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El tranvía no tenía luna en el parabrisas delantero y una ráfaga de aire fresco me recorrió el cuero cabelludo y las mejillas. Era de agradecer que la ventilación fuera buena porque el hombre sentado junto a mí apestaba a cebolla y a tabaco rancio.

– ¿Acabas de llegar? -me preguntó, observando la expresión preocupada que se me pintó en el rostro cuando el tranvía chirrió y dobló a toda velocidad una esquina.

Asentí con la cabeza.

– Bueno -me dijo, echándome su asqueroso aliento en la cara-, pues bienvenida a Marsella: hogar de ladrones, asesinos y putas.

Me alegré de llegar finalmente al Vieux Port. Me temblaban las piernas como si hubiera pasado meses en el mar. Me colgué el hatillo de ropa al hombro. Los últimos rayos de sol brillaban sobre el Mediterráneo y el cielo era de color aguamarina. Nunca antes había visto el mar y aquella imagen, con las gaviotas graznando sobre mi cabeza, me produjo un cosquilleo en los dedos de los pies.

Anduve por el Quai des Belges, pasé por delante de africanos que vendían especias color dorado y ocre y baratijas de cobre. Sabía que existían negros por los libros que tía Yvette me había dado para leer, pero nunca los había visto con mis propios ojos. Me fascinaban sus uñas blancas y las palmas de sus manos claras, pero recordé cómo me habían tratado las mujeres del tren y procuré no quedarme mirándoles fijamente esta vez. Continué recorriendo el puerto hasta el Quai de Rive Neuve. Los cafés y los bistrós estaban abriendo sus puertas para la noche y el ambiente olía a sardinas asadas, a tomillo y a tomate. El aroma me produjo hambre y melancolía al mismo tiempo. Mi madre y mi tía ahora estarían preparando la cena, y me paré durante un momento para imaginármelas poniendo la mesa. Apenas las había dejado esa misma mañana y ya eran para mí como los personajes que pueblan los sueños. Una vez más, se me llenaron de lágrimas los ojos, tanto que casi no podía ver el laberinto de callejuelas estrechas por el que iba andando. Las alcantarillas estaban llenas de raspas de pescado y los adoquines apestaban a desechos humanos. Una rata salió correteando de una grieta para darse un festín en la basura.

– ¡No pases por aquí! -me gritó una áspera voz femenina-. ¡Esta es mi esquina!

Me volví para ver a una mujer acechando desde una puerta. En la penumbra solo alcancé a vislumbrar sus raídas medias y el brillo rojizo de la brasa de un cigarrillo. Aceleré el paso.

La Rue Sainte, donde se encontraba la casa de huéspedes de tía Augustine, tenía la misma mezcla de arquitectura ecléctica que el resto de la ciudad. Estaba compuesta de varias casas señoriales, construidas en los días prósperos de Marsella como ciudad marítima, y terrazas achaparradas. La casa de mi tía era una de las últimas y estaba unida a otra que despedía una mezcla de olor a incienso y detergente. Tres mujeres ligeras de ropa se asomaban inclinándose por una de las ventanas, pero por suerte ninguna me gritó nada.

Me acerqué a la puerta, levanté la aldaba y la dejé caer tímidamente con un ruido sordo. Miré hacia arriba y vi las ventanas incrustadas de salitre, pero no había ninguna luz en ellas.

– ¡Inténtalo otra vez! -me sugirió una de las mujeres-. Está medio sorda.

No me atreví a levantar la vista hacia la mujer, pero seguí su consejo. Cogí la aldaba y la hice oscilar con fuerza. Golpeó la madera con una sacudida tan enérgica que temblaron los marcos de las ventanas y resonó por toda la calle. Las mujeres se echaron a reír.

Esta vez escuché una puerta que se abría en el interior de la casa y unos pasos que bajaban pesadamente las escaleras. El pestillo chasqueó y se abrió la puerta. Apareció ante mí una anciana. Su rostro únicamente estaba compuesto por ángulos, con una nariz ganchuda y una barbilla tan puntiaguda que hubiera podido utilizarla de azadón para cultivar un jardín con ella.

– ¡No hace falta armar tanto jaleo! -me espetó, frunciendo el ceño-. ¡No estoy sorda!

Di un paso atrás y casi me tropecé.

– ¿Tía Augustine?

La mujer me examinó de pies a cabeza y pareció llegar a una conclusión desagradable.

– Sí, soy tu tía abuela Augustine -me dijo, cruzando sus gruesos brazos sobre el pecho-. Límpiate las botas antes de entrar.

La seguí por el recibidor, que tenía una alfombra raída, dos sillas y un piano polvoriento, hasta el salón. Una mesa, un armario de cristal y un aparador se apiñaban en aquella estancia. Cuadros de hazañas marinas desentonaban con el papel pintado a rayas. La única luz natural provenía de la ventana de la cocina contigua. Había una lámpara de pantalla con flecos que pendía sobre la mesa y supuse que tía Augustine la iba a encender para nosotras. Pero no lo hizo y nos sentamos a la mesa en la penumbra.

– ¿Quieres té? -me ofreció, señalando la tetera y unas tazas mal emparejadas que había junto a ella.

– Sí, por favor.

Tenía la garganta seca y se me hizo la boca agua solo de pensar en una tisana balsámica. Casi podía sentir la suave camomila recorriéndome la garganta o un toque refrescante de romero humedeciéndome la lengua.

Tía Augustine cogió el asa de la tetera con sus dedos nudosos y sirvió el té.

– Toma -me dijo, empujando una taza y un plato hacia mí.

Observé el líquido oscuro. No despedía ningún aroma y cuando lo probé, descubrí que estaba frío y sabía a agua sucia. Debía de haber sobrado de la mañana o incluso de días anteriores. Me bebí el té porque tenía sed, pero los ojos me escocieron por las lágrimas. ¿No podría haberme preparado tía Augustine una tetera nueva? Parte de mí había albergado la esperanza de que la tía fuera más como mi padre y menos como tío Gerome.

Tía Augustine se acomodó en su asiento y se arrancó un pelo de la barbilla. Yo me senté erguida con los hombros rectos, decidida a darle otra oportunidad. Seguramente la tía comprendía que ambas pertenecíamos a los Fleurier, por nuestras venas corría la misma sangre. Pero antes de que pudiera abrir la boca, anunció:

– Tres comidas diarias. Y controla lo que comes: tú no eres un huésped.

Señaló un trozo de papel clavado en el marco de la puerta.

– Los demás ponen sus nombres ahí para que sepas si se quedan a comer. Monsieur Roulin siempre está aquí y la de arriba no está nunca. Y de todas maneras yo jamás sentaría a la mesa a alguien así.

– ¿La de arriba? -le pregunté.

Tía Augustine levantó la mirada hacia el techo y yo la imité, para ver qué estaba mirando. Pero aunque yo solo veía telarañas, me dio la impresión, por el ceño fruncido pintado en su rostro, de que se estaba refiriendo a algo maligno. El siniestro sonido de «la de arriba» aún resonaba en el aire.

– Bueno -exclamó tía Augustine, quitándome bruscamente la taza vacía y colocándola boca abajo sobre el plato-, te voy a enseñar tu habitación. Quiero que estés en pie mañana a las cinco para ir a la lonja de pescado.

No había comido nada desde la salchicha en el tren, pero me sentía demasiado atemorizada como para confesar que tenía hambre.

Mi habitación se encontraba en la parte trasera del edificio, directamente al lado de la cocina. La puerta estaba combada y, cuando la empujé para abrirla, el borde arañó el suelo. Se veía claramente una marca en forma de semicírculo que trazaba el movimiento habitual de la puerta. Me dio un vuelco el corazón al ver las paredes de cemento. El único mobiliario que había era una silla de aspecto desvencijado en una esquina, un armario y una cama, cuyo edredón tenía manchas de moho. A través de la mugre de la ventana enrejada, vi el cobertizo del inodoro y un jardín de especias que necesitaba una buena limpieza.