadas, fragmentos de hueso o amuletos de piedra. No había ni rastro de ningún objeto mágico. Me encogí de hombros y me di la vuelta para marcharme, pero entonces vi un destello por el rabillo del ojo. Alargué la mano y toqué la rama más baja de uno de los árboles. Enredado entre las hojas, había un solitario hilo rojo.
La pálida piel de mi tía y mis largas piernas no nos dispensaron del trabajo ligado a la destilación. Mi padre y tío Gerome, con los rostros contorsionados por el esfuerzo, sacaron del alambique con la ayuda de un cabrestante un humeante cilindro de tallos de lavanda comprimidos. Mi madre y yo nos apresuramos a deshacer el montículo de tallos con nuestros rastrillos y los extendimos sobre esteras antes de ponerlos al sol para que se secaran.