– No hay tiempo que perder -nos indicó mi padre-. Con el nuevo alambique podemos utilizar esos tallos como combustible en cuanto estén secos.
Mi madre y yo les dimos la vuelta a los tallos cortados de lavanda para evitar que fermentaran mientras tía Yvette ayudaba a los hombres a introducir a presión la siguiente carga en el alambique. Cuando se llenó del todo, mi padre me pidió que saltara sobre él para comprimir los tallos y «¡traernos buena suerte!».
– Está demasiado delgaducha como para hacerlo bien -se burló tío Gerome, pero aun así estiró los brazos para ayudarme a meterme en el alambique-. Ten cuidado con las paredes -me advirtió-: Están ardiendo.
Tradicionalmente, se dice que la lavanda levanta el ánimo: me pregunté si el delicioso aroma que flotaba en el aire sería capaz de mejorar incluso el carácter de tío Gerome.
Pisé firmemente la lavanda, sin preocuparme por los arañazos en las piernas o por el calor. Si funcionaba el plan de mi padre y Bernard de cosechar y destilar lavanda de manera comercial, mi padre podría reclamar su parte de la finca. Con cada una de mis pisadas, me imaginaba que estaba contribuyendo a que él pudiera dar un paso más hacia su sueño.
Después de que tío Gerome me ayudara a salir del alambique y cerrara herméticamente la tapa, mi padre bajó por la escalerilla hasta el piso inferior. Escuché como avivaba el fuego.
– Ya se ve, desde la primera carga, que el aceite es bueno -aseguró, sonriendo abiertamente, cuando regresó.
Tío Gerome se frotó el bigote.
– Sea bueno o no, ya veremos si se vende bien.
A mediodía, después de la cuarta carga, mi padre ordenó que hiciéramos un descanso. Nos echamos sobre la paja húmeda o nos sentamos en cuclillas. Mi madre humedeció trozos de paño y nos los pusimos sobre nuestros ardientes rostros y palmas de las manos.
En el exterior sonó un motor y salimos al patio a recibir a Bernard. En el asiento del copiloto venía monsieur Poulet, el alcalde de la aldea y dueño del café local. En el asiento de atrás estaba la hermana de monsieur Poulet, Odile, con su marido, Jules Fournier.
– Bonjour! Bonjour! -saludó monsieur Poulet, bajándose del automóvil y secándose el sudor de la cara con un pañuelo.
Se había puesto el traje negro que reservaba para los actos oficiales.
Le quedaba demasiado pequeño y le apretaba mucho los hombros, confiriéndole el aspecto de una camisa colgada de la cuerda de tender.
Odile y Jules también se bajaron del coche y todos volvimos al interior de la destilería. Monsieur Poulet y los Fournier examinaron detenidamente el alambique, que era mucho más grande que los que se habían estado utilizando en la región durante años. Aunque ellos no eran agricultores, tenían interés en que nuestro negocio gozara de éxito. Dado que tanta gente estaba abandonando Pays de Sault para marcharse a las ciudades, esperaban que la lavanda volviera a crear negocio en nuestra aldea.
– Voy a por una botella de vino -anunció tía Yvette, encaminándose hacia la casa.
Bernard se ofreció a ayudarla con los vasos. Los observé andando por el sendero, con las cabezas juntas. Bernard comentó algo y tía Yvette se echó a reír. Mi padre me había explicado que Bernard era una buena persona y que no estaba interesado en las mujeres del modo habitual, pero era tan amable con tía Yvette que a veces me preguntaba si no estaría enamorado de ella. Le eché una mirada a tío Gerome, pero estaba demasiado ocupado fanfarroneando sobre la capacidad del nuevo alambique como para darse cuenta de nada.
– Este es el tipo de alambique que utilizan las grandes destilerías de Grasse -explicaba-. Es más eficiente que los portátiles que hemos estado usando hasta ahora.
Por su manera de hablar, cualquiera hubiera pensado que el alambique había sido idea suya. Pero él era meramente el inversor, no el artífice: había proporcionado el dinero para aquel caro alambique y se llevaría la mitad de los beneficios. No obstante, mi padre y Bernard habían calculado que si conseguían tres buenas cosechas consecutivas de lavanda lograrían pagar el alambique en dos años y la finca en otros tres.
Odile olfateó el aire y se acercó a mí sigilosamente.
– El aceite huele muy bien -me susurró-. Espero que nos haga a todos ricos y que tu padre por fin pueda pagar sus deudas.
Asentí sin decir nada. Conocía demasiado bien la deshonra de la situación en la que se encontraba mi familia. La finca se había dividido entre los dos hermanos a la muerte de mi abuelo. Cuando mi padre se marchó a la guerra, tío Gerome le prestó dinero a mi madre para mantener nuestra parte. Pero cuando mi padre regresó mutilado y la escasa pensión de veterano de guerra no fue suficiente para pagar las deudas, tío Gerome reclamó la mitad de su hermano. Cuando mi padre se recuperó, tío Gerome le dijo que podía volver a comprarle a plazos su parte de la finca con un interés anual. Era vergonzoso semejante comportamiento con la familia, cuando incluso el más pobre de la aldea nos había dejado cestas de verdura a la puerta de casa durante la enfermedad de mi padre. Pero ante mi padre no se podía pronunciar ni una sola palabra contra su hermano mayor.
– Si hubierais visto cómo le trataban nuestros padres, lo entenderíais -nos decía siempre-. No logro acordarme de ninguna situación en la que alguno de los dos le dedicara una sola palabra de amabilidad. Para nuestro padre, Gerome guardaba demasiado parecido con su propio progenitor. Desde que mi hermano era un muchacho, lo único que tenía que hacer para recibir una buena tunda era mirar a nuestro padre. Legalmente, la finca entera tendría que haber sido suya, pero por alguna razón nuestros padres siempre me favorecían a mí. No os preocupéis, le compraremos nuestra parte.
– ¿Quién más os va a traer su lavanda para que la destiléis? -le preguntó Jules a mi padre.
– Los Bousquet, los Négre y los Tourbillon -contestó él.
– Y los demás también vendrán cuando vean lo rentable que es -vaticinó tío Gerome, levantando la barbilla, como si se estuviera imaginando a sí mismo como un próspero hombre de negocios de la destilación.
Monsieur Poulet arqueó las cejas. Quizá creyó que tío Gerome aspiraba a ser el nuevo alcalde.
La expresión de mi madre se transformó cuando frunció el ceño y adiviné lo que estaba pensando. Era la primera vez que tío Gerome hacía comentarios positivos sobre el éxito del proyecto. Y, sin embargo, él se quedaría con la mitad de los beneficios y mi padre sería el que correría con todos los riesgos. Nuestra finca se había reconvertido prácticamente por entero al cultivo de lavanda, mientras que tío Gerome todavía plantaba avena y patatas en la suya.
– Como no funcione, voy a acabar teniendo que alimentaros a todos -nos advertía.
Cuando se terminó la temporada de cosecha de lavanda, el conductor regresó para llevar a los temporeros a otra finca. Permanecí en el patio mientras los españoles metían sus pertenencias en la camioneta. Se trataba del mismo proceso que la mañana en la que llegaron, pero a la inversa. Rafael subía los sacos y baúles, entregándoselos a Fernández y José, que los apilaban en la parte delantera de la camioneta, dejando sitio para que pudieran sentarse en el fondo y mantener así la carga equilibrada. Cuando hubieron metido todo, José cogió la guitarra y rasgueó una melodía mientras el conductor se terminaba el vino que mi tía le había servido en una copa alta.
Goya bailaba alrededor de las piernas de su madre. Cogí la bolsita de lavanda que había guardado en el bolsillo durante la cosecha y se la di a él. Pareció entender que era un regalo que le daría buena suerte y se sacó un trozo de cuerda de su propio bolsillo y lo ató al lazo de la bolsita. Cuando lo auparon a la camioneta para que se sentara con su madre, vi que llevaba la bolsita colgada del cuello.