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– ¿Qué debería haber hecho en la audición? -le pregunté a madame Tarasova cuando se agachó para medirme las piernas.

– Yo era encargada de vestuario en la ópera de San Petersburgo -me contó-. Créeme, los buenos artistas practican durante horas para que lo que hacen parezca fácil. No solo te pones en pie sobre el escenario y te conviertes automáticamente en una estrella, aunque parezca que ellos sí lo consigan.

Vera me ató un pañuelo al pelo.

– Tú serías una Sherezade mucho mejor que Zephora si entrenaras la voz -me dijo.

– ¿Tú crees? -le pregunté, notando que mejoraba mi ánimo.

– Tienes un buen tono -me respondió-, pero no has entrenado la voz. No podrías cantar un espectáculo entero de ninguna manera.

Cogió aire y cantó una estrofa de una de las canciones de Sherezade, manteniendo la última nota antes de dejar que se extinguiera. El sonido era uniforme y muy hermoso.

Vera se echó a reír ante mi asombro.

– Yo también planeaba ser cantante, pero los bolcheviques tenían otros designios para mí.

– Podrías ayudar a Simone con su voz -propuso madame Tarasova mientras deslizaba la cinta métrica alrededor de mi cintura-. Aunque al final acabará por necesitar lecciones de verdad.

– Podemos practicar con el piano del sótano -asintió Vera-. Utilizaríamos las canciones de Sherezade antes de que los demás vengan a ensayar.

Me reproché a mí misma el haberme dejado derrotar tan fácilmente. El problema no era yo; era mi falta de experiencia. Y parecía que madame Tarasova y Vera pensaban que, si me esforzaba, lograría ser una buena cantante.

Sherezade resultó ser el espectáculo de más éxito en Le Chat Espiègle. Hacia el final de la segunda semana había corrido la voz y la multitud formaba colas desde las taquillas por todo el vestíbulo y a lo largo de la plaza para conseguir asiento. Los espectadores no se desalentaron ni siquiera cuando los cielos se abrieron para dejar caer un torrente de lluvia. Sencillamente, abrieron sus paraguas y siguieron charlando bajo ellos mientras esperaban para comprar una entrada. Además de nuestra clientela habitual de marineros y obreros, la publicidad también atrajo a funcionarios de aduana, maestros, médicos, peluqueros, trabajadores del ayuntamiento y otros respetables integrantes de la sociedad marsellesa. Monsieur Dargent estaba radiante gracias a su primer éxito de verdad. El aspecto demacrado que había caracterizado su rostro desde la marcha de Camille se desvaneció en cuestión de días. Nos daba palmadas en la espalda, nos pellizcaba las mejillas y se aficionó a fumar puros como un verdadero empresario teatral.

Sin embargo, el éxito del espectáculo no puso freno al mal ambiente. Si algo hizo, fue empeorarlo. Gerard se apostaba entre bastidores frotándose sus peludos nudillos y murmurando sobre los defectos de todos los demás. Y aunque se había vuelto a incluir en el espectáculo el baile con voltereta de Claire, no dejó de fruncirle el ceño a monsieur Dargent o de bufarme a mí. Había rumores de que Paulette había sustituido el pegamento para postizos de Madeleine por miel, por lo que esta última había perdido su cache-sexe durante la representación del miércoles por la noche y monsieur Vaimber tuvo que sacarla de un tirón del escenario. En represalia, Madeleine echó arena en la crema desmaquillante de Paulette, y a partir de entonces Paulette lució varios rasguños en las mejillas y la barbilla. Y, sin embargo, todos aquellos egos compitiendo por la atención del público lograban mejorar el rendimiento del reparto.

Zephora seguía comportándose de manera distante y su frialdad incluso empezó a afectar a monsieur Dargent. Antes y después de cada espectáculo, se retiraba a su camerino y se negaba a recibir visitas. Una noche, monsieur Dargent le rogó que se asomara para ver a los admiradores que la esperaban en la entrada de artistas y lo único que recibió fue una cortante respuesta:

– ¡Déjeme en paz! ¡Estoy demasiado cansada!

En su lugar, nos enviaron a Fabienne y a mí abajo para entablar conversación con los impacientes admiradores de Zephora, aunque yo no tenía ni idea de cómo hablar con aquella multitud de hombres balbuceantes que se encontraban junto a la puerta. Fabienne, que se consideraba una experta en recibir piropos, me ayudó.

– ¡Oh! ¡No la acosen a ella! Es demasiado joven para ustedes. Vengan aquí y hablen conmigo.

Aunque trabajábamos a destajo, Vera no dejaba escapar ni un solo momento para entrenar mi voz. Independientemente de lo tarde que hubiéramos terminado la noche anterior; nos reuníamos todas las mañanas a las once en el sótano. Ella tocaba notas al piano para que yo las cantara, e iba subiendo el tono más y más, todo lo que yo podía seguirla.

– Tienes una encantadora voz de mezzosoprano -me decía-. Y la proyectas bien. No entiendo qué pudo pasar durante la audición. Quizá fueron los nervios.

Vera me explicó que podía superar mi nerviosismo si respiraba correctamente.

– No cojas más aire del que necesitarías para oler una rosa y después deja salir tu voz sobre esa amortiguación de aire -me explicó.

Cantamos todas las canciones de Sherezade y Vera me demostró cómo debía entonarlas correctamente y en qué momentos debía enfatizar la emoción de cada canción.

Me divertían tanto las clases y cantar que, en lugar de sentir celos de Zephora, trataba de aprender de ella. La estudiaba siempre que podía, entre bastidores o durante los ensayos. Aunque su voz tenía características diferentes a la mía, me esforzaba por memorizar cómo expresaba las canciones y la imitaba cuando me encontraba a solas. Luego, cuando me reunía con Vera, adaptábamos las canciones a mi propio estilo.

Durante una matiné, me sorprendió la actuación lánguida que realizó Zephora. Su voz sonaba ronca y, a pesar del maquillaje, tenía unas manchas oscuras bajo los ojos y un tono febril en las mejillas.

– Por favor, llevadme con vos al palacio del sah -le dije yo, dándole el pie para su canción.

Ella se puso rígida. Durante un instante, pensé que se había olvidado del guión y traté de murmurárselo, pero no reaccionó. Fabienne trató de captar la atención de Zephora dándole un pisotón, pero aquello tampoco funcionó. El director de la orquesta levantó los brazos y dirigió a los músicos para que tocaran un par de compases más de la canción antes de volver al principio. Su táctica funcionó: Zephora salió bruscamente de su ensoñación y comenzó a cantar. Fabienne y yo dejamos escapar un suspiro, pero la heroica canción de Zephora que relataba que iba a acudir al palacio del sah para embaucarlo sonó más como un gimoteo lastimero.

– En mi opinión, creo que está tomando opio -comentó Fabienne después en el camerino-. Espero que se reponga para la representación de esta noche. Tiene pinta de que va a ser nuestra noche más importante por el momento.

– Ah -exclamó Luisa suspirando-, no conseguirá nada bueno si toma drogas. Cuando actuábamos en Roma, una de las coristas solía esnifar cocaína. Una noche se quedó dormida sobre las vías del tren.

– ¿Y qué le pasó? -pregunté yo.

– ¡Que la aplastó el tren como a un tomate! -respondió Luisa, cando una palmada.

Fabienne y yo hicimos una mueca de horror. Había oído que en los clubes más lujosos al público le servían la droga en bandeja, y de vez en cuando algunas coristas de Le Chat Espiègle recibían de sus admiradores bolsas de polvo cristalino. Con frecuencia, solía salir al callejón para escapar del calor de nuestro camerino y allí encontraba a grupos de hombres, apiñados o mirando al cielo, con la nariz manchada de polvo blanco. Una vez, durante un descanso, vi a un hombre que gritaba que tenía miles de cucarachas bajo la piel recorriéndole todo el cuerpo. Sus pupilas se habían dilatado al doble del tamaño normal y estaba sudando y temblando. Albert le arrojó un cubo de agua sobre la cabeza y le dijo que se marchara. El hombre le respondió vomitándonos en los zapatos.