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El empresario teatral me dedicó una mirada perpleja, pero no pareció alarmado. Su actitud despreocupada me hizo sentir aún más lástima por él, por lo que estaba a punto de comunicarle. Me siguió hasta el cubículo de la taquillera, que estaba vacío.

– ¡Inversores, Simone! ¿Puedes creerlo? -exclamó, tan pronto como nos encontramos en un lugar en el que nadie pudiera oírle-. Le Chat Espiègle nunca ha tenido inversores antes…, solo a mí.

– Monsieur Dargent, tengo… -apreté los dedos de los pies. ¿Cómo iba a decírselo? Traté de encontrar las palabras correctas, pero no me dio la oportunidad de hablar.

– ¡Ha llegado mi momento! -anunció, apretándome los brazos-. El día que mi padre me echó de casa, auguró que me moriría sin un céntimo, que acabaría en el arroyo. ¿Qué dirá ahora?

– ¡Oh, Dios mío, monsieur Dargent! ¡Tengo que darle una noticia terrible!

Ya estaba hecho: ya lo había dicho. Me miró con recelo y sus labios se estrecharon formando una mueca.

– Zephora va a tener un bebé -exhalé.

Monsieur Dargent abrió los ojos como platos y dio un paso atrás. Al principio, pareció que no me creía; entonces se le iluminó el rostro al comprenderlo.

– No es de extrañar que dejara aquel espectáculo en Niza. Probablemente, se imaginó que lograría salir impune en un teatro más pequeño. Ya he tenido artistas embarazadas antes, pero si engorda más tendré que despedirla.

– No lo entiende usted -repliqué yo-. ¡Va a tener un bebé ahora mismo!

En ese momento, Vera entró corriendo en el vestíbulo con el médico.

– ¿Todavía están en el camerino? -preguntó.

Yo asentí. Vera le indicó al médico que la siguiera.

El rostro de monsieur Dargent empalideció. Sacó su reloj y lo miró.

– Queda una hora para el espectáculo. ¿No puede esperar hasta después?

– Eso no funciona así -le respondí.

Se frotó los ojos cerrados y se desplomó sobre la silla de la taquillera.

– Estamos arruinados -se lamentó, golpeando la mesa con la cabeza.

Monsieur Vaimber entró en el cubículo.

– ¿Por qué están tardando tanto? -susurró entre dientes-. Me he despedido de los caballeros. Regresarán más tarde para presenciar el espectáculo.

Le expliqué la situación y me sentí agradecida de que se tomara las noticias con más calma que monsieur Dargent.

– Tendremos que cancelar la función de esta noche -comentó-. No podemos hacer otra cosa.

– ¡No podemos cancelarla! -gritó monsieur Dargent, mesándose los cabellos con tanta brutalidad que pensé que se los iba a arrancar-. Esos inversores se volverán directamente a Niza. No van a esperar en Marsella hasta que encontremos una sustituía.

– No necesitan ustedes buscar una sustituta.

Nos volvimos para ver a madame Tarasova de pie, detrás de nosotros.

– Tienen aquí mismo a alguien que puede defender el papel perfectamente -declaró, señalándome.

Monsieur Dargent paseó la mirada entre madame Tarasova y yo, y volvió a contemplarla a ella. Luego sacudió la cabeza en señal de negativa.

– No podrá hacerlo.

Madame Tarasova se cruzó de brazos.

– Sí que puede. Vera le ha estado enseñando. Marie puede sustituirla en el papel de sirvienta.

Monsieur Vaimber se sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó el sudor de la frente.

– No hay modo de que podamos incluirla…

– ¿Qué elección les queda? -lo interrumpió madame Tarasova-. O bien corren ustedes el riesgo o dejan que esos inversores se marchen para siempre.

Monsieur Dargent dejó de tirarse del pelo y levantó la mirada.

– ¡De acuerdo! -exclamó, poniéndose temblorosamente en pie-.

¡Muy bien! Ya nos salvó en otra ocasión… ¡Puede que logre hacer ese milagro de nuevo! ¡Contamos con ella!

No creo que pueda llegar a olvidar en toda mi vida aquella noche en Le Chat Espiègle. Ni siquiera cuando me encontraba entre bastidores escuchando a la orquesta tocando la melodía que daba pie a mi primer número podía creerme que estuviera allí. Deseaba un papel de cantante y ahora tenía uno, aunque lo hubiera conseguido sin previo aviso. De nuevo, estaba sintiendo escalofríos.

Monsieur Vaimber esperó conmigo hasta mi entrada. Las gotas de sudor le recorrían la frente y el modo en el que le temblaban las manos no me ayudó en absoluto a calmar mis propios nervios.

– Muy bien -me dijo-. Contamos contigo.

Me preparé y salí a escena. La multitud suspiró y aplaudió. Extendí los brazos y me aplaudieron aún más. Era buena señal que me estuvieran vitoreando, aunque solo fuera por el precioso traje que llevaba puesto, pues acababa de dejar pasar el primer verso sin cantar ni una nota. Por suerte, el director de la orquesta estaba acostumbrado a disimular ese tipo de fallos y dirigió a los músicos para que tocaran la introducción otra vez. Me deslicé hacia el proscenio, rodeada a ambos lados por las coristas que estaban ejecutando su baile del harén. Marie me guiñó un ojo y Jeanne sonrió. Claire me hizo un gesto con la cabeza. ¿De verdad acababa de ver aquello? Quizá se sentía agradecida porque había comprendido que yo me estaba arriesgando para salvarlos a todos ellos.

Los focos emitieron una luz cálida y blanca sobre mi rostro y hombros. Solo podía ver las primeras filas de espectadores sonrientes, pero sentí que Bernard estaba allí, en algún lugar. «Oh, Dios mío», recé, notando como me temblaban las piernas.

Otras muchachas han encontrado su muerte: pero yo no, yo soy más fuerte.

Otras muchachas han perdido la cabeza: pero yo no, yo soy más lista.

Puede que él sea el gobernante, pero yo soy una mujer.

El público volvió a aplaudir. Mi voz resonó por encima del estruendo, clara y fuerte. No tuve problemas en mantener el aliento. Dejaron de temblarme las piernas, me contoneé y di una vuelta, improvisando un baile que casara con la letra.

Algo cayó a mis pies y mi talón chocó contra el objeto. Chas. «Oh, no -pensé-. Ya me están arrojando comida». Miré a mis pies, pero en lugar de un tomate vi una rosa. Me agaché y la recogí. Mientras seguía cantando, me llevé la flor a la nariz, como si estuviera apreciando su fragancia, y después se la pasé a Claire con un gesto dramático. No fallé ni una nota. Los vítores resonaron aún más fuerte.

– ¡Mademoiselle Fleurier! -gritó un hombre desde el público.

Otras voces se le unieron. «Otras muchachas han encontrado su muerte: pero yo no, yo soy más fuerte.» Aquella canción, que apenas unas semanas antes me había provocado tanto dolor, se había convertido en mi grito de guerra. Cuando llegué a la última nota, inquebrantable, y levanté los brazos al aire con valentía como pose final, el clamor del público me indicó que lo había logrado.

El resto de la representación pasó como un torbellino: las dos horas y media se fueron volando como si hubieran sido dos minutos. Cada vez que corría escaleras arriba para cambiarme de traje, Vera me informaba rápidamente sobre las novedades del parto de Zephora.

– El médico dice que no le queda mucho. No lo pasará demasiado mal. Tiene la constitución adecuada.

Procuré sentarme muy quieta mientras Martine fijaba con alfileres a mi cabeza el tocado nupcial.

– El médico ha estado escuchándote entre contracción y contracción -me contó-. Dice que eres muy buena y que una voz como la tuya podría cantar en cualquier parte.

Me levanté para que madame Tarasova y Martine inspeccionaran los corchetes y alfileres de mi vestido. El traje de novia tenía tantas lentejuelas y brillantes que tuve que reunir toda mi concentración para mantenerme en equilibrio. Cuando salí por la puerta, escuché un largo quejido que provenía del camerino de Zephora y, segundos después, el llanto de un bebé.