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Aquella noche durante la cena, mi madre anunció que yo me marcharía a París cuando llegara la primavera. Aunque tía Yvette se sorprendió, pronto cambió de opinión cuando Bernard describió mi actuación en Marsella.

– Bueno, en ese caso -comentó tía Yvette, sacudiendo la cabeza y tratando de asimilar la noticia-, tengo alguna ropa de ciudad que no voy a necesitar, así que se la puedo dar a Simone para el viaje.

Besé a mi tía. En cualquier otra situación, habría sentido lástima por ella. Sabía que nunca había deseado vivir en la finca. Pero en aquella época, parecía contentarse con la compañía de Bernard y de mi madre. Sin embargo, sí que sentí una punzada de tristeza por mi madre. Justo cuando nuestra relación se estaba volviendo más íntima, yo me marcharía.

Bonbon dejó escapar un aullido. Mi madre le sonrió y le hizo cosquillas detrás de las orejas.

– Bonbon dice que puedes irte a París con una condición -me dijo, con una mirada traviesa en los ojos.

– ¿Y qué condición es esa? -le pregunté.

– Quiere quedarse. Le gusta vivir aquí.

Todos nos echamos a reír al oír aquella afirmación.

SEGUNDA PARTE

Capítulo 8

Llegué a París en febrero de 1924, donde me recibieron un cielo gris y una humedad en el ambiente que no lograron desanimarme. Permanecí de pie en el andén de la Gare de Lyon, contemplando a los mozos de estación que iban de aquí para allá cargando sus carritos con el equipaje de mujeres ataviadas con estolas de zorro plateado y hombres con sombreros y guantes de gamuza. Me ardían las aletas de la nariz por el hollín del tren y me zumbaban los oídos con las emocionadas voces de amantes abrazándose, familias reuniéndose y hombres de negocios estrechándose la mano. No conocía a nadie en la ciudad aparte de a monsieur Etienne, que había contestado a la carta de Bernard para aconsejarme que viniera a París con suficiente dinero como para mantenerme un mes. Pero sentía el corazón henchido por la certeza de que mi vida iba a cambiar para siempre.

Examiné las instrucciones garabateadas que monsieur Etienne me había enviado para indicarme cómo llegar, con el métro, hasta su oficina en la orilla izquierda del Sena. Sin embargo, me descorazoné al ver la cola que serpenteaba frente a las taquillas y las multitudes que entraban y salían dándose empujones. Al menos en el tranvía de Marsella podía ver adónde me dirigía. Necesitaría tiempo para acostumbrarme a la idea de viajar bajo tierra. Abrí el monedero y comprobé los francos que llevaba, aunque sabía perfectamente cuánto dinero tenía, y después busqué la cola de los taxis. París merecía que la viera por primera vez en taxi, aunque tuviera que saltarme cuatro comidas para permitírmelo. Uno de los revisores del tren me indicó que estaban en la salida principal. Mi despilfarro del «primer día en París» no incluía darle propina a un mozo, así que arrastré mi baúl, tirando de las correas, hacia la entrada de la estación. Cuando abandoné la finca para marcharme a Marsella solo llevaba ropa. Pero para París, tía Yvette había insistido en que también me llevara sábanas y otros utensilios domésticos. Quería que ahorrara dinero, pero el dolor en los brazos y los hombros por tener que llevar a rastras el baúl me hizo comprender que ahorrar podía llegar a ser una carga.

Solo había dos hombres y una joven pareja esperando para coger un taxi y no pasó mucho tiempo hasta que uno se paró junto a mí.

– Rue Saint Dominique -le dije al conductor, que se apeó del taxi para ayudarme con el equipaje.

Introdujo mi baúl en el maletero e hizo una mueca.

– ¿Pardon, mademoiselle?

Repetí mi destino y cuando vi que seguía sin entenderme, le mostré la tarjeta en la que venía escrita la dirección.

– Ab, oui -exclamó, tocándose la gorra-. Usted debe de ser del sur. Por eso no la comprendía.

Me pregunté entonces cómo era posible que yo sí le entendiera a él.

El calor en el interior del taxi era como un refugio desde el que podía contemplar el centelleante mundo del exterior. Estiré el cuello todo lo que pude para admirar los vistosos edificios con sus enrejados de hierro forjado y sus tejados inclinados. París era más sombría que Marsella, pero también más elegante. Marsella se me había quedado grabada en la mente por sus tonalidades turquesa y amarillo girasol, mientras que las de París eran más perla y nácar. La ciudad tenía algo de funerario, con aquellos bulevares bordeados de plátanos desnudos y los adoquines brillantes y resbaladizos. De hecho, pasamos por delante de varias tiendas que vendían urnas, tumbas y ángeles de mármol; muchas más que las que había visto jamás en el sur. Pero no había venido a París a morirme, así que enseguida imágenes más optimistas de la ciudad captaron mi atención. Pasamos por delante de calles llenas de tiendas. Un tendero salió de su establecimiento y miró esperanzadamente arriba y abajo de la calle. Se sopló en el hueco de las manos y llamó la atención de un grupo de mujeres con bufandas y abrigos que pasaban por la acera. Ellas le devolvieron el saludo y se detuvieron para inspeccionar los puerros y las patatas. En la tienda contigua, una florista se afanaba en ordenar las flores del escaparate. Los jacintos y las campanillas tenían un aspecto tan vivo y apetecible como el de las zanahorias y las espinacas de la tienda vecina. Me encantó ver a ambos comerciantes concentrados en sus negocios cotidianos, eran como dos rayos de luz en un día nublado.

Mi alegría se duplicó cuando pasamos junto al suntuoso Louvre y, de nuevo, cuando minutos más tarde volvimos a cruzar las aguas pardas del Sena. La emoción me coloreó las mejillas. «Ya estoy aquí -pensé-, por fin estoy aquí».

Los parisinos se habían echado a la calle en la orilla izquierda. Hombres de dos en dos caminaban por las aceras ataviados con trajes azul marino y bufandas color beis, y sus lustrosos zapatos brillaban intensamente. Las mujeres llevaban abrigos con cinturones ajustados a las caderas, cuellos con solapa o encajes en las mangas con ribetes rusos. Yo pensaba que tenía un aspecto elegante con la falda plisada y el abrigo de lana de tía Yvette, pero en comparación con la gente del exterior, mi apariencia era tan monótona como la de una paloma entre pavos reales.

A pesar del frío, en la mesa de la terraza de un café se arremolinaba un grupo de hombres en torno a un brasero, paladeando sus cafés crèmes como si estuvieran bebiendo el coñac más exquisito. La manga vacía de uno de los hombres estaba abotonada a la altura del hombro, las muletas de otro se apoyaban contra su silla. Incluso al camarero que les atendía le faltaba una oreja. Había visto a muchos heridos de guerra en Marsella, pero en París vería a cientos más. A mí me hacían pensar en mi padre; para los demás eran un recordatorio de los horrores de la guerra en un país que deseaba olvidar.

– Rue Saint Dominique -anunció el taxista, aparcando frente a un edificio con enormes ventanas de marcos tallados y un tejado azul inclinado.

No le regateé el precio de la carrera, aunque era el doble de lo que yo había anticipado y, además, le di al taxista una buena propina. «Pronto estaré ganando mucho dinero», me dije para mis adentros mientras salía a la calle e inhalaba por primera vez el aire de París.

La puerta principal era de roble y tenía un aspecto tan macizo como el del ataúd de un presidente. No tenía ninguna aldaba ni campana, así que empujé la puerta con una mano y tiré de mi baúl con la otra. Mis ojos tardaron unos instantes en ajustarse a la penumbra del vestíbulo. En el extremo opuesto del portal estaba la portera, tricotando. A pesar del ruido que hice al arrastrar mi baúl y del golpe que dio la puerta al cerrarse, no levantó la vista de su labor.