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– Señoras y caballeros, reúnanse a mi alrededor -nos llamó monsieur Dargent, haciéndonos un gesto con la mano para que nos acercáramos.

Nos secamos el sudor de la cara y el cuello con pañuelos y toallas y nos movimos lentamente hacia el borde del escenario.

– Tengo el placer de presentarles a mademoiselle Zephora Farcy: la nueva estrella de nuestro espectáculo.

Monsieur Dargent cogió la mano de la mujer con un gesto de exagerada cortesía.

Al reparto le costó unos segundos recobrarse de la sorpresa y saludarla. La piel de la frente de Zephora era tan suave que no podía tener más de treinta años, pero su orondo pecho y sus rollizos antebrazos le daban un aspecto de matrona, tanto, que podría haber sido la madre o la abuela de cualquiera. Sus senos eran como dos enormes bolsas de arena cayendo desde el pecho y su cinturón apenas lograba contener un voluminoso vientre.

– Debe de ser una buena cantante -susurró Gerard.

Las luces del escenario iluminaron el suave vello de las mejillas de Zephora, que me hizo pensar en los dientes de león. Bordeados por unos labios rojísimos, sus dientes, algo torcidos, resultaban sensuales y brillaban sus ojos ligeramente estrábicos. La sonrisa que les dedicó a monsieur Vaimber y a los demás hombres de la habitación rebosaba encanto femenino, pero el rostro se le volvió pétreo y su boca se curvó en una mueca de desagrado cuando posó la mirada sobre las demás.

– Está claro que no es ninguna Camille -le murmuró Fabienne a Marcel, pero él no la oyó.

Por el modo en el que le brillaba la mirada, daba la sensación de que estaba tan embelesado con la nueva estrella como monsieur Dargent.

«Pues casi mejor que le guste -pensé yo-. Él representa el papel del sah, así que tendrá que besarla».

Haciendo caso omiso de nuestras expresiones de asombro, monsieur Dargent dio una palmada y anunció que mademoiselle Farcy acababa de terminar la temporada en el Teatro Madame Lamare en Niza y antes de aquello había actuado en el Scala de París.

Madeleine y Paulette intercambiaron una mirada. La mención de París hacía más comprensible por qué monsieur Dargent había elegido a Zephora para sustituir a Camille. Haber actuado en la capital le daba muchos puntos. Lo único que monsieur Dargent tenía que hacer para atraer al público era mencionar que contaba con una «estrella de París». En principio, no importaría si era buena o no.

Más tarde, ese mismo día, ensayamos una escena del segundo acto en la que aparecíamos Zephora, Marcel, Fabienne y yo. Todos los demás que no estaban en la escena se quedaron merodeando entre bastidores, curiosos por ver actuar a la nueva integrante del reparto.

– ¿Qué está haciendo aquí cuando podría estar en París? -le preguntó Claude a Luisa-. Algo me huele a chamusquina.

– La presencia de las coristas ya no será necesaria en esta escena -indicó monsieur Dargent desde su asiento en la primera fila del patio de butacas.

– ¿Cómo? -exclamó Claire.

– Mademoiselle Farcy no baila, así que ya no os necesitamos en escena. El baile de Simone será suficiente.

A las demás chicas no les importó. Se encogieron de hombros y abandonaron el escenario. Solo se quedó Claire, con los puños apretados a ambos lados del cuerpo. Aquel era el número en el que daba una voltereta lateral y bailaba desde el fondo hasta el borde del escenario: era prácticamente un solo. Se mordió el labio y levantó la barbilla. Por un momento, pensé que iba a echarse a llorar. Pero dejó caer los hombros y pareció pensárselo mejor. Después de todo, tenía un alquiler que pagar y su sueldo no iba a verse afectado por aquello, solo su ego. Me lanzó una mirada centelleante y abandonó bruscamente el escenario. Escuché sus fuertes pisadas escaleras arriba en dirección al camerino. ¿De qué le habían servido todas sus tretas? Yo sabía bailar y Fabienne también. Si cualquiera de las dos hubiera conseguido el papel de Sherezade, ella podría haber hecho su número.

Zephora permaneció impasible mientras las coristas se marchaban. Se sentó en un banco, leyendo la partitura, ignorándonos a los demás.

Marcel la contempló con curiosidad antes de acercarse sigilosamente a ella.

– Bonjour, mademoiselle Farcy -la saludó, haciendo una reverencia-. No nos han presentado correctamente. Soy Marcel Sorel, el actor principal. Es un placer conocerla.

Zephora levantó la mirada hacia él, pero no sonrió.

– Creo que deberíamos ceñirnos al guión, ¿no es así? -comentó.

Marcel se quedó con la boca abierta, sin saber si Zephora lo había desairado o no. Ella cogió la partitura y no volvió a dar muestras de percatarse de la existencia de Marcel. Él se retiró arrastrando los pies, como un perro apaleado.

Por la manera tan altiva en la que me había mirado, supe que era mejor no acercarme a Zephora directamente. Acaté todas las instrucciones de monsieur Dargent. Sin embargo, sí que tuve que leer parte del guión con ella, y me sorprendió escuchar su aguda voz y su apagada vocalización. Hasta entonces, había sentido vergüenza por compartir el escenario con una artista cuyo papel había intentado conseguir, empeño en el que había fracasado tan miserablemente. Pero cualquier sentimiento de superioridad que yo pudiera tener se desvaneció cuando Zephora cantó. Marcel y Fabienne demostraron su respeto quedándose sobrecogidos y boquiabiertos.

Zephora contaba con una voz dotada de autoridad. Tenía un toque metálico y su trémolo era tan exagerado que el suelo vibraba cada vez que pronunciaba una erre, pero cuando cantaba te atraía hacia ella, como un pez atrapado por la caña de pescar. E incluso aunque la carne de sus caderas se bamboleaba cada vez que pasaba el peso de su cuerpo de un pie al otro, irradiaba más carisma que obesidad. Zephora era como un panal rezumando miel. Supe que iba a cosechar un gran éxito entre los espectadores masculinos. Y teniendo en cuenta que aproximadamente el noventa por ciento de la gente que venía a ver los espectáculos de Le Chat Espiègle eran hombres, eso era lo que realmente importaba.

Al día siguiente, tenía una cita con madame Tarasova para que me arreglara mi traje.

– ¿A qué viene esa cara tan sombría? -me preguntó, levantando la vista de la máquina de coser.

Llevaba el pelo peinado en una trenza enroscada alrededor de la coronilla con un estilo que le sentaba mejor que su habitual moño apretado. No deseaba hablar sobre mi fracaso en la audición, así que intenté cambiar de tema felicitándola por su nuevo peinado. Pero madame Tarasova comprendió mi táctica y persistió:

– Bueno, entonces -me preguntó, arqueando las cejas-, ¿quién se ha muerto?

Vera estaba colgando unos trajes en una barra elevada con ayuda de una vara.

– Está disgustada por su audición -comentó.

Madame Tarasova me espetó:

– Ha sido tu primera audición y fuiste lo bastante insensata como para presentarte sin haberte preparado. Puede que seas capaz de ponerte en pie y cantar en una boda, pero en el escenario no es lo mismo. Tienes que practicar una y otra vez.

Se levantó de la máquina de coser y se puso la cinta métrica alrededor del cuello.

– ¿Por qué no ajustamos para ti el traje que Camille tenía que ponerse? -propuso-. La nueva protagonista va a necesitar uno nuevo de una talla completamente distinta.