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El destello de un rayo centelleó en el cielo. El estruendo del trueno que resonó a continuación me sobresaltó.

– Apártate de la ventana -me ordenó tía Yvette, acercándose para cerrar los postigos-. Por mucho que mires el camino, no van a llegar antes.

Hice lo que me decía y me senté a la mesa. Mi madre estaba hundida en su asiento, contemplando algo fijamente. Miré hacia atrás y vi que el reloj que había encima de la chimenea se había parado. Mi madre tenía el rostro blanco como una sábana.

– ¿Estás bien, Maman?

No me oyó. A veces pensaba que era como una gata, desapareciendo en las sombras, capaz de ver sin ser vista, y reapareciendo de la oscuridad cuando lo deseaba.

– Maman? -susurré.

Quería que hablara, que me ofreciera alguna palabra de aliento, pero estaba callada como la luna.

Durante la cena, tío Gerome pinchó la verdura y cortó la carne furiosamente.

– Lo más seguro es que hayan decidido quedarse en la ciudad -murmuró entre dientes.

Tía Yvette me convenció de que tío Gerome tenía razón, y de que los dos hombres probablemente habrían decidido pasar la noche en el establo del carretero o en el cobertizo del herrero. Me hizo la cama en una de las habitaciones de la planta de arriba para que no tuviera que correr bajo la lluvia hasta nuestra casa. Mi madre y tío Gerome se sentaron junto al fuego. Por la manera en la que tío Gerome hacía rechinar los dientes, me pareció que no acababa de creerse su propia suposición.

Me tumbé en la cama, escuchando la lluvia sobre las tejas, y canturreé suavemente para mí misma. Debí de quedarme dormida poco después, porque lo siguiente que oí fueron los violentos golpes en la puerta de la cocina. Salté de la cama y corrí a mirar por la ventana. La mula estaba allí, bajo la lluvia, pero no había ni rastro del carro. Oí voces abajo y me vestí a toda prisa.

Jean Grimaud estaba junto a la puerta, chorreando agua sobre las baldosas de la entrada. Tenía un profundo corte en la frente y la sangre le caía sobre los ojos. Tío Gerome tenía el rostro gris como la piedra.

– ¡Habla! -le espetó a Jean-. ¡Dinos algo!

Jean miró a mi madre con ojos atormentados. Cuando abrió la boca para hablar y no salió de ella ningún sonido, lo supe. No había nada que decir. Mi padre ya no estaba entre nosotros.

Capítulo 2

– ¡No hay más que hablar! -bramó tío Gerome, golpeando la palma de la mano contra la mesa de la cocina-. Simone se va a trabajar para tía Augustine a Marsella.

Mi madre, tía Yvette y yo nos sobresaltamos por la intensidad de su enfado. ¿Aquel era realmente el mismo hombre al que la semana anterior, junto a la tumba de mi padre, se le había desfigurado el rostro por el dolor? Parecía haberse recuperado de la conmoción de la muerte de su hermano del mismo modo que cualquier otro hombre hubiera superado una gripe. Durante los dos últimos días, había estado inmerso en los libros de contabilidad, cuadrando números.

– No necesito dos amas de casa -sentenció, volviéndose hacia el fuego y atizándolo con un palo.

La llama creció y murió, dejando a oscuras la habitación.

– Si Simone no puede hacer el trabajo de la finca, necesita ganarse la vida en otra parte. Ya no es una niña, y yo ya tengo bastantes bocas que alimentar. Quizá si Pierre no hubiera dejado tantas deudas…

Tío Gerome recitó cuánto costaba cultivar la lavanda, el precio del alambique, el dinero que debíamos de la finca… Mi madre y yo nos intercambiamos una mirada. Tío Gerome iba a obtener beneficios del proyecto que se había concebido gracias a la imaginación de mi padre. ¿Qué importaban ahora aquellos gastos?

Me vino una imagen a la cabeza. No era algo que hubiera presenciado, sino una escena que me había atormentado durante una semana: mi padre, tumbado boca arriba sobre un saliente de piedra en las gargantas del Nesque. Él y Jean habían esperado en Sault a que pasara la tormenta de la tarde, antes de dirigir a la mula pendiente abajo. Tras superar los tramos más difíciles, habían parado para darle un descanso a la bestia y para comer un poco de pan. Pero tan pronto como Jean desenganchó al animal y lo condujo a una pequeña zona cubierta de hierba, oyó un crujido a sus espaldas. Un pedregal, que se había soltado por la lluvia, cayó colina abajo. La rama de un árbol derribó a Jean y a la mula hacia un lado. Mi padre y el carro cayeron por el precipicio.

– Bernard contribuirá -repuso tía Yvette-. Aunque mandes a Simone a Marsella, por lo menos deja que reciba una educación allí. No la envíes para que sea una especie de esclava de tu tía.

Aquella fue la primera vez que veía a tía Yvette plantándole cara a mi tío y temí por ella. Aunque nunca nos había pegado a ninguna de nosotras, no podía evitar preguntarme si las cosas cambiarían ahora que mi padre ya no estaba. Como cabeza de ambas familias, tío Gerome gozaba de una clara posición de poder y nosotras no teníamos nada que hacer contra él. Sin embargo, su única reacción ante la oposición de mi tía fue sonreír despectivamente.

– La educación supone un desperdicio aún mayor en las mujeres que en los hombres. Y en cuanto a Bernard, no te engañes pensando que tiene dinero. Todo lo que ha ganado en su vida ya se lo ha gastado en coches y en sus correrías por la Costa Azul.

Aquella noche, mi madre y yo nos acostamos abrazadas, como habíamos hecho todos los días desde la noche del accidente. Escuchamos el aullido del mistral. El viento había comenzado como una tenue corriente bajo la puerta, para convertirse en un intermitente aullido fantasmal que doblaba los cipreses y gemía por los campos. Ambas habíamos llorado tanto desde la muerte de mi padre que pensé que nos quedaríamos ciegas de las lágrimas. Miré de reojo la silueta del Cristo crucificado junto a la puerta y me di la vuelta. Resultaba cruel que mi padre hubiera sobrevivido a las heridas de metralla para que la naturaleza hubiera terminado con él de aquella manera.

«Todo sucedió tan rápido que ni siquiera debió de darse cuenta de lo que estaba pasando», fue el único consuelo que el párroco pudo ofrecernos.

Efectivamente, todo había sucedido tan rápido que aún no podía creer que fuera cierto. Veía a mi padre por todas partes: su silueta agachada junto al pozo o sentado en su silla, esperándome para que me uniera a él en el desayuno. Durante unos pocos segundos felices, me convencía de que su muerte solo había sido una pesadilla, hasta que la imagen se desvanecía y me percataba de que no había visto nada más que la sombra de un árbol o el perfil de una escoba.

Mi madre, siempre reservada, se refugió aún más en su silencio. Creo que se preguntaba por qué le habían fallado sus poderes, por qué no había sido capaz de prever la muerte de mi padre para advertirle. Sin embargo, ella misma decía que había cosas que no debíamos saber, cosas que no podían preverse o evitarse. Le toqué el brazo: su piel estaba fría como el hielo; cerré los ojos y traté de contener más lágrimas dolorosas, temiendo el día en que la perdiera a ella también.

Por lo menos, mi madre tenía a tía Yvette. ¿Quién era aquella tía Augustine? Mi padre nunca la había mencionado. Lo único que nos contó tío Gerome fue que era la hermana de su padre y que se había casado con un marinero, que poco después murió en el mar. Tía Augustine regentaba una casa de huéspedes, pero ahora que era mayor y padecía de artritis, necesitaba una sirvienta que también cocinara. A cambio, me alimentaría, pero no me pagaría. Me pregunté de dónde habría salido la generosidad y la bondad de mi padre. Todos los demás Fleurier parecían ser descendientes directos de Judas: preparados para vender a sus familiares por treinta monedas de plata.

Bernard vino una semana después para llevarme a Carpentras, desde donde cogería un tren a Marsella. Tía Yvette lloró y me dio un beso.