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– Volveré dentro de una hora para explicarte tus quehaceres -anunció tía Augustine, cerrando la puerta tras ella.

No se comportaba en absoluto como si fuera pariente mía. No era más que mi jefa.

En el dorso de la puerta había una lista de tareas. El papel en el que estaba garabateada había amarilleado con el tiempo. «Limpiar las baldosas con aceite de linaza y cera de abejas. Sacudir la ropa de cama. Fregar el suelo…»

Me pregunté cuánto tiempo habría pasado desde que alguien había hecho aquellas cosas o que una sirvienta había ocupado aquella lóbrega habitación. Me dejé caer en la silla, contemplé la estancia y las lágrimas me cayeron por las mejillas cuando comparé la calidez de mi padre con la frialdad de mi tía abuela. Eché un vistazo al colchón hundido. La sencilla cama que tenía en casa de repente parecía un diván digno de una reina. Cerré los ojos y me imaginé a mí misma tumbándome en ella, pegando las rodillas al pecho y haciéndome un ovillo hasta desaparecer.

La primera comida que tuve que preparar fue el almuerzo del día siguiente. La cocina era tan deprimente como mi habitación. Las baldosas y las paredes enfriaban el ambiente, cosa que empeoraba debido a que una corriente de aire entraba por el vidrio roto de una ventana. Tía Augustine se apretujó en una silla de mimbre para supervisarme mientras sumergía sus hinchados pies en un barreño de agua tibia. Le eché unas gotas de aceite de lavanda y le expliqué que aquello ayudaría a relajarle la inflamación. El aroma flotó por el ambiente, contraponiéndose al hedor a paño enmohecido de la cocina. Me imaginé los campos de lavanda ondeando por la brisa y el murmullo de sus múltiples capas color púrpura bajo la moteada luz del sol. Casi podía oír a mi padre cantando suavemente Se canto, y estaba a punto de unirme a él para tararear el estribillo cuando tía Augustine rompió el encantamiento:

– ¡Presta atención, niña!

Cogí una de las sartenes de su gancho. El mango estaba grasiento y el fondo tenía una costra de comida. Le pasé un paño mientras tía Augustine no miraba. Poco antes, me había resultado insoportable cuando me envió al sótano a por vino. La puerta de la bodega se abrió con un crujido y lo único que alcancé a ver fue una telaraña con una negra araña colgando de ella. La quité con una escoba y avancé lentamente hacia el interior de aquel espacio sofocante, con solo una luz como guía. El sótano apestaba a barro y había heces de rata en el suelo. Se me puso la piel de gallina y me asusté al imaginarme que pudieran morderme. Me aterrorizaba solo de pensar en ello, porque Marsella era famosa por sus enfermedades, un peligro típico de cualquier ciudad portuaria desde los tiempos de la peste negra. Cogí las dos primeras botellas polvorientas que me encontré, sin pararme a comprobar cuál era su contenido.

Saqué agua de la bomba que se encontraba en el exterior, junto a la puerta de la cocina, y después eché un vistazo a la cesta de las verduras en la encimera. Me sorprendió la calidad de aquellos productos. Los tomates aún tenían una piel tersa y roja, aunque era bastante tarde para que estuvieran de temporada; las berenjenas me parecieron consistentes cuando las sostuve entre las manos; los puerros eran frescos y las aceitunas negras tenían un aspecto suculento. En aquella sucia cocina, la fragancia de aquellos productos de buena calidad era tan bien recibida como un oasis en mitad del desierto.

Tía Augustine percibió mi admiración.

– Siempre se ha comido bien aquí. Yo era famosa por ello. Aunque, por supuesto, ya no soy tan buena cocinera como antes -me dijo, levantando sus manos ganchudas.

La observé con detenimiento, tratando de encontrar a la mujer que había tras aquel rostro adusto, la fogosa joven que desobedeció a sus padres y se escapó con un marinero. Detuve la mirada en sus anchos hombros y en la barbilla hombruna, pero en sus ojos solo percibí amargura.

Una vez que hube reunido los ingredientes, tía Augustine me gritó las instrucciones por encima del ruido de las ollas humeantes y el siseo de las sartenes. A cada paso, tenía que llevarle la comida para que la inspeccionara: el pescado, para mostrarle que le había quitado la piel correctamente; las patatas, para demostrar que había hecho bien el puré; las aceitunas, para que comprobara que las había picado bien, a pesar de que el cuchillo estaba poco afilado; incluso tuvo que confirmar que había machacado el ajo siguiendo sus indicaciones.

A medida que progresaba la preparación de la comida, el rostro de tía Augustine se fue sonrojando. Al principio, pensé que se debía a que yo no estaba haciendo nada a derechas. «Saca eso, has cortado esas hojas como una verdadera paleta. Demasiado aceite, ve y redúcelo, por Dios santo. ¿Cuánta menta le has puesto a eso? ¿Te has creído que te estaba pidiendo que prepararas un enjuague bucal?» Me daba la sensación de que eran demasiadas quejas, sobre todo viniendo de una mujer que ni siquiera se tomaba la molestia de servir el té recién hecho. Pero a medida que aumentaba la temperatura de la estancia y sus instrucciones cada vez eran más frenéticas, vi que el color en sus mejillas provenía de la pasión interna que yo había tratado de encontrar en ella antes. Era como un director de orquesta dirigiendo con la batuta las notas del pescado frito, la mantequilla y el romero para crear una sinfonía gastronómica. Además, los vapores aromáticos parecieron sacar a los inquilinos de sus habitaciones. Escuché voces y pasos que bajaban las escaleras casi treinta minutos antes de la hora fijada para el almuerzo.

A la mesa puesta, nos sentamos cinco comensales en total. Además de tía Augustine y de mí misma, estaban Ghislaine, una mujer de mediana edad que trabajaba de pescadera, y los dos huéspedes varones: monsieur Roulin, un marinero jubilado, y monsieur Bellot, un profesor principiante en un instituto para chicos. Monsieur Roulin tenía un hueco donde deberían haber estado sus dos incisivos, apenas contaba con un par de mechones de pelo sobre la parte posterior de un cuello moteado de manchas oscuras y le faltaba el antebrazo izquierdo, amputado desde el codo. Agitaba el extremo fruncido del muñón mientras hablaba con una voz que sonaba como una máquina a la que le hiciera falta que la engrasaran.

– Es agradable tener a una joven señorita a la mesa. Su piel es tan oscura como la de una frambuesa, pero aun así, es bonita.

Sonreí educadamente, comprendiendo por mi posición en la esquina más baja de la mesa, cerca de la puerta de la cocina, que yo no era más que una sirvienta y que no debía inmiscuirme en la conversación.

Monsieur Bellot se estiraba del lóbulo de la oreja y no decía nada aparte de «por favor» y «gracias». Durante la comida, de la que monsieur Roulin comentó que era la mejor que había tomado en meses, monsieur Bellot mostró una expresión perpleja, soñadora y luego seria, como si estuviera manteniendo un animado diálogo interno. Todas las cosas de las que carecía monsieur Roulin, parecían estar duplicadas en monsieur Bellot: sus dientes eran enormes, como los de un asno, su pelo formaba un matojo despeinado alrededor de la cabeza y sus extremidades eran tan largas que no tenía necesidad de estirarse para coger la jarra de agua que se encontraba en mi extremo de la mesa.

Ghislaine estaba sentada a mi lado. Me sorprendía que alguien que trabajaba en la lonja de pescado pudiera oler tan bien. Su piel despedía un aroma suave a melocotones frescos y el pelo le olía como el suntuoso aceite de oliva que se utilizaba para producir jabón de Marsella. Guiñó los ojos a modo de sonrisa cuando monsieur Roulin me sorprendió mirándole el muñón y exclamó:

– ¡Fue un tiburón tan grande como un transatlántico junto a la costa de Madagascar!