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Un camarero con aspecto español me mostró una mesa en la esquina, cerca del puesto de periódicos y revistas. No había sopa de calabaza en el menú, pero me sugirió que pidiera la de cebolla en su lugar y que probara el pâté con el pan. Acepté su consejo y miré a mi alrededor. El piso inferior del café estaba compuesto por una barra de zinc, banquetas y unas pocas mesas. El nivel intermedio tenía mesas corridas y bancos. Estiré el cuello para ver hasta dónde llegaba la segunda planta y me sorprendió descubrir allí un grupo de estudiantes acurrucados con libros y cuadernos de notas extendidos frente a ellos. Me pregunté si podrían concentrarse con todo el ruido de la multitud del primer piso. Quizá se alojaban en edificios tan fríos como el mío y les resultaba más fácil estudiar en un café ruidoso que temblando en el silencio de sus habitaciones.

Llegó mi comida. Aunque tenía mucha hambre, comí despacio, dejando que la calidez de la sopa me llegara hasta los dedos de las manos y de los pies. Me quedé en el café todo el tiempo que pude prolongar la comida, temiendo el momento en el que tuviera que salir de nuevo al aire helador. Había gente abriéndose paso a empujones por la puerta y algunos clientes llegaron a tomar asiento en las escaleras. Pero incluso después de rebañar el plato hasta dejarlo reluciente el camarero no me pidió que cediera la mesa. Decidí que había llegado la hora de marcharse cuando un grupo de tres chicos se sentaron en la mesa contigua y comenzaron a echar miraditas en mi dirección. Puede que yo fuera joven, pero también demasiado seria como para pensar en romances. Tenía otras ideas más importantes en la cabeza.

Mi primera audición era para formar parte del coro del Folies Bergère. Me pasé la mañana repasando una canción de Sherezade y leyendo Le Fígaro. La audición era para el espectáculo de la siguiente temporada: Coeurs en Folie: Corazones a lo loco, en el que iban a actuar las bailarinas de cancán del grupo de John Tiller Girls con trajes del diseñador ruso Erté.

Le Fígaro aseguraba que la cantidad de tela utilizada en el espectáculo se podía extender entre París y Lyon, y que el propietario del teatro, Paul Derval, eran tan supersticioso que los títulos de todos los espectáculos debían contener trece letras. Dejé el periódico a un lado y conté las letras de mi nombre. Catorce. Me pregunté, mientras crecía la ansiedad en mi interior, si aplicaría la misma regla para las coristas.

Me tomé mi tiempo para comprender el funcionamiento del métro. Me llevó varios minutos armarme de valor para aventurarme escaleras abajo hacia la oscuridad de la estación. Finalmente, me uní a la cola de un grupo de estudiantes y les seguí. Compré el billete en la taquilla y me encontré a mí misma en medio de una multitud que me empujaba hacia las profundidades de un túnel. En el andén estudié el mapa y me desconcertó la amalgama de líneas de colores que se entrecruzaban y terminaban en alejados suburbios. Una anciana me explicó que tenía que hacer transbordo en Châtelet para llegar a Cadet.

Contemplé fijamente la negrura del túnel hasta que dos luces como los orificios incandescentes de la nariz de un remoto dragón rompieron la oscuridad y un tren entró traqueteando junto al andén. Me empujaron hacia el interior del vagón y tomé asiento tan cerca como pude de la puerta, aterrorizada por la idea de pasarme de parada y acabar perdida en el laberinto de túneles. Las puertas se cerraron con un estruendo, repiqueteó una campana y el tren arrancó. En otras circunstancias, habría disfrutado de mi primer viaje en aquel métro tan moderno, pero me sentía demasiado preocupada por la audición. En cada parada se subía todavía más gente y finalmente tuve que estirar el cuello para leer los nombres de las estaciones por encima del mar de cabezas y brazos. «Saint Germain des Près. Saint Michel. ¡Châtelet!»

Seguí al gentío fuera del tren y de algún modo logré encontrar el andén de los trenes que se dirigían al norte. El siguiente vagón estaba tan atestado como el primero y esta vez no pude sentarme. Me abrí el cuello del abrigo: con todos aquellos cuerpos pegados unos contra otros, el vagón echaba humo. Pero apenas había espacio para moverse y no hubiera podido quitarme el abrigo ni aunque lo hubiera intentado. Puede que el métro fuera moderno, pero me parecía una manera antinatural de viajar: dar bandazos a ciegas por un túnel me hacía perder por completo el sentido de la orientación. El tren se detuvo en una parada y vi el cartel que ponía Cadet. Me abrí paso hasta la puerta, agradecida de que alguien delante de mí ya la hubiera abierto. De haber sido por mí, me habría quedado pasmada ante las puertas hasta que el tren hubiera vuelto a arrancar, porque no me había dado cuenta de que, aunque se cerraban automáticamente, había que levantar el pestillo para abrirlas.

Emergí de la estación a la luz de la tarde con tanto alivio como un animal escapando de una trampa. La destartalada combinación de cafés, carnicerías, tiendas de ultramarinos y de baratijas, de restaurantes y de bares estaba menos planificada que en Montparnasse. Abrí el bolso para consultar la dirección del Folies Bergère. Aún desorientada por el viaje en métro, eché a andar en la dirección opuesta a la que en realidad debería haber tomado.

Admiré las casas rosas y verdes cubiertas de sencilla hiedra. Aquella zona podría haber tenido el ambiente de una aldea de no ser por los sórdidos tipejos que apestaban a bebida y a cigarrillos merodeando por los soportales. Cuando llegué al transitado Boulevard de Rochechouart, me di cuenta de que me había perdido. Un policía me dio indicaciones para volver a la Rue Richer. Me crucé con varios artistas callejeros por el camino, entre ellos un contorsionista indio que se enredaba sobre sí mismo encima de una alfombrilla para entretener a los clientes de un café cercano. Aunque logró doblar ambas piernas por detrás de la cabeza, escuché sus articulaciones crujiendo y sentí un estremecimiento. Hacía demasiado frío como para realizar aquellas hazañas de flexibilidad.

Llegué a la Rue Richer e inspiré profundamente junto al exterior de las puertas de cristal del Folies Bergère, deslumbrada por la lujosa alfombra, el revestimiento de madera de las paredes y las relucientes lámparas de araña. Un portero con galones dorados en los hombros me informó de que los artistas que se presentaban a la audición tenían que utilizar la puerta lateral en la Rue Saulnier.

Doblé la esquina y se me paró el corazón durante un instante. Había alrededor de cincuenta mujeres pululando junto a la puerta de artistas. La dirección del teatro solo buscaba a tres coristas para sustituir a otras que no habían renovado su contrato tras el espectáculo anterior. ¿Por qué había tantas participantes en la audición? Algunas de las mujeres habían trabado conversación, pero la mayoría estaban sentadas en las escaleras o de pie, solas, repasando la letra de sus canciones, fumando o con la mirada perdida. Me incliné contra una farola y me replanteé mi táctica para la audición. Sabía que conseguir un papel para el coro de uno de los teatros de variedades más prestigiosos del mundo no iba a ser fácil, pero no esperaba que fuera a haber tanta competencia. Había acabado subiéndome al escenario de Le Chat Espiègle por accidente, e incluso entonces conocía de antemano al empresario teatral y a la mayoría de los integrantes del reparto. En París, parecía que iba a tener que trabajar duro y aceptar las cosas sin paños calientes. Mientras me recuperaba de la sorpresa, una chica rubia con ojos dorados miró en mi dirección y bostezó. Estudié a las mujeres que me rodeaban. La mayoría eran rubias y casi todas lucían modernos cortes de pelo. Había pocas chicas muy altas y, claramente, ninguna de ellas tan morena como yo.