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Al cabo de un rato, una mujer de mirada seria apareció en el umbral de la puerta.

– Bonjour, señoritas -saludó, dando una palmada-. Desnudos a la izquierda. Coristas a la derecha.

Junto con las otras chicas, le presté atención rápidamente. Nos dividimos lentamente en dos filas. Me alivió ver que la chica de ojos dorados se ponía en la fila de los desnudos, pero aún había otras dieciocho aspirantes para el papel de corista.

– He oído que Raoul nos acompañará durante el baile -comentó una chica de acento ruso a su acompañante francesa-. Es estricto, pero amable.

Su comentario me hizo sentir aún más sola e inexperta. ¿Era la única que no sabía qué sucedía en una verdadera audición?

Después de entregar nuestras partituras, la mujer nos condujo a una estancia para que nos pusiéramos la ropa de ensayo. A medida que nos desvestíamos y volaban por los aires las medias, las camisolas y blusas, el aire se tiñó de un fétido olor a sudor nervioso. Me temblaron los dedos cuando me até las zapatillas de baile, pero me recordé a mí misma que las audiciones formaban parte del camino para convertirse en una verdadera artista.

– Vamos, dense prisa, por aquí -nos urgió la mujer cuando vio que estábamos listas.

Nos apremió para que entráramos en una sala de ensayos con una desgastada tarima y las paredes cubiertas de espejos. Un hombre vestido con mallas y camiseta se encontraba al frente de la habitación, con los brazos cruzados al pecho. La mujer tomó asiento al piano. Cuando todas hubimos entrado en la habitación, el hombre cerró la puerta.

– Me llamo Raoul -anunció con una voz chillona que no casaba con un hombre tan musculoso-. Y quiero que se organicen ustedes en parejas para la parte de baile. Realizarán la audición de dos en dos. Eso agilizará las cosas.

Hicimos lo que nos había indicado. Sabiendo que si me unía a una chica bajita lo único que lograría sería exagerar mi estatura, me emparejé con una muchacha de piernas largas cuyo elegante pelo corto le tapaba la mitad de la cara.

Raoul avanzó a grandes zancadas hasta el centro del grupo.

– A continuación, les mostraré la variación solo dos veces -advirtió, levantando dos dedos de la mano-. Esto forma parte también de su audición, porque si no pueden aprenderse los pasos rápidamente, no hay lugar para ustedes en el Folies Bergère, ¿entendido?

Las pocas caras que habían mostrado una sonrisa hasta ese momento adquirieron la misma expresión alicaída que el resto del grupo. El corazón me latía en el pecho tan fuerte que pensé que no lograría escuchar nada de lo que Raoul dijera. Ejecutó un rápido paso cruzado, que probablemente era la única cosa útil que yo había logrado aprender de madame Baroux, con pose egipcia de brazos y varias patadas al aire como remate. Me sorprendí a mí misma, porque logré memorizar aquellos pasos más rápido que las demás, incluida mi compañera, que arrastraba los pies convirtiendo sus movimientos en un vaivén tembloroso. Me hubiera encantado enseñarle a hacerlo correctamente, pero no teníamos permitido hablar entre nosotras. Por suerte para ella, nos dieron otros diez minutos para practicar por nuestra cuenta, al final de los cuales la mayoría de las chicas habían logrado aprenderse la variación.

Después de practicar el baile, nos llevaron a una sala en la que habían encendido las luces de emergencia del escenario y había un hombre sentado al piano, seleccionando la música de una lista de nombres. Raoul nos condujo a los bastidores y nos indicó que no hiciéramos ruido. A medida que desfilábamos frente a la primera fila, percibí a dos hombres sentados allí y asumí que eran monsieur Derval, el propietario, y monsieur Lemarchand, el productor. Verles allí no calmó mis nervios precisamente. Ambos hombres iban impecablemente vestidos: monsieur Derval llevaba una chaqueta negra con pantalones de raya diplomática y monsieur Lemarchand tenía el aspecto del típico sibarita con un traje cruzado y un pañuelo en el bolsillo de la solapa.

Sentí lástima por las dos chicas a las que llamaron en primer lugar. La primera era una muchacha escultural con el pelo rubio rojizo, que incongruentemente se había emparejado con una mujer bajita y pelirroja que llevaba una escasa camisola. Espié entre los cortinajes para ver la reacción de los jueces. Después de que Raoul presentara a las chicas y monsieur Lemarchand anotara sus nombres, el pianista empezó a tocar la melodía. La chica alta era una bailarina innata: su cuerpo se mecía al son de la música. Su sonrisa no resultaba forzada, pero yo estaba convencida de que no podía estar pasándoselo demasiado bien, dadas las características de aquella audición. Su compañera también era buena bailarina, pero su estilo resultaba más atrevido. Añadía giros de cadera donde no había y levantaba las piernas siempre un poco más de lo que dictaría el recato. Monsieur Derval se dio cuenta, pero la expresión de su rostro no revelaba ni alegría ni disgusto. Monsieur Lemarchand mantenía la mirada fija sobre la otra chica.

Terminaron el baile con una elegante pose final, pero justo antes de quedarse en ella la chica alta se resbaló y casi se cayó del escenario. Recuperó rápidamente el equilibrio, pero no la compostura. A su acompañante la despidieron con un: «Gracias, eso será todo, mademoiselle Duhamel», pero a la chica alta le pidieron que cantara su canción. A pesar de tener la oportunidad de continuar, no logró rehacerse del resbalón. Su voz era buena, pero se le movían los párpados como si tuviera algo metido entre las pestañas y no miraba a los dos hombres. Una muchacha que estaba a mi lado sonrió. Se alegró de que la chica alta estuviera pasando un mal trago, pero a mí me puso nerviosa. Yo actuaba mejor cuando la gente que tenía a mi alrededor daba lo mejor de sí misma.

– Ha sido bonito, pero no para este espectáculo -comentó monsieur Lemarchand.

La chica les dio las gracias a los dos hombres y abandonó el escenario. Sentí como le temblaban las piernas cuando me rozó al salir. Tuve ganas de vomitar.

La siguiente pareja lo hizo mejor. Terminaron el baile con un toque realmente profesional, posando con los vientres cóncavos y las puntas de los pies estiradas, con una mano en la cadera y la otra elevada hacia el techo en una refinada pose final. A monsieur Derval le encantaron. Cuando terminaron sus canciones, les pidieron que se quedaran. Las dos chicas siguientes también eran buenas bailarinas, pero una de ellas estaba dotada de una belleza clásica y una radiante sonrisa, mientras que la otra tenía unas piernas gruesas. La segunda chica era mucho mejor bailarina: se movía al son de la música, mientras que la primera levantaba las piernas de forma mecánica. Sin embargo, le pidieron a la chica más bonita que se quedara y descartaron a la otra.

Se me subió el corazón a la garganta cuando pronunciaron mi nombre. Mi compañera y yo ocupamos nuestro lugar en el escenario, pero el pianista no empezó a tocar porque monsieur Derval y monsieur Lemarchand estaban discutiendo con las cabezas juntas. Nos quedamos allí de pie, con la sonrisa congelada en el rostro y los brazos suspendidos en el aire. La habitación empezó a darme vueltas y los focos me quemaron los ojos. Pensé que, si no me movía pronto, acabaría por desmayarme.

Monsieur Derval le susurró algo a Raoul, que asintió y se volvió hacia nosotras.

– Como la parte cantada es la que está causando más problemas, hemos decidido cambiar el orden. Haremos las canciones primero y el baile después -explicó.

Le hizo un gesto a mi compañera para que avanzara al frente del escenario y ejecutara su canción. Hice todos los esfuerzos que pude por mantenerme inmóvil. Su voz era tan aguda que sonaba infantil, pero en lugar de sentirse horrorizado por aquel ruido ensordecedor, monsieur Derval parecía encantado con ella. Le pidieron a la chica que esperara para realizar el baile.