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– ¡Eh, René! -gritó la mujer a un hombre que estaba limpiando vasos tras la barra-. Tu artista está aquí.

El hombre abrió la barra sobre sus goznes y se aproximó hacia nosotras. Hice lo posible por no quedarme mirándole la barriga, que tensaba los botones de su camisa.

– En el sótano -susurró, echándome un aliento avinagrado en la cara-, la audición es allí.

Señaló un tramo de escaleras que descendía hacia una habitación poco iluminada. Si no hubiera estado tan desesperada por conseguir empleo y no me hubiera sentido tan desorientada en París, habría sentido el impulso de marcharme de allí en ese mismo instante. En su lugar, bajé a tientas las escaleras, presionando las manos contra las húmedas paredes. Cuando alcancé el último escalón, vi que toda la habitación tenía barriles alineados a ambos lados. Pensé que había bajado por unas escaleras equivocadas y entonces escuché una voz de hombre a mis espaldas.

– Ah, estás aquí.

Me volví. Sentado a un piano de pared había un anciano, tan polvoriento como el resto de la estancia.

– Deirdre se unirá a nosotros pronto -me dijo, mostrando una sonrisa llena de manchas-. Tú eres la única que se presenta esta noche.

El traslúcido rostro del hombre y sus labios exangües le daban un aspecto irreaclass="underline" era como un fantasma encerrado en el sótano con su piano. De no ser por el sonido de una mesa cayéndose al suelo y por las voces ce los hombres peleándose en el piso de arriba, que me hicieron volver a _a realidad, no creo que hubiera sido capaz de pronunciar palabra.

– Tengo partituras -le dije, entregándole mis canciones.

Cogió las páginas que le di y las hojeó. Las estaba mirando al revés, pero aquello no pareció importarle.

– Merde! -Escuché el grito del propietario del local gritando en í¿ piso de arriba.

– Muy bonito -comentó el anciano, devolviéndome las partituras-. Pero aquí tenemos nuestras propias canciones. Te cantaré la canción y luego la cantas tú, ¿vale?

Asentí.

El hombre mantuvo los dedos suspendidos sobre las teclas del piano durante un minuto antes de empezar a tocar. El piano estaba desafinado.

El rabo de mi perrito se menea,

tra la la la.

Mi casera me da la lata,

tra la la la.

Ahí está, la Torre Eiffel,

tra la la la.

Ah, París, ¿no es espectacular?

El hombre levantó las manos del teclado.

– ¿Crees que puedes cantarla? -me preguntó, limpiándose la baba de la comisura de la boca-. Vamos a intentarlo. Canta conmigo.

Tocó la melodía otra vez. La canté con él lo mejor que pude mientras me retorcía las manos a la espalda. El desconcierto se reflejaba en el titubeo de mi voz.

– Bonito. Muy bonito -dijo el anciano, sonriendo-. Pero ¿qué te parece si lo haces un poco más alegre? A nuestros clientes les gusta divertirse.

Alguien hizo pedazos una botella en el piso de arriba. Algo pesado cayó al suelo. Se oyeron pisadas en las escaleras. Unos segundos después, la mujer del moño, que asumí que era Deirdre, entró en el sótano.

– ¿Ya está lista? -preguntó.

El anciano asintió.

– Tiene una voz muy bonita. Muy dulce.

Deirdre echó la cabeza hacia atrás y me fulminó con la mirada.

– ¿Vas a llevar eso puesto?

Me llevé la mano al vestido que Camille me había regalado.

– Sí -tartamudeé, estupefacta al descubrir el disgusto con el que contemplaba mi mejor vestido. Era más bonito que el blusón que ella llevaba.

Se metió la mano en la manga y se sacó una tarjeta.

– Si consigues el trabajo, tendrás que ponerte un vestido negro. Aquí está el nombre de nuestro modisto.

Cogí la tarjeta y asentí. Carecía de experiencia como para conocer el chanchullo que se traían entre manos los cafés conciertos de dudosa reputación. Obligaban a las artistas ingenuas con aspiraciones a comprar trajes de modistos que le entregaban al dueño del café una comisión por compra.

– ¿Te sabes nuestra canción? -me preguntó Deirdre.

El anciano dejó escapar una risa espeluznante.

– Sí que se la sabe. Lo bastante bien.

– Pues vamos entonces -dijo Deirdre, haciéndome un gesto para que la siguiera-. Si pasas la audición, podrás quedarte con las propinas que hagas esta noche. Recuerda, solo cuando yo abandone el escenario tú o una de las otras chicas subís. Yo soy la estrella.

– ¿Las otras chicas? -pregunté mientras seguía al enorme trasero de Deirdre escaleras arriba. Había pensado que el club solo tenía tres cantantes.

Deirdre se volvió cuando llegamos al final de las escaleras.

– Si las chicas están ocupadas hablando con los clientes, te subes al escenario y cantas. Y si no, las dejas a ellas, que llegaron antes que tú. ¿Lo captas?

Asentí, aunque no estaba segura de haberlo «captado». Me latía el corazón con tanta violencia que me dieron ganas de vomitar. Caí en la cuenta de que mi audición tendría lugar delante del público.

Deirdre señaló cuatro banquetas que habían colocado sobre el escenario y me indicó que me sentara en una a la izquierda. Hice lo que me dijo, y deslicé el bolso y el abrigo debajo del asiento. Miré al público. Entre los hombres había ahora mujeres que observaban los juegos de cartas o tomaban a sorbos sus bebidas. El hedor a cuerpos sin lavar y a ropa rancia era sofocante. Un hombre con una cicatriz que le recorría todo el lateral de la cara le chilló al camarero para que le llevara una bebida. Cuando se la sirvieron, centró su atención en mí, recorriéndome con la mirada desde los pies hasta el pecho. Contemplé el cuadro de un cerdo que colgaba en la pared posterior para tratar de evitar su mirada. Por suerte para mí, dos chicas más se subieron al escenario y tomaron asiento en las banquetas a mi lado y el hombre de la cicatriz pasó a fijarse en ellas. Una de las chicas tenía el pelo castaño y granos en la barbilla. Sus ojos estaban hinchados, como si hubiera estado llorando. La otra tenía el pelo teñido de rubio y unas cejas negras le resaltaban sobre la frente. El anciano fantasmal salió del sótano y se sentó al piano junto al escenario. Pasó los dedos por las teclas. Por suerte, aquel instrumento sí estaba afinado.

Deirdre se remangó la falda y bamboleó sus enormes pechos. Se me cayó el alma a los pies en cuanto entonó la primera nota. Su voz era un cruce entre la de un papagayo y la de una cabra, y durante la mayor parte de la canción se adelantó un par de compases a la música del piano. Mientras, sacudía las piernas y meneaba las caderas. Nadie le prestaba demasiada atención, excepto el hombre de la cicatriz en la cara, que continuaba lanzando miradas lascivas.

Estalló una discusión en una de las mesas. Un hombre con una mancha en la pechera de la camisa se giró y le gritó a Deirdre:

– ¡Cállate, vaca gorda! ¡Por tu culpa no me entero del juego!

Otro hombre que estaba sentado a una mesa cerca del escenario le escupió un hueso de aceituna a Deirdre. No le dio a ella, pero me rebotó a mí en la barbilla. Me limpié la cara, incapaz de ocultar mi repugnancia. Pero si a Deirdre le preocupaba la falta de respeto que le dedicaban los parroquianos por su papel de estrella del espectáculo, no lo demostró. Continuó cantando tres canciones más, incluida una estridente versión de Valencia, en la que también interpretó una especie de baile de meneos que me recordó a una paloma picoteando la comida del suelo. Después, hizo una reverencia y se bajó del escenario.