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Si a tío Gerome todavía le quedaban dudas sobre la rentabilidad del aceite de lavanda, se le disiparon unos días más tarde cuando, gracias a la recomendación de Bernard, una empresa de Grasse compró todo el que habíamos producido.

– Realmente, es el aceite de mejor calidad que he visto en años -comentó Bernard, poniendo la factura de la venta sobre la mesa de la cocina.

Mi madre, mi padre, mi tía y yo nos quedamos boquiabiertos cuando vimos la cantidad garabateada al final del documento. Desgraciadamente, tío Gerome había salido al campo y no tuvimos el placer de presenciar su asombro.

– ¡Papá! -exclamé, echándole los brazos al cuello-. Pronto recuperaremos la finca, ¡y después seremos ricos!

– ¡Dios mío! -se quejó Bernard, tapándose las orejas-. No sabía que Simone tuviera una voz tan chillona.

– ¿No lo sabías? -replicó mi madre, con la risa bailándole en los ojos-. La noche que nació, su abuela sentenció que tenía una extraordinaria capacidad pulmonar y pronosticó que acabaría siendo cantante.

Todo el mundo se echó a reír. Bajo la timidez de mi madre se escondía un picaro sentido del humor. Y para devolverle un poco de su propia medicina, me subí sobre una silla y canté Á la claire fontaine con todas mis fuerzas.

Todos los meses, mi padre viajaba a Sault para comprar objetos que no se podían conseguir en nuestra aldea y para vender algunos de nuestros productos. Mi padre lograba conducir bien el carro y la mula en la finca, a pesar de que le faltaba un ojo, pero la carretera a Sault era de resbaladiza piedra caliza y recorría los precipicios de las gargantas del Nesque. Cualquier fallo de perspectiva podía ser fatídico. En octubre, tío Gerome andaba atareado con su rebaño de ovejas, así que nuestro vecino, Jean Grimaud, accedió a acompañar a mi padre. Necesitaba comprar arneses y cuerda en el pueblo.

La bruma mañanera se estaba deshaciendo cuando ayudé a mi padre a cargar en el carro las almendras que vendería en la ciudad. Jean nos saludó desde el camino y contemplamos su enorme silueta avanzando hacia nosotros.

– Si Jean fuera un árbol, sería un roble -sentenciaba siempre mi padre.

De hecho, los brazos de Jean eran más anchos que las piernas de la mayoría de la gente y sus manos eran tan grandes que estaba convencida de que podría aplastar cualquier roca entre ellas si quisiera.

Jean señaló el cielo.

– ¿No crees que quizá haya tormenta?

Mi padre contempló unas pocas nubes tenues que flotaban sobre nuestras cabezas.

– En todo caso, creo que lo que va a hacer es calor. Pero nunca se sabe, en esta época del año.

Acaricié a la mula mientras mi madre y mi tía le daban a mi padre una lista de productos que hacía falta comprar para la casa. Tía Yvette señaló algo en la lista y le susurró unas palabras al oído a mi padre. Me volví hacia las colinas, simulando que no me había dado cuenta. Pero sabía de lo que estaban hablando, había escuchado una conversación entre tía Yvette y mi madre la noche anterior. Mi tía quería comprar tela para hacerme un buen vestido para ir a la iglesia y para cuando viajara a la ciudad. Sabía que quería que mi vida fuera diferente de la suya.

– Un hombre que realmente ama a una mujer la respeta -me decía a menudo-. Tú eres inteligente. No te cases nunca con alguien inferior a ti. Y no te cases con un agricultor, si puedes evitarlo.

Aunque mi padre siempre decía que yo podría elegir marido cuando lo creyera adecuado, sospechaba que tía Yvette tenía en mente para mí a los hijos del médico o de los notarios de Sault. No me interesaban en absoluto los chicos, pero sí me producía interés tener un nuevo vestido.

Tío Gerome apareció en el patio embutido en sus calzas de piel y con la escopeta de caza sobre el hombro.

– Ten cuidado por el camino -le advirtió a mi padre-. Las lluvias lo han destruido parcialmente.

– Avanzaremos despacio -le prometió mi padre-. Si pensamos que no podemos volver antes del anochecer, nos quedaremos allí a pasar la noche.

El otoño en la Provenza era tan hermoso como la primavera y el verano. Me imaginé a mi padre y a Jean recorriendo los bosques de pinos verde jade y las parras vírgenes con su rojo encendido. Me hubiera gustado ir con ellos, pero no había suficiente espacio. Los dos nos dijeron adiós con la mano y vimos como el carro se alejaba por la carretera traqueteando y bamboleándose. La voz de mi padre resonaba en el aire:

Aquellas montañas, las altas montañas

que dominan los cielos,

se ciernen para ocultarla

de mis anhelantes ojos

Mi madre y mi tía se encaminaron hacia la cocina de tía Yvette, que utilizábamos más que la nuestra, porque era más grande y tenía un horno de leña. Las seguí mientras cantaba la última estrofa de la canción de mi padre:

Las montañas se apartan y la veo claramente, pronto estaré con ella cuando mi barco se aproxime.

Pensé en lo que nos había contado mi madre sobre la predicción de mi abuela de que yo sería cantante. Si eso llegara a ser cierto, el único del que podía haber heredado mi talento era mi padre. Su voz era pura como la de un ángel. Bernard contaba que cuando estaban hundidos hasta la rodilla en el fango de las trincheras con el olor a muerte a su alrededor, los hombres solían pedirle a mi padre que cantara.

– Era lo único que nos daba esperanza -rememoraba Bernard.

Me quité las botas y empujé la puerta de la cocina. Mi madre y mi tía estaban colocando cuencos de porcelana en la encimera. Había una cesta de patatas cerca de la mesa, y me senté y comencé a pelarlas. Mi madre ralló un trozo de queso mientras mi tía picaba ajo. Íbamos a preparar mi plato favorito, el aligot: puré de patatas, queso, nata, ajo y pimienta, todo ello mezclado para formar una sabrosa pasta.

Mientras tío Gerome estuviera cazando fuera, éramos libres de ser nosotras mismas. Al tiempo que cocinábamos, mi tía nos contaba historias que había leído en libros y revistas, y mi madre nos relataba leyendas populares. Mi favorita era la historia de un párroco que estaba tan senil que una mañana apareció en la iglesia totalmente desnudo. Yo les cantaba canciones y ellas me aplaudían. Me fascinaba la cocina de mi tía, con su mezcla de pulcritud y desorden. La madera estaba impregnada de los aromas del aceite de oliva y el ajo. Cacharros de hierro fundido y sartenes de cobre de todos los tamaños colgaban de vigas encima del hogar, que había ennegrecido tras años de uso. Una mesa de convento ocupaba el centro de la habitación y sus bancos estaban cubiertos de cojines que expedían nubes de harina cada vez que alguien se sentaba sobre uno de ellos. Cualquier hueco libre de las baldas y encimeras estaba lleno de morteros y almireces, jarras de agua y cestas de mimbre forradas de muselina.

Tal y como mi padre había predicho, cuando llegó el mediodía hacía calor y nos sentamos en el patio a disfrutar de nuestro pequeño festín. Pero por la tarde, cuando fui a buscar agua al pozo, las nubes comenzaron a proyectar lúgubres sombras sobre el valle.

– Menos mal que se han puesto ropa impermeable -observó tía Yvette mientras les echaba las mondaduras de las patatas a las gallinas-. A estas horas, ya deben de estar de vuelta. Si la tormenta estalla, se van a mojar bastante.

Comenzó a lloviznar ligeramente, pero las nubes en dirección a Sault eran mucho más siniestras. Me senté junto a la ventana de la cocina, deseando que mi padre y Jean tuvieran un buen viaje de regreso. Había caído un repentino aguacero el día que yo fui con mi padre y tío Gerome a la Feria de la Lavanda en agosto, y una de las ruedas de nuestro carro se había quedado atascada en el barro. Tardamos tres horas en sacarla y ponernos de nuevo en marcha.